Destacados, Ensayos — 9 agosto, 2024 at 5:08 pm

Una voz cambiante

by

Por Catalina Porzio

 

El mar nunca duerme. Lo oímos siempre, de día, de noche, durante años y decenios; sabemos que ya lo oían hace siglos.

Elias Canetti

 

 playa                                                                                                                                                                                                                             © Nía Diedla

Son incontables las ciudades ―los pueblos― que poseen, en calidad de fuente, una masa de agua primordial que las organiza y las identifica. Es una masa anterior a todas las formas, que sin embargo es lucida con misterioso orgullo, al punto de que las líneas del mapa admiten muchas veces ser desdibujadas si lo que está a una o dos regiones de distancia es una playa o un río cordillerano.

De esas masas de agua que imprimen un estilo a los pueblos, hay una que enciende un ánimo aristocrático, marcado por cierto desdén o indiferencia. Es el ánimo de quienes tienen a sus pies el paisaje más deseado de todos: el mar, que provoca una curiosa torsión del espíritu en quienes lo enfrentan a diario, no en quienes lo visitan. Es la razón por la que estas ciudades llevan la delantera en la lista de los anhelos, pues la presencia del mar asegura placeres contemplativos (debe ser la vista más elogiada y reproducida de la historia) y enciende a la vez la promesa de un balneario (esa idea alocada, festiva e inocente que creyó que el paraíso era fácil de imitar).[1] Las siguen de cerca aquellas otras ciudades que se inscriben en las inmediaciones de un lago, cuya quietud invariable le da al agua una cuota de discreción, la melancolía de las aguas dormidas, o en algún río extraviado en la periferia, que obliga a emprender siempre alguna excursión. Por supuesto, entremedio se disputa una larga nómina de formas del agua —naturales y artificiales— que proyectan la trama de un paisaje singular hecho de capas microscópicas y cicatrices que ocultan un sinfín de datos históricos.

Hay ciudades que a falta de mar —a falta de lagos, de ríos— improvisan sus playas en torno a esta ausencia montando y desmontando el liviano ajuar de utensilios que cada uno lleva consigo en superficies inesperadas. Así, por ejemplo, la sinuosidad de la arena es reemplazada por el verde macheteado de una plaza central inundada de bañistas que se asolean despreocupados en medio del tráfago y el cemento, como si fuesen los muros de un gran patio trasero. Esta escena pertenece a un tipo de imagen veraniega que he visto circular en álbumes de viajes y que descargo sin permiso, solo por el gusto de mirarlas, como parte de un archivo personal e inconducente que alimento y pierdo en la misma nube. Inversiones delirantes del espacio público donde coinciden un rasgo paródico de la playa y una chispa creativa en el modo de sustituirla. Por alguna razón me recuerdan las fotografías y el humor de Martin Parr, maestro en señalar los pequeños desajustes de la vida cotidiana y la rareza que supuran ciertos comportamientos naturalizados. Estoy segura de que alguna toma de estas playas hechizas sabría colarse con delicadeza en una exposición suya sin miedo a desentonar.

Mariano Llinás, en su documental Balnearios (2001), perfila con agudeza otra cara de estos paisajes improvisados al descubrir, con el asombro de quien asiste a un panorama infernal, la extravagancia que alcanzan los balnearios en la provincia argentina. Lejos del culto al mar, entre escaleras, puentes y muros desmembrados que subsisten de tiempos inmemoriales, rodeados por aguas barrosas y turbias, los bañistas chapotean con algarabía para luego desparramar la humedad de sus carnes sobre rocas calientes o sobre el cemento que campea en lugar de la arena. Si para Llinás —según nos cuenta la voz en off que prologa su film— en la esencia de los balnearios reside un impulso animal por estar cerca del agua, como un juego de niños, estas escenas un tanto marginales que su película muestra, alejadas del más mínimo glamour, tienen algo genuino e irreductible: se trata de cuerpos, se trata del agua y del sol. No hace falta nada más: la felicidad es un hecho modesto.

