por Rafael Gumucio
“Muy siglo XX, usted profesor”, me lanzó un alumno en plena clase. Estaba intentando, cuando resumió el origen de todos mis pecados, plantear la oposición entre dos conceptos (no recuerdo ahora cuales), para mí incompatibles. Estaba diciendo en resumen “esto u lo otro” cuando me recordaron que estaba en el siglo equivocado. El siglo XX fue de la dialéctica hegeliana, en que la tesis se oponía a la antítesis hasta terminar en la síntesis. Una teoría de opuestos que tenía en el siglo XX un correlato político altamente visible: Estados Unidos y su democracia liberal de mercado era la tesis, y la Unión Soviética y su comunismo de control de precio, su antítesis. Alguna vez se pensó que China o Cuba o los no alineados del tercer mundo o por último Europa, sería la síntesis.
Todo eso era, por cierto, discutible, y los del siglo XX nos pasábamos discutiendo esto o aquello o lo de más allá siguiendo de manera inconsciente, o no, ese método ideológico a la que una idea se enfrentaba a su contrario para confluir después de una especie de un choque de electrones, en una tercera. Mi alumno me recordaba que él y su generación estaban más allá o más acá de esta discusión dialéctica entre ideas de sociedades, porque habían nacido en la síntesis absoluta y final, eso que el hegeliano Francis Fukuyama llamó “el fin de la historia.”
El siglo XX es el siglo que lo intentó todo: la revolución bolchevique, el nazismo, el surrealismo, el neoliberalismo. Lenin consiguió lo que Marx soñaba inútilmente conseguir: ser un pensador que gobierna, un teórico que convierte un imperio en su propio laboratorio. Freud- a caballo entre dos siglos- es también ese hombre dividido entre la dedicación plena a la teoría y la necesidad de crear un método y una secta para que no sea solo libros. Es el siglo en que la ciencia económica, eminentemente práctica, conoce su gloria. El siglo en que cinco profesores exiliados y sin cátedras, sean marxistas, liberales extremos, pueden cambiar el mundo. El existencialismo, quizás el movimiento de pensamiento más puramente siglo XX de todos, se caracterizó por su amor a la militancia incluso desesperada. Su obsesión por estar en el mundo y mezclarse con sus rumores, sus revoluciones y sus dudas e incertezas. El feminismo de Simone De Beauvoir, la encarnación más exitosa del existencialismo, nunca dejó de ser al mismo tiempo una antropología y un manifiesto, una reflexión ambiciosa y compleja y un manual para armar bombas, que más temprano que tarde terminaron por estallar.
Obligados a ciertas modestias, después de ver fracasar tantas brillantes ideas los nacidos a finales de ese siglo XX, no podíamos creer con la pureza de nuestros abuelos. Pensamos transmitirles a nuestros hijos y nietos esa incerteza, ese cinismo, ese pluralismo también. De alguna forma pensábamos que había alguna superioridad natural en no creer mucho en nada y seguir prosperando en un mundo abierto y sin fronteras que nos legó la batalla final entre las ideologías. No nos dábamos cuenta que eso: la Unión Europea, los tratados de libre comercio, las vírgenes pintadas con mierda de elefantes de la galería Stacchi, las novelas que son solo citas de otras novela; eran también una utopía algo totalitaria, en el sentido de que cubría la totalidad del mundo. No sentíamos que había algo obligatoriamente dogmático en pensar que se habían acabado todos los dogmas, menos ese, que no había dogma, que todo lo que se llegó, o intentó, pensar había ya dejado lugar a una realidad más o menos virtual de intercambios imposible de palpar.
