Por Rossabetty Muñoz
Una mirada atenta se fija en la esquina mostrando su humedad de orines; en el muro y la carcoma de los humores callejeros; en los marcos de las ventanas, ese musgo que crece y sugiere un mundo ajeno y secreto respirando adosado al vidrio. Un mundo creciendo, palpitando allá afuera. Y están las bolsas de basura desparramadas en el suelo, el olor que emanan las carnicerías, la pena de las vitrinas pobres. En la noche se sueña con un pez reventado, aún agitándose sobre el muelle y que, encima, tiene rostro de niño.
Todo esto es también el sur que habitamos.
El que escribe convencido del poder de la palabra se hace cargo del revés de las cosas, de los intersticios, de esa parte de la realidad que no quieren ver los festejantes de este sistema. Quiero decir que no somos o no debiéramos ser, los escritores de hoy, vivientes del sur, los defensores de una visión bucólica; no somos y no debiéramos ser los guardianes de un supuesto paraíso natural donde los seres humanos son mejores que en el centro o las grandes urbes. Más allá de los estereotipos y prejuicios, nuestro esfuerzo ha de ser “decir el sur”, pero este, con las puntas afiladas, con todas sus impiedades y también maravillas.
Escribir acá, en el sur, es apenas una seña más de una identidad que el centro siempre ha mirado con sospecha. Los escritores que hemos elegidos quedarnos estamos en permanente estado de alerta para no dejarnos atrapar por las trampas de las categorías que nos sitúan y etiquetan. La condición de provincianos sureños no es una bandera, por cierto, pero tampoco es un lastre y tal vez sea, incluso, una ventaja: tenemos el salvaje espacio natural y despiadado para recordarnos cómo se nos arrojó desde el principio a una vida áspera y bella. Y tenemos también la demora del tiempo – o de la ilusión del tiempo – para notar las imperceptibles huellas que va dejando su transcurrir. Uno puede aquí usar el ojo como un lente de microscopio para examinar, ver, una sección del tejido en descomposición y dedicarse a su análisis; declarar, recrear, denunciar el estado de la lesión. Reparar, incluso. ¿Por qué no? Las palabras, desde muy antiguo, han sido también sanación para muchas sabias comunidades.
Ningún movimiento en el follaje.
ni suena el río en su tajo.
Se diría un cristal enverdecido
esta tarde de ardiente.
A orillas del mar
soldaditos montan
a las chicas del pueblo
mientras espían los hijos
de contingentes anteriores.
Son niños sin barcos
cruzándoles las pupilas.
Nada les ilumina más
que el hallazgo de una rata viva
a quien sacarle los ojos.
Despierta el pueblo
en su gris acostumbrado.
Rumor de carnicería
y sangre goteando desde las presas.
Tras el vidrio enrojecido,
tras el filo del cuchillo,
un gesto dulce atraviesa la calle
y se deshace, mínimo,
en la espesura del aire.
La aridez de las huertas
terminó por cansar a todas.
Nada, ni las zanahorias
crecían en eses pedregal.
Partirse el lomo
por un puñado de cilantro.
¿Y las flores? Dirán
¿Y esas dalias enormes, como árboles?
No me recuerden a esas carnívoras.
Parecía que lustraban sus pétalos
al olor de la desgracia.
Crecían, se abrían, movían sus estambres
a medida que íbamos cayendo.
Un espeso olor a semen
se descuelga de los techos,
escurre y se apoza
en la puerta de ciertas casas.
Las esposas sorprendidas en adulterio
riegan sus dalias gigantes.
Simulan no oír / no oyen
el insistente golpear del hacha
en el patio trasero.
Hay días en que se puede caminar
sobre el odio endurecido.
Ocurre que, mirado desde arriba,
seduce este camino: un hilo entre el verde
que desemboca en el pueblo arrinconado.
Un aviador italiano, alguna vez,
bajó en playa y se quedó para siempre.
Ahí, el fuselaje parchado, las cortinas
la herrumbrosa puerta de emergencia.
El aso es que las dalias voltean
lado a lado, engatusando
y flamean los trapos azules.
Un aire cargado de suspiros, te lo advierto,
producirá esa inquietud en el bajo vientre
y querrás bajar, oh sí.
(así me lamía la rata
me lamía ella, saboreando)
Afuera, el pueblo estacionado.
La misma señora en zapatillas
cruzando a comprar
con la chauchera en la mano;
el mismo taxi
salpicando agua sucia,
niños escarbando con un palo
las pozas de la calle.
de los cerros.
Sólo en el páramo interior
se acumula el devenir
y el cuerpo escupe rictus,
arrugas, agarrotar de huesos.
Tuvieron que venir a rematar las ratas
porque esto iba para largo.
La gracia ha de caer en llamaradas
sobre las ruinas
sobre cada árbol, cerro, hendedura.
Un santo oficio sobre la naturaleza.
Y tal vez mi cuerpo
con sus grietas y copas
se levantará otra vez.
Armaríamos entonces otras ciudades:
éstas tan frágiles hicimos.