Destacados, Portada, Textos — 8 octubre, 2022 at 6:02 pm

PALIMPSESTO URBANO

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por Catalina Porzio | fotografías Carla McKay

 

No hallarás nuevas tierras, no hallarás otros mares. / La ciudad te seguirá. / Vagarás por las mismas calles. / Y en los mismos barrios te harás viejo; / y entre las mismas paredes irás encaneciendo. / Siempre llegarás a esta ciudad.

[Cavafis, 2000: 17]

 

 

Venía de las selvas inextricables del jabalí y del uro; era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su tribu, no al universo. Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás, o que no ha visto con plenitud. Ve el día y los cipreses y el mármol. Ve un conjunto, que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos. Ninguna de esas fábricas (lo sé) lo impresiona por bella; lo tocan como ahora nos tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal. Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania.

[Borges, 1974: 558]

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La historia comienza al ras del suelo, con los pasos. Son el número, pero un número que no forma una serie. No se puede contar porque cada una de sus unidades pertenece a lo cualitativo: un estilo de aprehensión táctil y de apropiación cinética. Su hormigueo es un innumerable conjunto de singularidades. Las variedades de pasos son hechuras de espacios. Tejen los lugares.

[De Certeau, 2008: 5]

 

En las grandes ciudades, tanto los espacios como los lugares son diseñados y construidos: caminar, observar, estar en público, son parte del diseño y propósito como estar dentro para comer, dormir, hacer zapatos o el amor o música. La palabra ciudadano tiene que ver con ciudad, y la ciudad ideal se organiza en torno a la ciudadanía: en torno de la participación de la vida pública. (…) Caminar por las calles es lo que vincula la lectura del mapa con la propia vida vivida, el microcosmos personal con el macrocosmos público; permite entender el laberinto alrededor.

[Solnit, 2015: 269]

 

Ciudad se deriva del latín civitas, civitatis, civitatem y tiene el más noble significado para el género humano, por cuanto cada palabra obedece a una cosa nueva, y civitas, civitatis o civitatem implican la primera forma de organización en sociedad, el primer salto de las palizadas lacustres o las cavernas agresivas hasta la aglomeración de las familias con fines de mutua ayuda, cooperación, etcétera.

[Edwards Bello, 2009: 591]

 

Las ciudades están llenas de sorpresas, llenas de lo inesperado, de extraños encuentros, llenas de respuestas que no esperabas a tus preguntas. Tal vez por esta razón es que en su origen las ciudades eran lugares de intercambio. En contraste con la ciudad está el campo, tan diferente. El campo está lleno de lo que no sorprende. Al contrario, está lleno de lo esperado, de espera.

[Berger, 2007: 32]

 

Llorábamos, porque habíamos sido expulsados de la antigua Edad de Piedra a la nueva Edad de Piedra, de las estepas al fango de los ríos, de la noble cacería de los mamuts y los bisontes al esclavizante escarbar por tallos, de la libertad al masticar. Llorábamos porque estábamos cumpliendo la condena de esperar sentados, en el granero, el lapso de tiempo entre la siembra y la cosecha, por lo tanto, en habitar en casas.

[Flusser & Onetto, 2017: 13]

 

Una profecía muy señalada del período 1880-1920 ve en las ciudades el espacio de las sensaciones inexploradas, ya no solo el disolverse en la multitud como huida de control parroquial, ni las licencias que permite el consumo de alcohol, juego y prostitución, sino el aprendizaje de lo urbano como «naturaleza de relevo», el gusto por los paisajes insólitos, los cambios permanentes, las aglomeraciones, el encanto de la sordidez, las señas desastrosas del avance de la industria, la pérdida del sitio fijo que cada uno ocupaba en pueblos y pequeñas ciudades.

[Monsiváis, 2000: 207]

 

Una ciudad: piedra, cemento, asfalto. Desconocidos, monumentos, instituciones. Megalópolis. Ciudades tentaculares. Arterias. Muchedumbres.
¿Hormigueros?
¿Qué es el corazón de una ciudad? ¿El alma de una ciudad? ¿Por qué se dice que una ciudad es bonita o fea? ¿Qué tiene de bonito y de feo una ciudad? ¿Cómo se conoce una ciudad? ¿Cómo conoce uno su ciudad? (…) Nunca nos podremos explicar o justificar la ciudad. La ciudad está ahí. Es nuestro espacio y no tenemos otro. Hemos nacido en ciudades. Hemos crecido en ciudades. Respiramos en ciudades. Cuando cogemos el tren es para ir de una ciudad a otra ciudad. No hay nada de inhumano en una ciudad, como no sea nuestra propia humanidad.