Que un balneario siempre conduzca en algún punto a la infancia, como propone Llinás, no es una idea descabellada, sino un tópico que ha sido rozado con frecuencia en la literatura. Claudio Magris, entre los innumerables y bellos escritos dedicados al influjo de las aguas, anota: «El mar es una infancia individual y coral, que a menudo muchos olvidan, igual que se olvida la infancia, entregándose de ese modo a la muerte».[2] Si bien olvidamos nuestro pasado de aguas oscuras sumidos en la tibieza del útero materno, el recuerdo del primer encuentro con el mar se aferra a la memoria con la potencia de un ritual de iniciación. Aprendemos a nadar antes que a caminar, pero habituados a la pérdida de ese conocimiento primitivo, nos enfrentamos con total inocencia a la vastedad sin precedentes que es el mar, ignorando que al menor descuido es capaz de arrebatar nuestros objetos y, peor aún, el aire, el suelo y en ocasiones más dramáticas también la vida. Quién no ha experimentado el temor de morir al caer de improviso en la hondura de un pozón, atrapado en un remolino o abatido por el cachetazo de una ola para salir jadeando con el pelo revuelto y el traje de baño corrido, llevando una penosa carga de barro en algún pliegue de la tela; confundidos y humillados a pesar del triunfo de haber sobrevivido a esa lucha inesperada y desigual que nos hizo perder la noción del tiempo, la luz sobre las cosas que nos recibe de vuelta tiene otro brillo. Ese aprendizaje que se da con naturalidad en quienes pasan su infancia cerca del mar, tiene un impacto profundo en aquellos que lo conocen tarde en la vida. Así le pasó a Rogelio, protagonista de la novela El pasaje (1989), de Adolfo Couve. Un niño melancólico que transita hacia la adolescencia entre las paredes del largo y angosto pasaje donde habita, cuyo mundo de escenas triviales se fuga hacia contextos lejanos impresos en su colección de estampitas. Asediado por las intrigas y los cotorreos de mujeres viejas, un lenguaje tan ajeno como esas vistas que atesora, recibe una invitación a la playa (es el gran exterior, la respiración de la novela) y por primera vez frente al mar, embelesado por la curvatura del horizonte que imaginaba recto, el nivel indescriptible de su emoción queda sellado en una pequeña embarcación que se desdibuja en el contorno de una lágrima.

Una exploración de lo que vengo mencionando se pudo ver hace poco, justo durante el verano santiaguino, en la ópera lituana Sun & Sea, cuya escenografía reproduce con asombrosa fidelidad un paisaje extraviado, fuera de lugar: a lo largo del hall del Centro Cultural La Moneda, bajo la luz de un sol artificial, se desplegaba una playa arquetípica. Es decir, una playa cualquiera que es todas las playas y ninguna en particular, un revoltijo acalorado de objetos evanescentes (pareos, toallas, reposeras, chucherías de plástico) y cuerpos ligeramente vestidos entregados con desparpajo a los brazos de una ilusión revestida de arena. El ejercicio de recorte tiene la eficacia de una biopsia. Este conjunto de escenas eran observadas a distancia por los espectadores desde una vista cenital bastante voyeur. Según veo en la secuencia de un breve registro que quedó de esta obra, se asemejaría a mirar en tres dimensiones uno de esos cuadros costumbristas pintados por Brueghel el Viejo, donde la vida en común es la suma de múltiples y pequeñas escenas hablando a la vez.

¿Pero es el mar un paisaje? Alguien me lanzó esta pregunta apoyado en una vaga idea atribuida a Baudelaire —tomada de algún poema, no estaba seguro—, pero la duda desató consecuencias embriagadoras. Entonces, un poco ansiosa y bastante desorientada, tomé una edición de Las flores del mal (2003) y me puse a hojearla, esperando a que el libro se manifestara. Y digamos que lo hizo. Nada tardaron en aparecer estos versos que recibí como pistas de lo que creía andar buscando: «Hombre de trabas libre, ¡siempre querrás al mar! / Ese mar es tu espejo; es tu alma a quien ves / en el despliegue eterno del vaivén de sus olas; / no es tu espíritu abismo con menos amargura».[3]

 

Si bien me parece excesivo desechar del mar su condición de paisaje, sin duda su presencia, conmovedora e inexplicable, que atrae y que atemoriza, que acaricia y azota, está por encima de un fin recreativo. No es algo que se halle fuera de nosotros para ser contemplado, es algo que está profundamente imbricado en nuestros procesos más íntimos. Ante el mar se corre el riesgo de perder la alteridad porque ambos abismos —océano y espíritu— se confunden. El agua es anónima, dice Bachelard, y tal vez por eso, porque no es de nadie y es de todos al mismo tiempo, es que el mar puede modelarse tantas veces como siglos lo han imaginado, o es capaz de atrapar y devolver una imagen al modo de un espejo.

