El Mito — 30 noviembre, 2015 at 8:29 pm

Un Barco detenido en medio de un sueño: crítica a la novela Motel Ciudad Negra

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Crítica a la novela Motel Ciudad Negra de Cristóbal Gaete (Hebra Editorial, 2014)

Por Claudio Maldonado

 

Cuando era niño, influenciado quizás por la gráfica de los videojuegos, me di a la tarea de dibujar una ciudad emplazada en el cerro Condell de Curicó. El proyecto era construir un sinfín de escaleras que tuvieran una conexión total entre sí. No importaba el costo, las casas tenían que adaptarse a esa pretensión delirante y absurda de la súper escalera total. Una vez trazada la ciudad venía el juego: un individuo con cabeza de pelota y cuerpo de palitos aparecía dibujado y listo para pasear. El sujeto subía, bajaba, pasaba por los puentecillos comunicantes hasta que de pronto chocaba frente a frente con una fogata. Entonces debía retroceder y entrar por las puertas de las casas deformes (el juego indicaba que no podía permanecer mucho tiempo ahí) Debía seguir con su paseo, pero una segunda, una tercera y cuarta fogata esparcida con lápiz pasta rojo furioso transformaba al sujeto en un huidor oficial. Su destino lo trazaba el recorrido de las escaleras que aún no estaban incendiadas, las casas desaparecían con rayones negros y el sujeto debía confiar en mí, en su salvador, en la perfección de la sincronía de escaleras conectadas. Las fogatas aumentaban hasta la saturación (en ocasiones las variantes eran perros rabiosos o paquetes de dinamita) Llegaba el fin del juego, el momento en que el sujeto quedaba atrapado en una falla sin retorno. La ciudad del cerro siempre lo vencía. Al quedar frente a una puerta quemada, o en un triángulo de escalones sin salida, mi sujeto moría sin remedio, convirtiéndose en un montón más de las cenizas del Condell. Esta precaria invención que un día tuve, esa ciudad de papel, tan al margen del damero potreril del Curicó que conocía, es quizás la forma más cercana que tengo para esbozar una interpretaciónsobre lo que más me atrae de la novela Motel Ciudad Negra de Cristóbal Gaete: la invención de una ciudad imaginaria de provincia, que se va construyendo a través de la observación que hace un sujeto mientras relata su aventura. También es factible decir que la ciudad le da un sentido a este observador, le da vida a un personaje protagonista que se va armando en la medida en que logra recoger pistas acerca de su existencia. Esta reciprocidad que se vuelve maldita, por lo menos es un gesto, un intento del autor por aprehender al ser en la novela, una batalla casi perdida por unir los fragmentos del hombre contemporáneo.

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            El narrar una visión particular de ciudad de provincia constituye uno de los ejes de la narrativa de Cristóbal Gaete, pero en esta tercera entrega supera con creces los intentos de sus dos libros anteriores. En Valpore(2009) la caricatura febril y sarcástica de la marginalidad porteña pretende romper con la postal patrimonial y nos entrega una ciudad hiperbólica, donde las acciones se suceden unas a otras compitiendo en rapidez y morbo frenético, lo que le resta profundidad a un discurso descriptivo y a ratos efectista, en que los personajes no importan mucho y sólo vale lo que hacen. Si esto pudiese constituir un defecto, también hay que decir que Gaete asume el riesgo de ser una “canción punk”, de ser un creativo entre tanto narrador miedoso y pendiente por tocar los temas “infalibles” del paladar literario del gringo o el europeo “consciente”. En Paltarrealismo (2014), segundo libro del autor, la ciudad se expande más allá del puerto y configura una entidad donde la provincia instala su escenario en un pueblo enajenado por la producción de paltas. En este espacio, la presentación de un lenguaje tecnificado e industrial, condiciona los nombres y los perfiles tanto de explotados como de explotadores y que al decir de Felipe Moncada (en unas de las críticas a la novela) se recrea una neofeudalidad, donde el pueblo cambia porque se ha llenado de “cosas de la ciudad”. El cómo entender la nueva realidad donde se habita es el punto de conflicto, porque este nuevo espacio cambiará sin freno, pero no así el desconsuelo de sus habitantes de vivir siempre en lo mismo. En Paltarrealismo, Gaete, logra intervenir espacios como Limache, Quillota y Olmué, absorbidos por un capitalismo feroz que viene de otro lado, de muy lejos, y poco tiene que ver con el corazón y el espíritu casi pre moderno de sus habitantes.