[Perec, 2001: 99-100]

 

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Hay unos niños que salen al patio de la escuela en fila de a dos. Hay una mansión de finales de siglo completamente sola en medio de grandes edificios de cristal. Hay unas pequeñas cortinas de vichy en las ventanas, unos consumidores en las terrazas de los cafés, un gato que se calienta al sol, una señora cargada de paquetes que llama a un taxi, un centinela que monta guardia ante un edificio público. Hay unos basureros que llenan unos volquetes, unos revocadores de fachadas que instalan un andamio. Hay nodrizas en las plazoletas, libreros a lo largo de los paseos; hay cola ante la panadería, hay un señor que pasea a su perro, otro que lee su periódico sentado en un banco, otro mira a los obreros que están demoliendo una manzana de casas.

[Roudinesco, 2019: 35]

 

Las ciudades también son lugares inventados por la voluntad y el deseo, por la escritura, por la multitud desconocida.

[Arroyo, 2016]

 

La forma de la ciudad cambia más rápido, ay, que el corazón de un mortal.

[Baudelaire]

 

Así —dice alguien— se confirma la hipótesis de que cada hombre lleva en su mente una ciudad hecha solo de diferencias, una ciudad sin figuras y sin forma, y las ciudades particulares la rellenan.

[Calvino, 1998: 47]

 

La historia del psicoanálisis es también la historia de un geopsicoanálisis cuyo territorio arquelógico sería el de las ciudades, todas parecidas y todas distintas unas de otras. (…) Me gustan las ciudades, me gustan los ruidos de la ciudad, la multitud, los cafés, los restaurantes, y por lo tanto me gusta que el psicoanálisis esté implantado en las ciudades, incluso en las megalópolis, donde la angustia va a la par de la interrogación del sujeto sobre sí mismo. Explorar el propio inconsciente siempre implica soltar algo, a costa de conservar su huella en el inconsciente: un territorio, una tribu, una familia y por lo tanto una soberanía ligada a la raza, a la nación. Es también soñar con una ciudad o incluso soñar una ciudad.

[Roudinesco, 2019: 100]

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Quizás todo consista en saber qué palabras pronunciar, qué gestos hacer, y en qué orden y con qué ritmo, o bien baste la mirada, la respuesta, el ademán de alguien, baste que alguien haga algo por el solo placer de hacerlo y para que su placer se convierta en placer de los demás: en ese momento todos los espacios cambian, las alturas, las distancias, la ciudad se transfigura, se vuelve cristalina, transparente como una libélula.

[Calvino, 1998: 163]

 

Las ciudades son vastos depósitos de historia que pueden ser leídos como un libro si se cuenta con un código apropiado; son como sueños colectivos cuyo contenido latente se puede descifrar; espacios simbólicos a los que Jung y los surrealistas se habían asomado incipientemente. Los pasajes son cruceros no solo de transeúntes y cosas, sino de pensamientos y voluntades con múltiples orígenes.

[Arroyo, 2016]

 

A veces siento tanto / lo que siento por ti que / me meto en uno de esos / pasajes por los que no pasa / nunca nadie y hay puros zurcidores / japoneses y afiladores de tijeras y me / pongo a llorar mirando un ovillo de lana.

[Bertoni, 2018: 63]

 

Así como una estantería de libros puede mezclar poesía japonesa, historia mexicana y novela rusa, los edificios de mi ciudad contenían centros zen, iglesias pentecostales, salones de tatuajes, tiendas de abarrotes, locales de burritos, palacios de cine, restaurantes chinos. Hasta las cosas más ordinarias me llenaban de asombro, y la gente en la calle ofrecía miles de atisbos de vidas parecidas y totalmente diferentes a la mía.

[Solnit, 2015: 262]

 

La gran ciudad tiene un aspecto polifáceo; la pequeña es simplemente monofácea, o de una sola cara. Por eso las cosas y las ideas manifiestan aquí una tendencia irresistible a la uniformidad.