A diferencia del río, que arrastra los cuerpos hacia puntos lejanos; el mar, no menos despiadado, se toma la molestia de restituir lo que arrebata, a veces socavando las formas hasta hacerlas irreconocibles. La espera de este gesto compasivo concedido al mar tiene muchas aristas: hay quienes se extinguen en la vana esperanza de recuperar un cuerpo perdido; como hay otros, pacientes recolectores, que subsisten a costa de esas entregas (juntando algas o reciclando piezas inverosímiles); y niñas que llenan sus baldes de conchitas para decorar castillos o elaborar collares. Todo es posible al mismo tiempo. En Tierra sola (2017), documental de Tiziana Panizza sobre Isla de Pascua, la zona más solitaria de la Tierra, «una casualidad del océano Pacífico», alguien piensa: si los cuatro mil kilómetros de mar que separan a la isla de tierra americana fuesen verticales, no habría manera de escapar de este encierro. En ese presidio involuntario, la actividad de los domingos es salir a buscar los tesoros que el mar trae de vuelta: pedazos de soga y restos de redes anudadas que guardan noticias de una actividad ejercida mar adentro, en una zona que la mirada no alcanza a testificar.

Ese abismo insondable que Baudelaire señala me lleva a pensar en dos lienzos de Caspar David Friedrich —pintor de la angustia, incluso a través de pobres reproducciones y al margen de las teorías de lo sublime—, cuyo género se identifica en los catálogos como «pintura de paisaje». Cierto, pero se trata de un paisaje ambiguo, que difumina los bordes entre lo que pasa adentro y lo que está afuera del sujeto. Es la proyección de un estado de ánimo. En El caminante sobre un mar de nubes (1818), un hombre de espaldas, parado en la punta de un roquerío, se enfrenta a la furia de las olas que estallan contra las piedras señalando el final de un camino. El mar parece el volcamiento de un tormentoso panorama interior, propio del héroe romántico, al que asistimos como espectadores en segundo plano (es la antiselfie; lo contrario del rostro ausente de cualquier entorno que lo enmarque). Por otro lado, en Monje en la orilla del mar (1808-1810), no hay nada de la furia anterior, el grito de las olas es engullido por un silencio sepulcral propio de la meditación. El cuerpo del monje es apenas una muesca en el paisaje, no tiene definición ni identidad, su existencia sucumbe ante la inmensidad de la naturaleza. Desaparecer en el agua profunda o en un horizonte lejano y asociarse a la infinitud, apunta Bachelard, es el destino humano que busca su imagen en el destino de las aguas.[4]

Recuerdo un verano cuando el mayor de mis hijos, que entonces daba sus primeros pasos, sin que nadie lo notara se fue tambaleando por la arena en dirección al agua. Al percatarme de su ausencia, vi su cuerpo diminuto e impasible enfrentado al horizonte, que nunca me pareció tan enorme y tan lejano, con las olas lamiéndole los pies. Quedé paralizada ante esa réplica involuntaria del cuadro de Friedrich. Parecía una especie de tableau vivant, la práctica de imitar pinturas que cobró tantos adeptos durante el encierro en pandemia. Supongo que algo había que inmortalizar en aquellas circunstancias sombrías.

Tengo la impresión de que este sentimiento agorafóbico se da ante cualquier espacio que exceda la escala humana. Si bien no es igual estar en medio de una enorme catedral amenazados por el grueso espesor de la penumbra que nos separa del cielo, que ante la blanca magnitud de ese vacío inconmensurable que estampa un campo de hielo, en ambos casos ocurre el mismo sobrecogimiento, esa especie de parálisis.

La confusión entre paisaje y estado de ánimo no quedó abandonada en el romanticismo alemán, es también un asunto contemporáneo que palpita, por ejemplo, en la obra de la pintora británica Celia Paul. Tras la muerte de su madre, Paul comenzó a pintar el agua —y sobre todo el mar— impulsada por la fuerza de una insistencia vital. Buscaba en las formas de esa materia un vínculo profundo con la disposición de su propia tristeza. «Ojalá un día deje de pintar aguas», le confiesa a Gwen John, otra pintora —muerta veinte años antes de que ella naciera— con la que se identifica y a cuyo fantasma le dedica una larga correspondencia imaginaria.[5]

El agua, para Paul, más que un motivo tomado de la naturaleza representa un modo de impermanencia que, en clave autobiográfica, se asemeja al proceso de su duelo: «Para mí un solo tema tenía sentido: el agua. El tiempo mismo era, como el agua, una corriente poderosa que se había llevado a mi madre y me arrastraba para el mismo lado. En esa idea encontraba un poco de consuelo».[6]

Así, los estudios sistemáticos que realizó sobre el comportamiento de las aguas, abrían un diálogo donde las imágenes que observaba se igualaban a la materia de sus emociones; en las transformaciones del oleaje ve el presente escurridizo; en la persistencia del agua, la valentía y resistencia de su madre; en las lluvias torrenciales, la pena que no se puede contener. Y la comparación continúa en un inagotable juego de asociaciones.

