Por Ze Pequenho
El frío de aquella mañana de agosto era solo un aditivo para seguir empeorando el día del elefantiásico prefecto Quiñones que, despatarrado en su bergere, tras su cuarta taza de café, volvía a releer los titulares en rojo del matutino: “Asesino vuelve a atacar. Brigada de homicidios en jaque”.
El café le quema, le queda a medio camino entre la garganta y el esófago, se atraganta, se atora, tose, se ahoga, aspira desesperado, vuelve a llenar sus pulmones de aire y vocifera desde su oficina:
-¡Inspector Yévenes!
El aullido chillón del jefe de la brigada retumba, rebotando por todos los espacios y rincones del cuarto piso del edificio de la PDI en Santiago.
El aludido, algo pequeño y simplón para el cargo, pero con la inteligencia necesaria para subir rápidamente en el escalafón, desprestigiando, tramando o delatando a cualquier colega que se interponga en su camino de ascenso constante, llega presuroso y golpea suavemente la puerta del jefe.
-¡Buenos días jefe! ¿Para qué le soy útil?
-Hasta el momento usted es un inútil, inepto y cagón. ¿Cuántas veces le he dicho que a la prensa no hay que darle ni un centímetro de ventaja? ¿Qué le costaba aclararles que estamos realizando peritajes científico-técnicos a las víctimas, que ya tenemos sospechosos y que en cualquier momento aclaramos el caso de las seis mujeres muertas y entregamos al criminal a la justicia para dejar a la opinión pública tranquila? Pero no, se hace el de las chacras. En 20 años ningún inspector en jefe de la brigada de homicidios había sido tan hueón.
-Disculpe jefe, pasé por alto ese detalle.
-¡Detalle! Ese detalle está desprestigiando a la institución; preocúpese del detalle ahora mismo, vaya a relaciones públicas para que le redacten una declaración.
-Si jefe, es justo lo que estaba haciendo…
-Ya, ¿y qué pasa con los sospechosos? ¿Tenemos pruebas? ¿Han confesado? ¿Se han contradicho en algo?
-Aún no, jefe. Cada uno tiene una coartada, están limpios…, hasta el momento…, pero no se preocupe, ya van a cometer un error. Es cosa de tiempo.
-Si es necesario métalos al cajón con pirañas, enchúfelos, haga lo que sea. Necesito al culpable antes de cinco días. ¿Me oye?
-Sí señor.
-Culpable y con pruebas que pueda entender hasta el más hueón de los chilenos.
-Tengo un equipo trabajando en ello, señor.
-¿Qué le pasa, Yévenes? Anda como si le hubieran dado como caja toda la noche.
-Mi madre, jefe. Cada vez está peor de salud.
-Ya, ¡fuera! No me venga a ablandar el corazón con su santa madre el hueón mamón, ¡y a trabajar!
-Por supuesto, jefe…, a propósito, tenemos un detenido que exige hablar con usted. Se llama Gustavo Huerta, dice que lo conoce.
-El detective privado. ¿Por qué lo encanaron?
-Anoche, jefe, en una redada por posesión de marihuana.
-¿Cuánta?
-El informe del detective Silva dice que con 50 gramos. Al requerirlos para derivarlos a Fiscalía solo se me entregó una colilla. Creo que hay algo extraño con el detective Silva, señor.
-Bueno, bueno, luego vemos lo de Silva. Así que tenemos al vago de Huerta en nuestras dependencias; mira que es chico el mundo. Vago, alcohólico y drogadicto, pero con una cueva para resolver acertijos policiales increíble. Antiguamente se nacía o no se nacía con ese olfato de sabueso, y éste se desarrollaba en la calle. Ahora no, los fabrican en serie, como las lavadoras. Lo único que los diferencia a unos de otros es esa pequeña dosis de ambición que les inyectan a los que destacan. ¿Para qué? Para que algún día me aserruchen el piso estos conchesumadres. Qué no daría por tener a mi compadre Chueco bajo mi mando. Él solito resolvió el caso del atentado a mi general. Claro, después lo pillaron traficando drogas. Nadie es perfecto, todos tenemos nuestro lado oscuro, pero qué buen policía era mi compadre Chueco. Ahora retírese y tráigame a Huerta, mire que le debo un favor. Gracias a él estoy en este puesto.
-Sí jefe. Al momento le traigo a ese pelafustán.