Más o menos todos coinciden que esa inconsciencia muy siglo XX murió el 11 de septiembre del 2001, el mismo día en que nació el siglo XX. Un grupo de fundamentalistas islámicos obligaron a los aviones comerciales a estrellarse sobre varios centros de poderes simbólicos de los Estados Unidos. “La historia continúa, pobre Fukuyama se va a tener que tragar su libro con mostaza” pensamos todos cuando vimos arder las torres gemelas, pero todos los años que han pasado desde entonces han tenido como único objeto enseñarnos hasta qué punto no es la misma historia de antes del fin de la historia. Se subrayó entonces la profunda ineficacia de su gesto. No eran parte de un movimiento políticamente organizado que buscaba la toma del poder en ningún país concreto. Afganistán, el país que albergaba a los líderes de su organización, cayó en mano de los americanos que aprovecharon de vengarse sobre Saddam Hussein, un líder muy siglo XX que cayó con todas sus estatuas, sus palacios, sus cárceles y sus leyes. Lo reemplazó el siglo XXI, un ejército de ocupación demasiado bien equipado para una serie, sin orden distinguible, de atentados suicidas, guerras tribales o teológicas de la que poco o nada comprendía. Eso y luego el Estado Islámico, que era justamente un “no Estado”, un territorio no del todo delimitado que obedece a la versión más estricta de la ley islámica y elimina sin merced a todos y cualquiera de los que considera infieles. Fanatismo que atrae a no pocos cristianos de Occidente que viven para volver a ellas a ametrallar asistente a conciertos de rock, bares, trenes de cercanía, o atropellar en las plazas y calles a todas y cualquiera con tal que sepan también en París, Niza, Estrasburgo.
Leerlos como la simple y desesperada negación del Occidente liberal y secular es ignorar que su mensaje tenía como destinatario primario el mismo mundo islámico. El siglo XXI planteaba una nueva forma de ser musulmán, que se expandía más allá de las fronteras del mundo árabe y que no buscaba ya gobernar los países para negociar con Occidente el precio del crudo, sino que le recordaban a quiénes los repudiaban, como a los que lo apoyaban, que ser musulmán es ante todo y sobre todo una forma de vivir que es incompatible con el intento de negociar con Occidente el precio de nada. Se trata de refundar el mundo, limpiarlo de todo lo que lo convirtió en su propia traición. No se trata entonces de tomar el Palacio de Invierno del Zar para que el pueblo oprimido lo ocupe. No se trata solamente de arrasar con el Palacio de Invierno sino de arrasar también con el Palacio de Invierno que aloja en el corazón y la memoria de cada uno para impedir que a nadie se le ocurra la idea misma de ser alguna vez de nuevo un Zar. En el centro mismo del fundamentalismo islámico habita esa sensación urgente de borrar los siglos que nos separan de Mahoma y sus amigos y volver como a ellos empezar desde cero. Las estatuas de Budas y los templos griegos en medio del desierto que los talibanes hicieron explotar con dinamitas son tan esencial a su discurso como el atentado a las Torres Gemelas.
Ni del todo desahogos, ni del todo estrategia de poder; hay dos maneras igualmente equivocadas de entender la versión siglo XXI de las ideas del siglo XX. El primer error consiste en pensar que es solo un desahogo existencial que ha perdido toda noción de poder, de alianza, de método, que espera solo la destrucción de un enemigo y se agota en una experiencia personal, la del hombre bomba. El otro error consiste en ver en estos sucesivos actos suicidas, en esas cadenas de performance, la máscara de una conspiración secreta, de un movimiento que tarde o temprano no puede dejar de ser político, que juega a creer que no quiere el poder, pero no puede al fin de cuenta pasarse sin él. La esencia del siglo XXI está en que la búsqueda de una salvación personal, de una experiencia emocional, es parte de un proyecto colectivo que tiene la gracia de no estabilizarse del todo en un gobierno, un partido. Es un colectivo donde cambian los nombres de los miembros, pero se mantiene la dinámica consiguiendo el objetivo de estar siempre empezando, siempre naciendo, siempre cerca de los fundadores, de los fundamentos tan caro a los fundamentalistas.