[Edwards Bello, 2009: 587]

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Aquí no hay glamour / ni bares franceses para escritores / solo rotiserías con cabezas de cerdo / zapatos de segunda / cajas de clavos. martillos. alambres y sierras / guerras entre carnicerías vecinas y asados pobres / este no es el paraíso ni el anteparaíso.

[González, 2019: 9]

 

«Ciudad» y «visualidad» son dos palabras que riman y a la vez dos conceptos que no se pueden despegar. (…) Si me dicen, igualmente, «piense en la ciudad», imagino de inmediato un recorrido. Se trata de un trayecto específicamente santiaguino. No pienso en ese momento en Londres de mi interés, ni Estambul de los cuentos, ni siquiera en el Buenos Aires de mi apego. Santiago es la ciudad. Aparece, observada desde un automóvil que entra en ella por el acceso sur, de noche. Hay explanadas, barreras, y sobre el asfalto fosforescencias amarillas, una infinita hilera de pequeños focos empotrados, manchones de petróleo, parches de alquitrán. Es posible que antes de que la carretera se sumerja bajo los puentes sucesivos haya avistado bloques de departamentos: ahí están las luces de los interiores, la vida que no me pertenece pero que pretendo reconocer.

[Merino, 2012: 37]

 

En el terreno visual, la Ciudad de México es, sobre todo, la demasiada gente. Se puede hacer abstracción del asunto, ver o fotografiar amaneceres desolados, gozar el poderío estético de muros y plazuelas, redescubrir la perfección del aislamiento. Pero en Distrito Federal la obsesión permanente (el tema insoslayable) es la multitud que rodea a la multitud, la manera en que cada persona, así no lo sepa o no lo admita, se precave y atrinchera en el mínimo sitio que la ciudad le concede. Lo íntimo es un permiso, la «licencia poética» que olvida por un segundo que allí están, nomás a unos milímetros, los contingentes que hacen de la vitalidad urbana una opresión sin salida.

[Monsiváis, 2012: 17]

 

La aparición de estas caras en la muchedumbre; / pétalos sobre húmeda, negra, rama.

[Pound, 1981]

 

Bajo la bruma agitada por los vientos, la isla urbana, mar en medio del mar, levanta los rascacielos de Wall Street, se sumerge en Greenwich Village, eleva de nuevo su cresta el Midtown, se espesa en Central Park y se aborrega finalmente más allá de Harlem. Marejadas de verticales. La agitación está detenida, un instante, por la visión. La masa gigantesca se inmoviliza bajo la mirada. Se transforma en una variedad de texturas donde coinciden los extremos de la ambición y degradación, las oposiciones brutales de razas y estilos, los contrastes entre los edificios creados ayer, ya transformados en botes de basura, y las irrupciones urbanas del día a día que cortan el espacio. A diferencia de Roma, Nueva York nunca ha aprendido el arte de envejecer al conjugar todos los pasados. Su presente se inventa, hora tras hora, en el acto de desechar lo adquirido y desafiar el porvenir.

[De Certeau, 2008]

 

No puede haber una soledad como una que nos abandona rodeados de innumerables rostros que parecen no tener voz ni expresión, entre miradas sin número que nos contemplan sin juzgarnos, entre apresuradas figuras de hombres y mujeres que vienen y que van sin que tengan sentido ni sus prisas ni sus movimientos, y que parecen máscaras de locos, ciudadanos fantasmas. La sensación de inmensidad que produce Londres desde el interior se ve alimentada también por la descomunal extensión de barrios y por los constantes destellos que hacen suponer, en cada esquina, otros barrios de extensiones comparables. La espesa atmósfera que se vislumbra al final de cada enorme avenida envuelve su final en una especie de sombra incierta.

[De Quincey, 2012: 195]

 

Como en el teatro y en el cine, en el metro es de noche. Pero su noche no tiene esa ordenada delimitación, ese tiempo preciso y esa atmósfera artificialmente agradable de las salas de espectáculos. La noche del metro es aplastante, húmeda de un verano de invernáculo y además infinita, en cualquiera de sus puntos o de sus horas la sentiremos prolongarse en los tentáculos de los túneles, en cualquiera de las estaciones que bajemos estará latiendo uno de los muchos corazones del inmenso pulpo negro que subtiende la ciudad. La noche del metro no tiene comienzo ni fin, allí donde todo se conecta y se transvasa, donde las estaciones terminales son a la vez llegada y partida; llamarlas terminales es una de las muchas formas de defensa contra ese temor indefinido que espera en la penumbra del primer corredor, del primer andén.