Yévenes camina ligero, eléctrico, dejando tras sí una estela de resentimiento. Baja las escaleras hasta el subsuelo del edificio donde se encuentran las celdas de detenidos. Saluda seco, indiferente, con ese toque de desprecio que lo caracteriza entre sus subordinados. Luego ordena al vigilante de turno:
-Tráeme a Gustavo Huerta de la celda 7.
-¿Al volaito, mi inspector?
-Ese mismo hueón, el jefe lo quiere ver. Apúrate, que no tengo todo el día.
-Sí señor.
El vigilante toma un manojo de llaves, baja los peldaños, abre una puerta central que lo instala en un pasillo. Un olor pestilente golpea sus sentidos. Mezcla de orina, sudor y feca, más la humedad, hacen un conjunto repelente y nauseabundo. Toma el manojo de la cintura y abre la celda 7, gritando:
-Despierta, Bob Marley, vai saliendo. Parece que sí tenías santos en la corte, hueón.
Huerta se despereza, se estira, se levanta. Sobre sus hombros siente un pigmeo que machaca con ambas manos su cabeza. Sale de la celda, y a cada paso el pigmeo muele con un martillo el cráneo. Sale escoltado por el vigilante, llegan a la caseta de guardia, donde Yévenes lo recibe con caras de pocos amigos y una mueca de asco.
-Así que eres detective privado y conoces a mi prefecto Quiñones. ¿Qué te crees, hueón? ¿Qué te vas a librar de ésta? Yo mismo me voy a encargar de que te procesen por tráfico de drogas –dirigiéndose al vigilante-. Ponle las esposas y la capucha para que no se aprenda el camino este hueón.
Lo conduce por laberínticos pasillos, escaleras, ascensores, hasta que bajo su capucha Huerta siente que se encuentra en un espacio de más luz y más actividad, con tecleo constante y al ring de los teléfonos. El murmullo de muchas personas hablando al mismo tiempo le indican que ha llegado a las oficinas. Camina y choca con algunos escritorios, recibe algunos golpes en la cabeza a cambio, que lo hacen ver una luz relampagueante en su capucha oscura. Yévenes lo conduce tomado de los hombros y lo hace chocar a propósito, hasta que se detiene. Carraspea para afinar la garganta y golpea tres veces en una puerta.
-Permiso jefe, aquí le traigo al detenido por drogas.
-Sáquele las esposas y la capucha, no sea estúpido.
-Sí señor. ¡Date vuelta! –ordena- No me mires.
Saluda Quiñones:
-Gustavo Huerta, ¡presta la cara pá trancar la puerta! ¿Qué te pasó, hueón? ¿Te caíste al frasco otra vez?
-Venía saliendo del Indianápolis y una piola de sus cancerberos me hizo un control de detención.
-Y te pillaron 100 gramos de marihuana.
-Usted sabe, Quiñones, que nunca porto más de lo que fumo. Andaba con una colita que había apagado antes de entrar al boliche. Usted sabe que soy consumidor.
-Sí, y que la yerba maldita te despierta los sentidos. No sabes cuantas veces he escuchado el mismo cuento.
-Cada uno tiene sus debilidades, Quiñones, incluso usted mismo. Si se limpiara las narices no se le notaría nada.
-Jajaja. Es solo para el dolor de huesos, terapéutico nada más. Y bueno Huerta, ¿qué quieres? Estoy en deuda contigo. Si quieres puedo dejar nula tu detención. Incluso puedo llevarte tu colita, pero te vas. No me gusta tenerte en la ciudad, Huerta. ¿Me captas?
-El punto, mi estimado prefecto Quiñones, es que llevo una semana en la capital atraído por el asesino en serie. ¿Cuántas lleva?, ¿cinco mujeres? Todas bajo el mismo patrón. O sea que es metódico, no deja nada al azar. No deja huellas ni de él ni de sus víctimas. ¿Es cierto que les desfigura la cara y les cercena los dedos para que no las identifiquen?
-Son seis, Huerta. Anoche encontraron a la última en las mismas condiciones; dime una cosa, ¿cómo te enteraste de todos esos detalles?
-Fácilmente, mi amigo: La prensa. Al parecer el periodismo policial anda un paso más adelante que ustedes. Dejando de lado lo escabroso y truculento del trabajo periodístico, he llegado a estas conclusiones.