¿Y ahora quién nos liberará de nuestros libertadores? Preguntaba Nicanor Parra en 1972. De nuestros libertadores, nos liberaran nuestros salvadores. El FIS argelino, Frente Islámico de Salvación, no lucha contra Occidente sino contra los vestigio del FLNA el Frente de Liberación Nacional de Argelia, porque esas dos ideas, la idea de la liberación y la idea de lo nacional, les parecía resabios coloniales adquiridos en discusiones de café parisino. La liberación tiene como efecto secundario el libertinaje, que la salvación islámica viene a poner en primer plano. A la OLP le sobrevino el Hamás, al sionismo clásico el sionismo redentor de los colonos armados, al evangelismo social de los metodistas, el evangelismo renacido de los tejanos, a la socialdemocracia el autonomismo, al ecologismo el veganismo, al movimiento de liberación de la mujer la cuarta ola del feminismo. El objetivo podría ser el mismo que el de sus padres y abuelos, su método es centralmente otro: la acción directa, el escrache, el atentado suicida, las bombas aisladas que parecen no obedecer a estrategia alguna que no sea la de infundir un miedo que logra inmovilizar el debate sobre sus ideas y reivindicaciones y rechazarlas, todas en un principio para luego aceptarlas también todas.
Eliminar físicamente la redacción de Charlie Hebdo porque se atrevieron a reírse de Mahoma podía parecer extremo. El resultado podría parecer el contrario de los que se esperaban: miles de franceses repitiendo que ellos también eran Charlie Hebdo. ¿Pero lo eran? ¿Lo son? ¿Lo serán? El espectacular tiraje de la revista después de la marea de sangre no ha impedido que los diarios lleven cada vez menos caricaturas políticas y que el derecho del ofendido sea cada vez más radicalmente defendido por estados, partidos y ONG´s del mundo entero. Las balas que acribillaron a dibujantes y periodistas no eran quizás una forma elegante de iniciar un debate sobre los límites de la libertad de expresión, pero nadie puede negar que ha resultado efectivo y que los estados y los periodistas de todo Occidente han terminado, sin dejar de reprobar el método de los terroristas, en encontrarle la razón en el fondo. Los asesinos de los dibujantes de Charlie Hebdo no tenían derecho a hacer lo que hicieron, pero sí tenían derecho de sentir lo que sentían, dicen cada vez más cabezas supuestamente sensatas. ¿Cuánto de su pensamiento nace más del temblor del razonamiento? Preguntarse justo eso es “muy siglo XX”. “Musulmán” significa en árabe el que se somete, una libre y plenamente elegida sumisión, en este sentido las torres gemelas y el resto de las explosiones nos han hecho a todos plenamente musulmanes sin necesitar, como en la novela Sumisión de Michel Houellebecq, que un partido islámico gane en Francia ninguna elección.
“Muy siglo XX” decía mi alumno quizás porque sabía que la razón es siempre la razón de los otros. En el caso de los islámicos es la razón de Occidente. ¿Pero no es para las mujeres la razón, la razón de los hombres? ¿Y para los afroamericanos la razón de los blancos? ¿Y para los animales la razón de los hombres? Si la razón es siempre la del opresor, ¿no será eliminar la razón una forma efectiva de acabar con la opresión? Esa obsesión por negarle a la razón sus privilegios y a la lógica sus límites, se convirtió en siglo XX en fascismo y nazismo y ganó varias guerra para perder la guerra final. Sus descendientes del nuevo siglo parecen no estar dispuesto a cometer ese error. El islamismo radical hubiese perdido la guerra si se hubiese declarado. El nuevo feminismo se ha cuidado de no tener líder, un frente en que los enemigos o los amigos pudieran encontrarlo. No de modo diferente actúa el evangelismo renacido, el veganismo o los chalecos amarillos en Francia; actos performáticos públicos, manifestaciones epidérmicas, actos suicidas, pruebas de fuerza en las redes sociales que no buscan la conversación de los no convencidos sino acentuar la fe de los ya conversos, y asustar a los demás.
Sería imposible explicar la llegada al poder de Trump, Bolsonaro, Maduro o el laberinto del Brexit. Ninguno de esos desastres los había planeado Mohamed Atta cuando se subió al avión el 11 de septiembre del 2011. Pero sí sabía que tenía miedo y quería que más gente lo tuviera. Su logro es, desde su punto de vista, perfecto. Toda una generación, que maneja la tecnología más sofisticada del mundo, manifiesta, a pesar de pensar en todo el resto cosas distintas, su escasa fe en el debido proceso, la presunción de inocencia y la democracia representativa. Ese contraste entre un teléfono que sabe todo y el grito por volver al instinto, por acabar con la reglas, porque estalle todo, es quizás el primer resumen apurado que podemos hacer de lo que va del siglo XXI.