[Cortázar, 2009: 285]

 

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Desventurados los que divisaron / a una muchacha en el Metro / y se enamoraron de golpe / y la siguieron enloquecidos / y la perdieron para siempre entre la multitud / Porque ellos serán condenados / a vagar sin rumbo por las estaciones / y a llorar con las canciones de amor / que los músicos ambulantes entonan en los túneles / y quizás el amor no es más que eso: / una mujer o un hombre que desciende de un carro / en cualquier estación del Metro / y resplandece unos segundos / y se pierde en la noche sin nombre.

[Hahn, 2004: 23]

 

Las ciudades levantadas por los modernos son también «topografías míticas» movidas simultáneamente por la fascinación y el desencanto, máquinas que seducen con interminables promesas frecuentemente incumplidas. Los territorios citadinos están unidos por un hilo civilizatorio que se proyecta en el tiempo, pero se distinguen en la sociedad burguesa por su estado siempre provisional. Allí se encuentran los tinglados de tránsito y realización donde se entrecruzan amos y esclavos, formando con su vida la peripecia cotidiana que da contenido y dimensión a la existencia común, dejando a su paso una profusa constelación de signos casi siempre imperceptibles para quien se encuentra inmerso en ellos.

[Arroyo, 2016]

 

Las siglas son un talismán fatal para la imaginación de todo niño crecido en los años sesenta. Son la unidad de base de una quimera sinóptica que cree que confabulando números y letras se puede reducir el sentido y la complejidad del mundo a un juego de coordenadas unívocas. Pero si las siglas de Brasilia despertaron en mí los ecos de una infancia intacta, es porque en ese idioma impronunciable resonaba el imaginario que tejió mi niñez, la niñez típica del hijo de la cultura de masas: el imaginario de la ciencia ficción.

[Pauls, 2017: 127]

 

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Hay que guardarse de decirles que a veces ciudades diferentes se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre, que nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí. En ocasiones hasta los nombres de los habitantes permanecen iguales, y el acento de las voces, e incluso las facciones; pero los dioses que habitan bajo esos nombres y en esos lugares se han marchado sin decir nada y en su lugar han anidado dioses extranjeros.

[Calvino, 1998: 43-44]

 

Por ello, las ciudades, aunque duran siglos, en realidad son grandes campamentos de vivos y muertos en los que quedan algunos elementos, como señales, símbolos y advertencias.

[Edwards Bello, 2009: 31]

 

En un corredor vi una flecha que indicaba una dirección y pensé que aquel símbolo inofensivo había sido alguna vez una cosa de hierro, un proyectil inevitable y mortal, que entró en la carne de los hombres y de los leones y nubló el sol en las Termópilas y dio a Harald Sigurdarson, para siempre, seis pies de tierra inglesa.

[Borges, 1974: 798]

 

Pero la ciudad no cuenta su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en las esquinas de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, cada segmento surcado a su vez por arañazos, muescas, incisiones, comas.

[Calvino, 1998: 25-26]

 

Lo que tenía la ciudad jardín de idea verdaderamente mala es eso: coger una hoja en blanco y crear un mundo nuevo. Eso es artificial; no puedes hacer un nuevo mundo sin el viejo.

[Jacobs, 2019: 93]

 

Con las ruinas, una ciudad se libera de sus planes y se convierte en algo tan complejo como la vida, algo que puede explorarse pero quizá no cartografiarse. Es la misma transmutación que aparece en los cuentos de hadas en los que las estatuas, los juguetes y los animales se vuelven humanos, aunque a estos se les insufla vida, mientras que, con las ruinas, a la ciudad se le insufla muerte, pero una muerte generadora, como la del cadáver que sirve de alimento a las flores.

[Solnit, 2020: 77-78]

 

Mi ciudad es la ciudad de los británicos melancólicos —Dickens, Gissing, Johnson, especialmente Johnson—, aquella en la que no vamos a ningún sitio, sino que ya estamos allí; nosotros, la gente normal y corriente que vaga por estas miserables y maravillosas calles en busca de un yo reflejado en los ojos de un desconocido.

