Ensayos — 5 enero, 2015 at 10:31 pm

MAQUIEIRA ON THE ROCKS*

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Por José Tomás Labarthe C.

1. Son significativas las primeras impresiones. No siempre certeras ni definitivas, pero sí representativas. El poeta Diego Maquieira tiene más pinta de soñador que de hacedor. Esa es una primera impresión sucedida por una segunda inmediatamente si se permite juzgar por apariencias: Maquieira se parece al Doc de Volver al futuro, Emett Brown. Una última aproximación, ya más alucinógena, sugiere que Maquieira es como un oso, si los osos son la imagen viva de los Sea Harriers.

No es antojadiza la asociación de Maquieira con un científico-loco. Últimamente se encuentra atraído por la física cuántica y la bóveda celeste y, sin ir tan lejos, lo primero que ahora deposita sobre la mesa (estamos en una lectura en el Centro de Estudios Públicos, año 2009), es una hoja gigante de block sobre la cual el poeta le enseña al auditorio un par de pechugas tatuadas con una misteriosa ecuación. “Son las grandes tetas de Estados Unidos”, vocifera articulando cada una de las letras, “de las cuales venimos chupando desde hace años”. Son sus primeras palabras.

Además de poeta, Diego Maquieira es el objeto de estudio para graduarme de periodista. Eso me tienta a tomar nota de todos sus dichos y a especular sobre las ecuaciones en las tetas. Acto seguido, Maquieira pide perdón por la lupa que trae consigo pero, confiesa, se está quedando ciego. Maquieira sufrió de alcoholismo (no es ningún secreto, sale en Wikipedia), y la teoría de la poeta Teresa Calderón es que “la gran obra del Diego se va a quedar sin hacer por culpa del copete. O sea, el Diego hablando, con alcohol o sin alcohol, era el mismo. Su lucidez se mantenía impecable e implacable. Pero nadie puede escribir genial en ese estado”.

Animado por la fusión vanguardista de vida & obra (que el mismo Maquieira promueve: “a mí me daba miedo escribir porque lo que escribía me sucedía”), mi tesis es que parte de esa poesía se puede rescatar si se reconstituye la oralidad de ese tiempo y espacio donde Maquieira no escribió pero sí vivió-poéticamente.

En resumen, tenemos: a) un científico loco, soñador y ciego, que en la vida real escribe poesía y en la vida borracha era un oso; b) “los testigos”: el grupo de amigos/escritores con los cuales Maquieira bebe y conversa; c) un estudiante de periodismo sumamente influenciable, dispuesto a convertirse en detective, aún más por la reciente lectura de Los detectives salvajes.

 

De vuelta. Diego viste un chaleco gris, una chaqueta verde de gamuza y unos mocasines cafés sacados probablemente de una tienda de pesca y caza. Diego porta una pipa pero acá NO SE PUEDE FUMAR (un letrero en la pared lo condena). En su casa sí; allí fuma tabaco Captain Black en el sillón del living donde hace un tiempo no escribe pero sí dibuja –como ya está dicho– en grandes hojas de block. Cuando habla, lo hace sobre cosas que parecen importarle: “hay que ser complejo, no acomplejado. Hay que hacerse amigo de la vida. Hay que considerar las fallas del ADN”.

Diego nace en Santiago, en 1951, hijo de la socialité Julita Astaburuaga y de Fernando Maquieira, embajador. Hasta los 14 años vivió entre La Paz, Ciudad de México, Quito y Estados Unidos.

Nueva York. La escena es la siguiente: regresaban de una visita al doctor. Diego y “Juli” (así llama a su madre) caminaban de la mano por un Central Park nevado. Diego estaba muy resfriado, con fiebre. Bordeando una pista de patinaje en hielo, “Juli” empuja firme y decididamente a Diego quien cae rodando cuesta abajo: pocos metros en picada son suficientes para entender que ver a tu madre reír a carcajadas es una de esas cosas en la vida que no tiene precio.

Su infancia en la gran manzana no fue “dorada, sino adorable”, asegura en un juego de palabras muy suyo. Hasta una edad bien avanzada, Diego mamó de los senos de una mujer, Esperanza, una nana española que le daba baños de tina (¿serán esas las grandes tetas de Estados Unidos de las cuales venimos chupando desde hace años?). Diego tenía siete años y le confesaba a su madre, antes de dormir, que estaba desesperado porque no sabía a qué se iba a dedicar cuando fuera grande.

Entre todas las cosas que le disgustan, hay tres sobre las cuales sé que no vale la pena reparar: a) no le gusta el ruido de la aspiradora, b) no le gusta que los chilenos hablen tanto de su aparato reproductor –a ellos les manda a decir: “baja el pico y ponte las bolas”–, c) ya no le gusta viajar.

2. LA CONVERSACIÓN

- Hola, ¿hablo con Diego Maquieira?