El género en que Celia Paul destaca es el retrato. Son retratos de personas a las que ella conoce bien, como su madre o sus hermanas. Sus modelos nunca son extraños, y casi siempre son los mismos. Sabemos que un rostro, como un mar, puede ser pintado de mil maneras. Pintar y modelar son intercambios delicados; quien pinta captura, y quien modela se expone de manera brutal. No solo exhibe su cuerpo, se está dejando robar. Estas exploraciones de la intimidad entre ambas partes organizan el aire contenido en los cuadros de Paul. A ese conjunto de piezas familiares que son variaciones de unos pocos objetos pertenecen las pinturas del mar. El mar pintado por ella es tan biográfico como sus modelos: Lee Abbey, Walberswick, East Anglia, Suffolk… pueblos que habitó y cuyos mares, de tanto observarlos, se volvieron íntimos: «Las pinturas del mar no son de ningún mar en particular, sino una especie de sueño».[7] Más que pintura de paisaje, el mar, casi siempre en un plano cerrado del oleaje, exhibe su temperamento a través de los infinitos matices que se permite para travestirse de sí mismo. En esos mares, como en los rostros, se imprime la marca del tiempo.

Si tipeamos en Google las palabras «celia paul sea», de inmediato aparece un mosaico de pequeñas imágenes recortadas que remiten a diversas publicaciones, pero antes de pincharlas y entrar en alguna de ellas, es interesante el conjunto arbitrario que arman esos trozos yuxtapuestos, tan cerca unos de otros, apenas separados por una fina retícula: una especie de patchwork (qué palabra más fea), que muestra todas sus caras a la vez, quizá porque el mar tiene muchas voces que a menudo se escuchan juntas.

Cien años antes, en las inmediaciones de San Remo, el mar era descrito con la misma insistencia y precisión por medio de sutiles variaciones. Copaban los cuadernos de Katherine Mansfield, quien pasaba el período más doloroso y solitario de su vida recluida por consejo médico en la Casetta Deerholm, en Ospedaletti. Ese año fue diagnosticada de tuberculosis, considerada durante mucho tiempo una enfermedad del alma por estar alojada en la parte superior del cuerpo. A partir del siglo xix, los románticos, quienes se encargaron de ensalzarla, le dieron un giro igual de eufemístico, atribuyéndole su causa al amor, a un exceso de pasión. De cualquier modo, para los pacientes su tratamiento implicaba constantes desplazamientos a lugares de clima favorable, una forma de exilio, tal como lo es también la locura.[8] En 1919, Katherine Mansfield experimentó esas dos formas del exilio: aislamiento y delirio. Exhausta de padecer los agudos dolores que perturbaban sus hábitos, incapaz de escribir, dedicaba mucho tiempo a observar y escuchar el mar, suscitando percepciones que empezaron a multiplicarse en palabras y fórmulas que aludían a la apariencia de las aguas (texturas, colores y formas) y otras que le atribuían rasgos humanos más bien tenebrosos, que empezaban a colarse en sus sueños y a irrumpir en alucinaciones que la poseían.

Entre los apuntes de sus cuadernos, compilados y seleccionados por su viudo y albacea en una edición, quizá tendenciosa, llamada Diarios (1918-1922) (2022), a medida que avanza su malestar, las anotaciones que remiten al mar son cada vez más rotundas y se suceden con menores intervalos: «A veces somos arrojados fuera de la vida, después es como si nos sostuvieran en ese vacío por un momento, y luego caemos otra vez contra las rocas, resplandecientes, rotos y rutilantes, de nuevo arrojados y mezclados con el ir y venir de la marea».[9] El mar es cuerpo vivo, imagen y metáfora. A ratos la aquieta, la arrulla y luego la sacude, se le vuelve en contra: gruñe, bulle, grita, ruge, devora el aire.

Que el agua devore el aire no es un simple delirio, pues coincide con una creencia caprichosa de la época. En su ensayo La enfermedad y sus metáforas (1980), Susan Sontag cuenta que, entre otras supersticiones, la tuberculosis era considerada una enfermedad de líquidos (flema, mucosidad y sangre), una enfermedad húmeda; es decir, el interior del cuerpo se había mojado y había que secarlo (de ahí la terapia de los traslados hacia lugares secos). En buenas cuentas, lo que Katherine Mansfield testimonia en su diario es la angustia de su propio sofoco: los pulmones se le llenaban de agua y le quitaban el aliento, la vida: «Tengo tuberculosis. Todavía hay una buena cantidad de agua (y dolor) en mi pulmón enfermo. Pero no me importa».[10] No es fácil admitir la veracidad de esa declaración indolente.