[Gornick, 2018: 13]

 

Vivo en un bello barrio en Santiago de Chile. Es un barrio en que los papás no han desaparecido aún y en la botillería les fían a todos los vecinos. Vivo en un bello barrio con bengalas, extintores y gente alegre, las mujeres acá usan sables y son bellas como la curaíta de la Chuki. Y hay iglesias evangélicas y hay canutos y hay canutos y hay canutos y la tontera fascista al interior de todas estas casas. (…) Vivo en un bello y enérgico barrio en la zona sur de Santiago. Su belleza es tal que mi hermano lo graba con su celular y por la noche le muestra los videos a su guagua para hacerla dormir. (…) Aquí nadie discrimina a los flaites, porque somos todos flaites. Aquí nadie discrimina a los haitianos, porque todos somos haitianos. Aquí nadie discrimina a las guatonas, porque somos todas guatonas. Aquí nadie discrimina a los pokemones, porque somos todos pokemonos. Aquí nadie discrimina a los que hacen portonazos, porque aquí todos hacemos portonazos.

[Carreño, 2020: 116-117]

 

Y si uno cuenta que vio la primera luz del mundo en el Zanjón de la Aguada, ¿a quién le interesa? ¿A quién le importa? (…) Una ribera de ciénaga donde a fines de los años cuarenta se fueron instalando unas tablas, unas fonolas, unos cartones, y de un día para otro las viviendas estaban listas. Como por arte de magia aparecía un ranchal en cualquier parte; como si fueran hongos que por milagro brotan después de la lluvia, florecían entre las basuras las precarias casuchas que recibieron el nombre de callampas por la instantánea forma de tomarse un sitio clandestino en el opaco lodazal de la patria.

[Lemebel, 2015: 45]

 

Las calles de esta ciudad no tienen nombre. Existe una dirección escrita, pero solo tiene un valor postal, se refiere a un catastro (por barrios y por bloques, de ningún modo geométricos) cuyo conocimiento es accesible al cartero, no al visitante: la ciudad más grande del mundo está, prácticamente, inclasificada, los espacios que la componen en detalle están innominados. (…) Esta ciudad solo se puede conocer por una actividad de tipo etnográfico: es necesario orientarse en ella no mediante un libro, la dirección, sino por el andar, la vista, la costumbre, la experiencia; una vez descubierta, la ciudad es intensa y frágil, no podrá encontrarse de nuevo más que a través del recuerdo de la huella que ha dejado en nosotros: visitar un lugar por vez primera es como empezar a escribirlo: al no estar escrita la dirección, será preciso que ella misma cree su propia escritura.

[Barthes, 2007: 45-49]

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No lograr orientarse en una ciudad aún no es gran cosa. Mas para perderse en una ciudad, al modo de aquel que se pierde en un bosque, hay que ejercitarse. Los nombres de las calles tienen que ir hablando al extraviado al igual que el crujido de las ramas secas, de la misma forma que las callejas del centro han de reflejarle las horas del día con tanta limpieza como un claro en el monte.

[Benjamin, 2011: 5]

 

Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal.

[Arlt, 2008: 58]

 

Y vacas por las calles: vacas que caminaban mezcladas con la multitud, que se acurrucaban entre los acurrucados, que deambulaban entre los deambulantes, que detenían su marcha entre los que se detenían: pobres vacas cuya piel se había vuelto de barro, obsecadamente flacas, algunas pequeñas como perros, devoradas por los ayunos, con la mirada eternamente atraída por los objetos destinados a una desilusión sin fin. Era casi de noche y ellas se acurrucaban en los cruces, junto a algún semáforo, ante los portales de algún desordenado edificio público, montones negros y grises de hambre y desconcierto.

[Pasolini, 2017: 19]

 

La polución turística no es un problema menor en Perú. Además del desgaste que ese ejército de borceguíes made in Primer Mundo inflige a la delicada contextura de las ruinas incas, intenso pero nunca tan persistente como el que ejercen las lluvias y vientos (y que obligarán en un futuro no muy lejano a techar Machu Picchu), además de las restricciones que acarrea (han limitado el cupo para hacer el camino del Inca, y ahora hay que reservar lugar con un año de anticipación), la afluencia de extranjeros tiene el efecto adicional, bastante extraño, de eclipsar las atracciones locales. No solo porque para contemplar un espejo hecho con una palangana de piedra o la perfección de un muro de mil años siempre hay que sortear una cortina de nucas y sombreros de europeos madrugadores —siempre más madrugadores que uno—, sino lisa y llanamente porque son tantos, tan diversos y visibles, y tan constantes con el contexto, que ellos pasan a ser la verdadera atracción. Ellos, o más bien la escena de ellos contemplando, admirando, respetando, consumiendo todo lo que la zona más vieja del Nuevo Mundo tiene para ofrecerles.

