Portada, Textos — 1 septiembre, 2016 at 9:12 am

“Tráiganme clichés nuevos”

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(apuntes de literatura maucha)

Por Mario Verdugo

La acción verdadera está en la costa maulina, en Constitución, en la desembocadura del río y en las sucesivas reconversiones productivas que han hecho de la zona un armagedón continuo. Nada de ese registro figuró en los sensibleros despachos de TVN luego del 27F; nada de ello parece haber interesado tampoco a las lumbreras arquitectónicas de Elemental, la oficina de Alejandro Aravena que hoy se encarga de reconstruir la ciudad y alistarla para su siguiente catástrofe. Al lado de Constitución, Talca no es más que un lugar de paso, o el “medioevo” de la propia biografía, como lo escribiese Juan Marín recordando el tren de trocha angosta que lo llevaba desde el puerto luminoso hasta el panóptico liceano de la capital regional. Es tal la cantidad de novelas, cuentos, ensayos y poemas referidos a Constitución, y es tal el olvido que pesa sobre casi todas estas reliquias, que no podría sino hablarse de un imperdonable desperdicio simbólico, una farra de imágenes, acaso las únicas con potencial para ir discutiendo la machacante hegemonía que espacios como Chiloé y Valparaíso mantienen sobre el imaginario del país. En Conti hay relato oligárquico, melodramático, aventurero, fantástico, weird, ecocrítico, proletario, epopéyico, lárico y, desde luego, apocalíptico. Suficiente, ya está dicho, como para plantarle cara a la pincoya y a los orejas largas, al chiflón del diablo y a la pampa calichera, a los señoritingos del Cerro Alegre y a los náufragos del Cabo de Hornos. Bien lo expresó alguna vez la semióloga Yolanda Sultana: “es tan barato el pescado y no lo sabemos utilizar”. A escala nacional Constitución apenas existe en la forma de una borrosa periferia, una tabla rasa de la que es factible disponer sin culpas, y en la región ningún personero espabilado da señas de entender lo que allí se juega: la posibilidad de otra historia y otro territorio, no únicamente la historia y el territorio de Chile, sino las evidencias de un microcosmos complejo y resistente, capaz de desafiar también aquella visión que sólo ve estancamiento y hastío más allá de la metrópoli. En su literatura, Constitución encarna por momentos el tipo de pueblos costeros que antaño estudiara el antropólogo Steven Morrissey, pueblos grises donde cada día es como un domingo aburrido, y donde la mayor esperanza de romper la rutina es que caiga de pronto una bomba atómica. Pero en Conti lo cierto es que las bombas sí caen; todo en realidad cae, todo se frustra, todo desaparece y algo distinto se levanta después, siempre.

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La demanda de repercusión cultural no es en este caso una completa primicia. Faluchos, novela de Leoncio Guerrero publicada en 1946, arranca con una santiaguina deseosa de pintar nativos desnudos, o de llevárselos al maestro Cicarelli como botín icónico. Y en un cuento de Mariano Latorre las autoridades locales planean contratar a Nicanor Plaza para que esculpa por fin la heroica anatomía de un guanay. Los dramas que desde hace siglo y medio vienen ocurriendo en la Isla Orrego, la Barra, la Piedra de la Iglesia, la Poza y el Mutrún, hubiesen sido una perfecta respuesta para los berrinches que Guillermo Cabrera Infante atribuía al productor hollywoodense Sam Goldwyn: “Estoy aburrido de viejos clichés, tráiganme clichés nuevos”. Por motivos insondables esa consagración nunca ha terminado de cuajar, y así aconteció igualmente con Maule, la película que Chile Films prometió rodar en los 40 a partir de un premiado libro de Tomás Montecino. En función de tales experiencias truncas, el casi-casi ha sido la tónica de una especie de subgénero maucho que podría rotularse ficción infraestructural o narrativa de obras públicas. A ese rubro se integran hitos como la construcción del ramal y el puente Banco de Arena, las iniciativas para regularizar la actividad portuaria, la depredación de los bosques de pellín, el surgimiento del balneario y las consecuencias nada aromáticas de la celulosa. Una mezcla de tragedias naturales y fails ingenieriles se ha ensañado con Constitución hasta un punto no muy distante de lo que se tiende a pensar de Haití o Bangladesh. Ya sea en trabajos académicos como los de Cortez y Mardones, o en textos más ensayísticos como el que Carlos Acuña titulara Nacimiento de Nueva Bilbao, la historia local asoma plagada de dificultades burocráticas. Acuña, por ejemplo, cita el malintencionado informe de un funcionario penquista acerca de la navegación fluviomarina (“sólo aceptaría que mi barco entrase por ahí si primero me asegurasen el valor de él, y otro fuese dentro y no yo”), mientras que la investigación de Cortez y Mardones se retrotrae a mejoras que solían anunciarse para dos años y acababan demorándose treinta por parte baja. Tal como lo tematizarían Latorre, Montecino o Guerrero, la “perla del Maule” a menudo debió salir a flote contra viento y marea (obvio), pero además contra tsunamis, crecidas, hedores, bulldozers, políticos macucos, arquitectos geniales, veraneantes de Talca e intendentes que atornillaban al revés.