-¿Y qué pretendes, Huerta? ¿Atrapar al asesino? Ni lo pienses. En este caso trabajan los mejores peritos e investigadores del país. Incluso ya tenemos resultados. Tengo detenidos a tres posibles sospechosos, así que no te hagas ilusiones. Puedes irte, no te aproveches de mi buena voluntad.
-Justamente quería pedirle lo contrario. Este agradable fin de semana, en sus mazmorras, he tenido la oportunidad de estudiar a sus supuestos sospechosos, que si bien son unos monstruos que con su sola presencia serían culpables de cualquier atrocidad, creo que les falta “algo”. Sospecho que son inocentes los tres.
-No hables huevadas, Huerta, y no te interpongas en un procedimiento policial. Sabes que te lo puedo mandar a guardar hasta las berenjenas por eso; ahora dime una cosa, ¿qué es ese “algo” que, según tú, carecen mis sospechosos?
-Motivos, prefecto. Un criminal necesita de un motivo, sea éste sano o insano, siempre hay algo que lo mueve. Es más fuerte que él, no puede controlarlo. Además esta sexta víctima confirma mis sospechas; dígame si no tengo razón.
-Está bien, Huerta, reconozco que puedes estar en lo cierto; pero estoy bajo presión, el gobierno y la ciudadanía me exigen resultados.
-¿Está dispuesto a fabricar un culpable para aplacar a la opinión pública y dejar a ese asesino en las calles?
-Sí, si es necesario. Es parte del procedimiento. En la mayoría de los casos el asesino se repliega satisfecho, pensando que es un genio, hasta que vuelve y comete un error.
-Sí, claro. Como el violador de Maipú, el psicópata de Alto Hospicio, el crimen de Jorge Matute o el de Hans Pozo, delitos jamás resueltos policial ni jurídicamente.
-La gente, Huerta, tiene memoria de corto plazo. Cuando este caso deje de interesarle a la prensa dejará de existir, y punto.
-Quiñones, por favor, déjeme participar o escuchar los interrogatorios por lo menos para absolver a esos tres desgraciados; ya los dos sabemos que son inocentes. Busquemos al culpable, se lo suplico. No esperemos una séptima u octava víctima. Estoy seguro que nada lo detendrá, ni siquiera un supuesto culpable que lo deje impune. Además, a usted no le vendría nada mal retirarse como director de la Policía de Investigaciones.
-Está bien, está bien, no sigas, que tocas mis fibras sensibles. Te dejaré solo observar el procedimiento, nada más, y ahí quedamos a mano.
-Por favor, prefecto, déjeme ver los archivos, los informes forenses, cotejar la información, lo que tenga a mano.
-Está bien. Voy al baño. Tienes cuarenta y cinco minutos. Encima están las carpetas, ve si puedes sacar algo en limpio. Están aquí todos los informes del Instituto Médico Legal y de los especialistas forenses.
-Gracias, Quiñones. ¿Quién más tiene acceso a esta información?
-Como tiene que ser siempre pó hueón. Yo, solamente yo.
Huerta lee, ordena, recopila, deduce, teoriza, hace algunos llamados, hasta que luego de una hora exacta vuelve el prefecto a su oficina.
-Listo Huerta, quedé como pluma. Vamos al segundo piso a ver el interrogatorio. Ya está todo arreglado.
Se acomodan detrás de un vidrio. Entra el primer detenido, esposado y con capucha. Lo sientan y se la quitan. Inicia Yévenes las preguntas junto a otro detective.
-¿Cómo te llamas?
-Mi nombre es Frankenstein, como mi padre.
-¿Sabes por qué estás aquí?
-No tengo idea. Por obra y gracia del Espíritu Santo me encontraba predicando la Buena Nueva en una plaza cuando fui detenido.
-Ya, ¿y qué me dices de las víctimas y las pruebas que encontramos en tu casa?
-No sé de qué víctimas me habla. Además no tengo casa, soy indigente.
-Tú mataste a seis mujeres.
-Señor, mi cuerpo fue construido de siete seres humanos. Jehová nuestro señor me perdonó y me dejó existir. Yo solo quiero vivir y alabar a nuestro Señor Jesucristo. ¡Gloria al Pulento! ¡Gloria al Magnífico! ¡Gloria a ti Señor!
-Ya, ¡saquen a este canuto desgraciado de mi vista!
-¡Que Dios perdone y se apiade de sus almas pecadoras! –sale gritando el hermano Frankenstein.
Ingresa el segundo detenido, algo más siniestro y silencioso. Se sienta tranquilo, parsimonioso, como en una obra teatral. Como un látigo, Yévenes golpea.