[Pauls, 2012: 19]

 

El turista sabe que no sabe nada, por eso compra los souvenirs horribles y hace los tours de a pie por las ciudades (el de Jack el Destripador en Londres está buenísimo: quien no lo hace por considerarlo un lugar común me da pena). El viajero no: no quiere guías. Ni en persona ni en libros. Creen que la ignorancia es la libertad y desprecian a la gente que ha estudiado para enseñarle a los demás la historia de su país. (…) El viajero padece, también, de romantización de la pobreza: son tan amables y alegres en África Oeste, dicen, no pueden creerlo, cómo sonríen a pesar de la miseria y la malaria (la enfermedad, no estoy usando lunfardo); qué felices están en comparación con los amargos europeos.

[Enríquez, 2020: 446-447]

 

Hay un maravilloso montón de conversaciones en Roma. / Camino por ellas / moviéndome en zigzag, / separándolas como un peine, / escuchándolas / enredarse / a mis espaldas. / Entrata. / Uscita.

[Carson, 2018: 13]

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Comencé a caminar las calles de mi propia ciudad cuando era una adolescente, y las caminé por tanto tiempo que ellas y yo cambiamos. La marcha desesperada de la adolescencia, cuando el presente parecía una eterna ordalía, dio paso a los reflexivos paseos e innumerables trámites de alguien ya no tan ensimismado, tan aislado, tan pobre, y mis paseos suelen volverse hoy revisiones de mi historia y su relación con la de la ciudad. Espacios vacíos se transforman en nuevos edificios, bares de veteranos son invadidos por jóvenes hipsters, las discotecas de Castro se vuelven tiendas de vitaminas, calles y vecindades enteras cambian su rostro. Hasta mi propio barrio ha cambiado tantas veces que a veces parece como si me hubiera mudado dos o tres veces de la ruidosa esquina desde donde partí poco antes de cumplir los veinte.

[Solnit, 2015: 296-297]

 

Cuando todos se vayan a otros planetas / yo quedaré en la ciudad abandonada / bebiendo un último vaso de cerveza, / y luego volveré al pueblo donde siempre regreso / como el borracho a la taberna / y el niño a cabalgar / en el balancín roto.

[Teillier, 2001: 46]

 

Si algo está curvado en esta ciudad, no se debe a una planificación específica, sino porque Pedro I era un delineante descuidado, cuyo dedo se deslizaba a veces fuera del borde de la regla y el lápiz lo seguía, como también sus atareados subordinados.
La ciudad descansa en verdad sobre los huesos de sus constructores tanto como sobre los pilares de madera que encajaron en el terreno. Así ocurre, hasta cierto punto, en casi cualquier otro lugar del Viejo Mundo, pero es que la Historia se ocupa perfectamente de los recuerdos desagradables. San Petersburgo resulta ser demasiado joven para tener una mitología balsámica y, siempre que se produce un desastre natural o premeditado, se puede descubrir —de entre una multitud— una cara pálida, algo hambrienta y sin edad y oír el susurro: «¡Te digo que este lugar está maldito!». Nos estremecemos, pero un momento después, cuando intentamos echar otro vistazo al que ha hablado, la cara ha desaparecido. En vano nuestros ojos recorrerán las multitudes que se arremolinan despacio, el tráfico que avanza como una tortuga: no vemos nada, excepto al transeúnte indiferente y, a través del oblicuo velo de la lluvia, los magníficos rasgos de los grandes edificios imperiales. La geometría de las perspectivas arquitectónicas de esta ciudad es perfecta para perder las cosas para siempre.

[Brodsky, 2006: 72]

 

La noche de nuestras ciudades ya no se asemeja a ese ulular de los perros de las tinieblas latinas, ni a los murciélagos de la Edad Media ni a esa imagen de los dolores que es la noche del Renacimiento. Es un inmenso monstruo de chapa metálica atravesado por mil cuchillos. La sangre de la noche moderna es una luz cantante.