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A los mauchos –o constitutanos, o constitucionenses, o porteños, o simplemente maulinos, según se les llama en fuentes diversas–, la naturaleza y la cultura les jugaron malas pasadas desde un principio. Oñederra y el resto de los fundadores vascos tuvieron que arreglárselas sin contar con papel para escribir sus documentos, ni con caballos para trasladarse a los núcleos administrativos del reino. Más tarde, los tranques y canales de regadío desangraron al Maule y embancaron sus aguas, impidiendo la entrada de buques de gran calado. El hecho fue clave y marcó la progresiva centralización del viejo orden este-oeste, hasta entonces autónomo en buena medida. Cuando se creyó que el tren serviría para sacar otra vez la producción agrícola, al final sirvió para traer turistas mojigatos o pintamonos. Y aunque a ese respecto se importaron ingenieros de nombres eufónicos (Bergdahl & Bristed, Cardemoy & Capdeville), a la postre los molos del puerto marítimo quedarían abandonados “como cetáceos inexplicables”, de acuerdo al testimonio in situ del poeta Manuel Francisco Mesa Seco. La ficción infraestructural, como puede verse, nunca se ha resuelto en un happy end, si bien el panorama podría cambiar en virtud de Elemental y su nuevo Proyecto de Reconstrucción Sustentable, entre cuyos artífices se halla nada menos que el geógrafo Marcelo Lagos (!!!). Libros mediante, por ahora un consuelo posible es continuar desempolvando las activas reacciones que la población ha dispuesto para combatirlo que parece un boicot de “todo el infierno junto” (Oñederra dixit). En ese sentido las parrafadas de Pablo de Rokha pueden revelarse prototípicas, especialmente cuando el de Licantén despliega voces y personajes en conflicto con el imperialismo, los explotadores de Putú y Perales, la justicia chilena, el latifundio, la industria maderera y sus pinos que crecen lentos “como yegua de tonto”. La resistencia más fuerte, no obstante, proviene sin duda de los guanayes. Son ellos –valientes al extremo de navegar hasta California con un par de huilas en vez de velas–los auténticos jovencitos de esa película que pudo sacudirle a Sam Goldwyn el tedio que ya iba sintiendo por sus espartacos, sus marcianos y sus cowboys.