Dicho lo anterior, volvamos al Motel Ciudad Negra y a la construcción de la ciudad inventada. El observador ingresa al motel de la ciudad y parece estar buscando algo, abre y cierra puertas, hasta que aparece Mona, una mujer que encarna los deseos y la decadencia de todos los personajes que aparecerán y desaparecerán en el recorrido frenético del protagonista, que recorre pasillos, calles y bares. Dando testimonio del existir de drogos, borrachines y artistoides estragados en sus vidas de mierda. El motel se configura como el corazón de la hipocresía chilensis, con sus ventanas tapadas por ropas y un sexo tristemente porno, símbolo del zoom monocorde de la hiperrealidad, donde el acto de la ilusión no tiene cabida en un mundo de cabezas y botellas estrelladas contra el pavimento. Ante este panorama caótico, la lógica del observador es darle un orden a la ciudad, que al parecer sólo está en sus sueños, en su interior, en su deseo de escapar de aquel lugar: “No se puede salir de una ciudad si no es posible salir de una habitación” (p.11). Entonces la liberación es siempre personal, no hay nadie en la ciudad en quien confiar, no hay fe en el orden = verdad= jerarquía= capitalismo extremo. Tampoco hay fe en la figura arquetípica del burgués decante a lo Bukowski, que gracias al seguro del paro (que por estos pagos sólo es literatura) se consuela al decir: “Dale a un hombre cuatro paredes y moverá al mundo”. Pareciera que para el observador no hay esperanza: “Discutir de las cosas que discutíamos era hablar de novelas, no tiene sentido” (p.23). El consuelo del observador es internarse casualmente por la zona más oscura, el motel y sus meandros cercanos, y ahí construir una ciudad personal, que lo ampare de un futuro que no existe, sino que es más bien un sueño de la razón: “Trataste de salir, de vivir una familia, de ir todos los días a trabajar, pero cuando salías a la calle era inevitable caminar al Motel y sus bares” (p.27). El protagonista es “libre” al internarse por el motel y en ese caos construye algo precario, pero muy propio: la capacidad de darle a su ciudad un lenguaje propio, un tiempo – espacio que no sólo le sirve para la evasión necesaria, sino también para construir su identidad de Observador en permanente trajín y también para no ser tocado por la ciudad real (la de la juerga v/s el trabajo agobiante). Este sería el gran triunfo del observador, deconstruir la ciudad normada y fijar las reglas de una interior, para no ser tocado por nadie, a través del tejido de un mapa que impida un eventual desorden y que convierta a los signos (los del mapa) en una permanencia inalterable en el tiempo. Cristóbal Gaete pone en juego a su protagonista para lograr este objetivo. A través de la aventura del viaje le confiere la misión de Escribiente, el deber de dar fe con su palabra escrita a la nueva ciudad personal. Este proyecto de eternidad le permite al Observador transitar por los pasillos del motel y en un abrir y cerrar de ojos entrar a un barco encallado justo en medio de una calle, y bailar y fornicar y disfrutar de una banda de escolares que pasa por encima de unos punkis en coma etílico. Es decir, el observador, puede vivir en su mundo, en una multiplicidad de destellos delirantes y fantásticos que además lo protegerán de los perros rabiosos, las fogatas, los paquetes de dinamita o las jeringas infectadas que la Ciudad Capitalista normada le intente instalar para hacerlo presa del miedo y la uniformidad. La ciudad escrita de Gaete se ha liberado del dibujo de aquel niño proyectista pretencioso y fatal que alguna vez existió. Las escaleras del Motel Ciudad Negra parecieran recrear una y otra vez una tragedia sin fin, conformando una ficción poética de alto poder creativo, arriesgada y necesaria para el panorama actual de la narrativa chilena.

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