-¿Nombre?
-Yo soy el Conde Drácula, lo sabes muy bien.
-Sé muy bien quién eres, como también sé por qué estás aquí, señorito aristócrata.
-Si lo sabes, ¿por qué no me lo dices? Yo ando más perdido que Lucifer en la última cena.
-Tú drenaste la sangre de seis víctimas inocentes. Fueron secadas. No hay nadie en el mundo capaz de dejar una víctima sin una sola gota de sangre. Solo tú podrías haber sido.
-Eso es irrisorio. Llevo 30 años rehabilitado. Durante todo este tiempo no me he alimentado de sangre humana. Yo mismo limo mis colmillos, estoy bajo tratamiento, tengo un “pelet” en mi antebrazo. El solo hecho de imaginarme el color de ese líquido me repugna. Soy vegano. ¿No ves que me estoy poniendo verde?
-Eres el único de tu especie que queda, Drácula. Eres mi principal sospechoso. Confiesa, y podrías llegar a un juicio abreviado.
-Ya te dije que estoy reinsertado, y aunque no ha sido fácil, me la juego por vivir una existencia normal. Incluso estoy controlado y vigilado constantemente; aunque no tengo oportunidades laborales que me ayuden a socializar con la especie humana, vivo de las rentas; soy un ejemplo de que el cambio es posible.
-Nada te salvará esta vez, Drácula. Ni siquiera esas instituciones que te apadrinan y te declaran especie en extinción; ya estás frito. Dime la verdad y lleguemos a un acuerdo. No me obligues a usar el ajo nuevamente.
-No, por favor, el ajo no. Yo sólo quiero dormir en mi féretro nuevamente.
Huerta toma nota, estudia gestos, movimientos, escribe algo en su libreta, arranca el papel y pregunta:
-Ninguna de las víctimas tiene mordidas en el cuello, ¿no es cierto?
-No –responde el prefecto-. Solo marcas de agujas hipodérmicas en sus brazos.
-¿Podría usted hacerme este favor?
Huerta le entrega el papel a prefecto, quien lo lee y dice asombrado:
-¿Estás seguro de lo que me estás pidiendo, Huerta? Esto no es un juego, y si se descubre tendría que jubilarme por anticipado.
-¿Puede hacerlo, prefecto?
-Sí, puedo. Lo otro está más a mi alcance, pero va contra mis principios.
-Perfecto. Ahí viene entrando el tercer sospechoso.
El Hombre Lobo se sienta y olisquea el aire, mira directamente al vidrio polarizado y dice burlesco:
-Parece que alguien se pegó unas fumaditas de porro.
Huerta se inquieta, se sonroja y dice disculpándose:
-Había una colita en el cenicero de su escritorio, Quiñones.
-Sí, y ésa me la vas a tener que pagar con la tuya, ¿oíste?
-Sí señor. Pero la mía estaba mejor.
Yévenes acecha, amenaza con balas de plata, intimida jugando a la ruleta rusa. El Hombre Lobo se defiende, clama, aúlla…
-¡Justicia! ¡Justicia! Me voy a quejar a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. ¡El Estado policial chileno criminaliza la diferencia! Invocaré el Tratado de Ginebra por el trato cruel al que he sido sometido, por las torturas físicas y psicológicas que he recibido; me declaro en rebeldía ante el Estado que no protege a sus ciudadanos y permite que la justicia sea manipulada por los esbirros del Estado de derecha. ¡No más política de aniquilamiento contra el pueblo! No existe el enemigo interno, somos todos ciudadanos del mismo país. Protesto y me declaro en huelga de hambre hasta las últimas consecuencias. ¡Compañeros Presos Políticos Mapuches! ¡Presente! Ahora y siempre. ¡Fin al lucro de la educación! ¡El pueblo unido jamás será vencido! ¡Ni perdón ni olvido! Porque no es posible que…
Los asistentes al discurso del Hombre Lobo están atónitos, sus ojos y sus bocas abiertos de asombro. Solo Yévenes es capaz de romper con la atmósfera incendiaria.
-¡Basta, Hombre Lobo! ¡Basta! Quieres trato de preso político y no has tirado ni una piedra.
-Soy víctima del Estado y su política represiva. Soy inocente de todos los cargos que se me imputan.
-Tengo aquí una denuncia de tu vecino por acoso sexual, por lo tanto tan inocente no eres.