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Con frecuencia los guanayes despuntan como superhombres “de pata rajada”. Remeros, cargadores y marinos de piel cobriza y camisa de tocuyo, su denominación no parece tener un fundamento étnico, aun cuando hay quienes especulan concierta raigambre en una remota comunidad indígena (los huanahues), o de lo contrario comparan su fisonomía con los patos peruanos del guano, que acostumbraban emigrar hacia el sur en busca de sardinas. Se diría que estos héroes nacieron literariamente en extinción y que su vida cotidiana siempre fue una suerte de holocausto. Tanto Latorre como Mesa Seco, González Bastías y Óscar Bustamante los ensalzan cuando están por ahogarse, de manera que un guanay libresco casi siempre resulta ser el último, y el que personifica en suma el triste fin del Maule Antiguo. Por supuesto que no se mueren sin patalear, y de ahí que sea tan usual verlos como protosurfistas que sortean olas enormes, como paladines de la capacitación laboral o como filósofos espontáneos. Su conducta ante la adversidad desmiente la impresión de monotonía que otros autores le imputan al entorno de Constitución. En Playa negra, de Luis Orrego Luco, lo que predomina es en cambio el remedo de las modas de París y Santiago, el letárgico “run-run de los moscardones” y la mansedumbre del populacho que llama al desprecio o la ternura con expresiones como “asujétate Chuma”. Ambientada a fines del XIX, la novela de Orrego aporta datos sobre el arraigo regional de algunas familias ilustres o –dependiendo de la perspectiva– más bien nefastas (Aylwin, Mac Iver, Cousiño, Doggenweiler), cuya vestimenta es reseñada aquí con un nivel de detalle similar al que Patrick Bateman empleara en American Psycho. Las “clases escogidas” celebran fiestas de ricos y famosos; sus patriarcas se desplazan por una escenografía tan repetitiva como la de los Picapiedras (astilleros, roqueríos, chalets); y sus herederos se dan a beber champaña de boca a boca, suscriben las bondades del foot fetichism o se besuquean los brazos a la usanza del gato Tom. El novelista no pierde oportunidad de compadecer a los pobres que también habitan ese huevonódromo, y por si quedasen dudas acerca de quién es quién, se instala a sí mismo –de niño– haciendo un cameo en la pintoresca isla que hasta hoy lleva el apellido de sus abuelos.

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Constitución llegó a ser: a) el primer balneario de la República cuando Viña era un puro caserío; b) un puerto medio cosmopolita cuando en Valparaíso ni soñaban con venderle merluzas a la Unesco; y c) el paradigma de una concepción del territorio que se basaba en las cuencas fluviales y no todavía en la longitudinalidad de los modernos sistemas de comunicación y transporte. En diferentes períodos irían esfumándose las damas de crinolina, los robles endémicos (nothofagus glauca), las embarcaciones a vapor y los pejerreyes que Latorre extrañaba angustiosamente. Capitalismo y centralismo habrían de aunarse para entronizar la faceta más implacable de la modernidad, aquella que Efraín Barquero corporizó como un navío siniestro, cargado de dolor y de sangre. Pero la memoria de una época dorada aún no desaparece del todo. Así se ratifica en las crónicas de Emma Jauch y de Cynthia Rimsky, o en los estudios de la historiadora Valeria Maino, donde los lugareños conversan de sucesos de hace un siglo como si hubieran ocurrido ayer. A veces la nostalgia cobra el aspecto de un reclamo identitario con expectativas realistas, y otras se endilga por la mitificación y la fantasía. Tomás Montecino describe las nupcias del Genio del Mar y la Diosa Maule al interior de la Piedra de la Iglesia, y algunos de sus colegas narradores abultan un elenco teratológico que incluye al duende Metete y a un falucho-fantasma, el Dalcantú. A Constitución tampoco le faltan hijos frikis, empezando por el que quizá sea el escritor más chistoso del planeta, César Cascabel, y siguiendo por Alfonso Reyes Messa (conocido por sus vanguardistas Doce poemas en un sobre) o Ricardo Boizard alias Picotón (que en sus notas políticas vapuleaba a la derecha por prostibularia y a la izquierda por pornográfica). El recuento patrimonial es, en cualquier caso, harto más llamativo que la Condorilandia de Cumpeo o los ovnis de San Clemente. Como anotaba Leoncio Guerrero volviendo de Quivolgo y ante una grúa inutilizada, habrá que esperar dos mil años para que “sabios arqueólogos descubran nuestras ruinas”, y comprueben de una vez por todas que allí hubo –cataclismos aparte– “un avanzado grado de civilización”.

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