Si el hecho de haber crecido junto al mar, o habitarlo circunstancialmente, hace una diferencia, tal vez Celia Paul nunca hubiese pintado esos paisajes que le ayudaron a procesar la muerte de su madre —al menos así lo intuye mirando su vida en retrospectiva―. Si en ella la cercanía del mar logró transferir esa impronta biográfica, este tipo de vínculo, en la experiencia de Orhan Pamuk, además de delinear los trazos de una vida surte un efecto de mayor alcance, pues el agua, puntualmente el Bósforo (en turco «garganta», significado que en Pamuk se mezcla con la idea de «tomar aire», salud y cura), trama el destino de un pueblo entero. El libro magistral que dedica a Estambul es un acto de amor: la ciudad es tratada como un cuerpo que, aun aprendido de memoria, conserva su misterio sin dejar de ser deseado.

Pamuk es de los pocos escritores que abordan una ciudad en la que se ha permanecido toda la vida: «Cincuenta años en las mismas calles, las letras, los colores, las imágenes y la consistencia de las casualidades ocultas o expresas, que es lo que mantiene todo unido».[11] La ciudad que forjó su carácter acontece como palimpsesto: una sobreposición de capas que ocultan sin suprimir las huellas. Esa densidad, le parece, hace verosímil la posibilidad de encontrarse por ahí, en cualquier esquina de Estambul, con los fantasmas que transitan su memoria. A diferencia del viajero que se encandila ante un hallazgo, Pamuk y Estambul son viejos huesos de un mismo animal. A sus ojos, el Bósforo implica un estado singular del ánimo, la amargura, sentimiento en el que viven inmersas millones de personas que habitaron en todos los tiempos. Un punto de encuentro entre los vivos y los muertos. La emoción que lo impregna todo, donde sea que se mire, para Pamuk equivale a la bruma que se desplaza como una masa lenta sobre las aguas del Bósforo en las frías noches de invierno cuando de repente sale el sol. Imagen que encadena, en otra parte del libro de manera conmovedora, al trasladar el sentimiento que evoca la disipación de la bruma nocturna al vapor que se acumula en una ventana bajo la que hierve una tetera un día de invierno, cuyo vaho interviene dibujando o escribiendo, como hacen los niños, sobre el cristal, alejando con ello la pena.

La delicadeza de este cruce que arma Pamuk con tan pocos elementos, resulta fascinante por la fidelidad que confiere a determinada materia de contener una atmósfera: el agua en estado de bruma o vaho. Es decir, en sus pequeñas partículas, impregnadas del sentimiento colectivo dado por el Bósforo, el estado de ánimo general se cuela en una escena interior, cargada de intimidad.

Asimismo Canetti —que vivió en demasiadas ciudades, pero nació a orillas de un río—, en su monumental ensayo Masa y poder (2005), dedica numerosas páginas a escudriñar en las caras y el comportamiento del agua, desde la conmiseración que inspiran las gotas, trágicamente aisladas como los hombres, a su forma más inmensa y plagada de atributos, pues lo engloba todo y nada puede colmarlo. El mar, dice Canetti, no tiene límites internos ni divisiones territoriales, y su idioma es uno solo del que nadie puede ser excluido.[12] Pero a la vez el mar tiene una voz cambiante que, al igual que sus olas, nunca son las mismas.

 

[1] Llinás en Balnearios.

[2] Claudio Magris, Revista Granta 17/4, 2026, p. 17.

[3] Charles Baudelaire, «El hombre y el mar» (Trad. Enrique López Castellón).

[4] Gaston Bachelard, El agua y los sueños (México: FCE, 1978, 25).

[5] Celia Paul, Cartas a Gwen John (Buenos Aires: Chai, 2023).

[6] Celia Paul, Autorretrato (Buenos Aires: Chai, 2021, 194).

[7] Celia Paul de internet.

[8] Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas (Buenos Aires: Debolsillo, 2012, 46).

[9] Katherine Mansfield, Diarios (1918-1922) (Buenos Aires: Chai, 2022, 195).

[10] Ibid, p. 163.

[11] Orhan Pamuk, Estambul (Bogotá: Debolsillo, 2007, 132).

[12] Elias Canetti, Masa y poder (Barcelona: Debolsillo, 2005, 158).

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