-Si lo dice por Ninuska, la perrita siberiana de don Raúl, esa relación ya terminó. Era demasiado cachorrita para mí. ¿O es por Candela, la chau chau de la señorita Marta?
-Definitivamente, esto no nos va a llevar a nada –dice susurrante Huerta al prefecto Quiñones-. Pongamos manos a la obra y detengamos el próximo asesinato.
Horas más tarde, en la sala de prensa del cuartel de Investigaciones, el mismísimo prefecto Quiñones da una conferencia de prensa.
-Luego de un arduo trabajo científico-técnico realizado por los mejores peritos de la Policía de Investigaciones, hemos logrado identificar y cerrar cada vez más el cerco al criminal responsable de los asesinatos. Afortunadamente, la última víctima, identificada como Jéssica Pacheco, logró sobrevivir y está en pleno proceso de recuperación. Una vez que esté en condiciones podrá declarar e identificar al asesino.
-Prefecto, ¿por qué las está matando? –pregunta un periodista.
-Eso es parte de la investigación. Solo puedo adelantarles que todas las víctimas tenían el mismo tipo sanguíneo: O4 positivo, y que estaban todas inscritas como donantes de sangre. Por lo tanto, los ciudadanos deben estar tranquilos ya que los mejores están trabajando en este caso. Eso es todo, que tengan buenas noches.
Huerta se acerca satisfecho, palmotea la espalda del prefecto.
-Bien hecho, Quiñones. Mañana lo espero en el banco de sangre del Hospital Central. Vaya preparado para atrapar al asesino.
Al otro día, por la mañana, Huerta camina sin prisa por los alrededores del hospital, previendo las posibles salidas que tendrá el asesino. A las ocho y cuarenta y cinco conversa con Quiñones y su equipo. Éste los distribuye en lugares estratégicos. Luego, juntos, ingresan al hospital. La sala colmada de pacientes en espera, la mayoría de ellos donantes de sangre. Huerta se acerca a la recepción, consulta con la enfermera y ésta los deriva a una puerta lateral. Ingresan a un pasillo. El olor a desinfectante lo impregna todo. A ambos lados, pacientes en sus camillas. Los recibe Yévenes, inquieto, junto a él una mujer anciana, pálida, casi transparente, mira absorta al vacío.
-Prefecto Quiñones, Huerta, ¿Qué los trae por aquí?
-Venimos a enterarnos del estado de salud de su madre, Yévenes –dice Huerta-. ¿Qué enfermedad sufre?
-Ella tiene una anemia aplástica aguda –contesta Yévenes balbuceante.
-Sí, ya nos habíamos enterado. Enfermedad que requiere de transfusiones periódicas; también nos enteramos de que el grupo sanguíneo de su madre es el mismo de las víctimas; afortunadamente una sobrevivió, y podrá reconocerlo.
-Es imposible que haya sobrevivido. Revisé sus signos vitales antes de abandonarla en el basural.
Quiñones se acerca y, mientras esposa a su subordinado, dice:
-Señor Yévenes, queda usted detenido por el homicidio de seis mujeres. No se resista, tengo todas las salidas copadas.
Yévenes blanco, atónito, se entrega sin resistencia. Su mirada inyectada en odio atraviesa como una daga mortal al detective privado Gustavo Huerta. Una vez llevado al detenido, Quiñones, interrogativo, pregunta:
-¿Cómo lo supiste, Huerta?
-No lo sabía, Quiñones. En tu escritorio no solo encontré los informes, también las constantes solicitudes de licencia que Yévenes pedía y usted rechazaba; cometió el error de mencionar la enfermedad de su madre; me comuniqué con el hospital y me aseguraron que la señora Laura Zamorano, madre de Yévenes, llevaba más de un mes sin presentarse a sus transfusiones. Averigüé su grupo sanguíneo y era el mismo de las víctimas. ¿Ahora entiende por qué le pedí que le diera la licencia a Yévenes y que mintiera acerca de la víctima sobreviviente, para que éste volviera al hospital y, ya cercado, confesara?
-¿Estás seguro de que todo eso lo hiciste en una hora?
-Sí Quiñones. En una hora y con unas fumaditas.
Huerta se aleja caminando solitario, se detiene a mirar un álamo gigante, que le sonríe y le dice:
-De la que te salvaste, amiguito.
El chupacabras, mimetizado entre las hojas, le guiña un ojo…