[Aragon, 2016]

 

Es un hecho maravilloso y digno de reflexionar sobre él, que cada uno de los seres humanos es un profundo secreto para los demás. A veces, cuando entro de noche en una ciudad, no puedo menos de pensar que cada una de aquellas asas envueltas en la sombra guarda su propio secreto; que cada una de las habitaciones de cada una de ellas encierra, también, su secreto; que cada corazón que late en los centenares de millares de pechos que allí hay, es, en ciertas cosas, un secreto para el corazón que más cerca de él late.

[Dickens, 2017]

 

Para tener confianza en una ciudad extraña se necesita un espacio cerrado sobre el que ostentar un cierto derecho donde se pueda estar solo cuando el barullo de voces nuevas e incomprensibles aumente. Ese espacio ha de ser silencioso: nadie debe vernos cuando nos cobijamos en él, nadie cuando lo abandonamos. Lo más hermoso es escabullirse en un callejón sin salida, permanecer de pie frente a un portal del que se posee la llave en el bolsillo, y abrir sin que mortal alguno pueda oírlo.

[Canetti, 2017: 43]

 

berlín acoge sin seducir, sin exhibir, sin tentar. ciudad antihistérica por excelencia, y por eso extraordinariamente descansada. hay en esa forma de asilo una austeridad y una falta de puesta en escena que no pierden nada a cambio, que solo autorizan. sensación eufórica y a la vez inquietante de estar por primera vez en una ciudad utópica, capaz de asilar y dejar en libertad al mismo tiempo. (…) barrios como kreuzberg parecen tener el régimen de iluminación que tenían hace treinta años. ¿deprimente? todo lo contrario: caminar por la calle es un ejercicio furtivo: sombras, cuchicheos, el sonido de una bicicleta que aparece de golpe, la llamarada de un encendedor. todo tiene la exaltación sofocada de lo clandestino.

[Pauls, 2012: 132-137]

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A la caída del sol todas las ciudades parecen maravillosas, pero unas más que otras. Los relieves se vuelven más suaves, las columnas más rotundas, los capiteles más ensortijados, las cornisas más resueltas, las espiras más rígidas, los nichos más hondos, los discípulos tienen más pliegues, los ángeles van por el aire. En las calles oscurece, pero todavía es de día para la Fondamenta y para ese gigantesco espejo líquido donde botes a motor, vaporetti, góndolas, esquifes y barcazas, «como zapatos viejos desparramados», pisotean con celo fachadas barrocas y góticas, sin omitir la suya ni tampoco el reflejo de una nube que pasa.

[Brodsky, 1993: 72-73]

 

Esta noche, los jardines erigen sus enormes y penumbrosas plantas, que parecen campamentos nómadas en el corazón de una ciudad. Unos cuchichean y otros fuman en silencio sus pipas, mientras que otros no caben en sí de amor. Los hay que acarician las blancas murallas, los hay que se acodan en la necedad de las cercas en tanto que las mariposas nocturnas revolotean entre sus capuchinas. Hay un jardín que es un adivino que te echa la buenaventura; otro es un vendedor de alfombras. Conozco las profesiones de todos: cantante callejero, pesador de oro, ladrón de praderas, saqueador, piloto en el mar de los Sargazos, tú, marino de aguas dulces, tú, tragador de fuego, y tú, tú y tú, vosotros, vendedores ambulantes de besos, charlatanes y astrólogos, con vuestras manos llenas de falsos presentes, imágenes de la locura humana, jardines de musgo y de mica. Todos reflejan las vastas tierras sentimentales por donde deambulan los salvajes sueños de los urbanitas.

[Aragon, 2016]

 

La enorme ciudad se extiende en el paisaje como los restos de una gigantesca catástrofe caídos en los bosques en un orden azaroso; y una niebla surge de ella, como si todo eso no hubiera pasado hace mucho tiempo.

[Handke, 2019: 221]

Bibliografía

Aragon, L. (2016). El aldeano de París. Errata Naturae.
Arlt, R. (2008). Aguafuertes Porteñas. Reysa Ediciones.
Arroyo, S. R. (2016, marzo). Libro de los pasajes, de Walter Benjamin. Letras Libres. https://letraslibres.com/ libros/libro-de-los-pasajes-de-walter-benjamin/
Barthes, R. (2007). El Imperio de los signos. Seix Barral.
Baudelaire, Ch. «El Cisne», traducción propia.
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