- Sí, ¿de parte de quién?

- De un estudiante de periodismo que se encuentra realizando una tesis sobre usted. Una suerte de perfil en realidad. Y la siguiente puede tomarse como una primera pregunta: ¿cómo está?

- Bien, muy ocupado la verdad.

- Sé que el tiempo es importante y no quiero tomarle mucho…

- … Lo es, pero no creo que se justifique que hables conmigo si tú puedes hacer y decir lo que quieras. Tú puedes realizar juicios.

- En efecto, esta llamada es precisamente para otorgarle a usted cierto poder sobre lo que yo diga.

- ¿Cómo sería eso?

- Así como suena. Usted mismo, por ejemplo, proponga a quiénes considera como personas centrales en este último período de su vida. O sea –y siguiendo la lógica esa que usted acaba de enunciar sobre los juicios– si éste fuera uno, elija a quién desea como testigo.

- Ah, está bien, eso me gusta. Sí, pueden haber dos o tres nombres por ahí. Quizá más. Pero es muy difícil, no sé, tendría que pensarlo. Tendríamos que hablar en uno o dos o cuatro días más. La próxima semana quizá. Tengo que pensar porque yo no te hablaré nada de lo que estoy haciendo, que por lo demás es un trabajo muy intenso, muy privado, en forma de retiro. Eso en lo que concierne de aquí para adelante. Y tampoco te hablaré para atrás. Ese es problema tuyo.

- Entiendo. Quería ver, en cualquier caso, hasta qué punto podríamos compartir el problema para que se convierta en uno de los dos.

- Ok, me gusta. Hagamos algo, déjame aterrizar porque ahora mismo estoy en un satélite. Pensaré. Luego volveremos a hablar. Y gracias por llamar. Adiós.

- Adiós.

3. LOS TESTIGOS, LA RECONSTITUCIÓN DE ESCENA

Gonzalo Contreras, novelista. Esquina de calle Sazie con Vergara. Mediodía. Diego ha pasado por una especie de montaña rusa propia de los escritores. Su vida no ha sido lineal. Y es que vive todo tan intensamente. Encarna la vida del poeta. El mundo poético. Ha tenido momentos, eso sí, de poeta contemplativo. Y bueno, obviamente, otros de poeta maldito, el poeta cuyo ser es el alimento de poema. Y es que el combustible de la poesía es el propio ser, lo que implica un riesgo vital. Yo lo asocio a una crisis existencial a propósito del tema de la creación. Yo sentía que Diego se estaba precipitando a algo terminal. Casi suicida. Era sordo a cualquier tipo de consejo. Estaba en un chip autodestructivo. Creo que se mandó un trip alcohólico que un día llegó a su clímax. Yo estuve ahí en uno de esos feroces trances verbales que le daban. Él veía un punto. Me preguntaba: “¿ves ese punto azul que gira en el extremo de la pieza?”. Yo pensaba, para adentro, que ya estaba, que ya se había rayado.

Thomas Harris, poeta. Oficina de archivos de la Biblioteca Nacional. Diego llamaba siempre tarde, a eso de las 12 de la noche. Quería saber cómo operaba la lógica de la enfermedad. O sea –y esto lo imagino- se preguntaba: “si él dejó el trago porqué yo no”. Un día me comentó que se sentía en un estado muy particular. Según él, la creatividad se había “apoderado” de su persona. Me hablaba de la voz de un “huevón” que no lo dejaba tranquilo. La voz de este “huevón” aquí, la voz de este “huevón” allá. Medio confundido (yo no sabía si él hablaba de la creatividad o de, no sé, un alter ego), pregunté: “¿pero quién chucha es este huevón?”. “Dios po’, ese concha de su madre que no me deja en paz”, contestó. Nuestras conversaciones en ese tiempo eran absolutamente delirantes pero él sonaba muy creíble. O sea, él se la creía. Estaba muy eufórico, entusiasmado. Había un mesianismo evidente pero no era grandilocuente, como el de Zurita por ejemplo, sino más desgarrador, más inocente. Hay dos libros-manuales en los cuales se puede visualizar en su plenitud la influencia del alcohol en la obra: “Bajo el volcán”, de Malcolm Lowry y “Fin de semana perdido” de Charles Jackson. Yo le expliqué cómo dejé el trago. Ya van 13 años en que no tomo ni una gota.

 

Julita Astaburuaga. Santiago Centro. Martes 04 de Diciembre. Un cafecito con medialunas. ¡Había un amigo de él que lo ayudaba mucho y que era muy querido, pero tomaba mucho. Y ahí fue cuando Diego se contagió y fue increscendo, increscendo de a poco. Y ya después fue la locura, estaba muriendo”.

Sebastián Maquieira, hijo. Pintor. Ñuñoa. Cuando estuvo de lo peor en su tratamiento contra el alcohol me tocó pasar mucho tiempo con él, quedarme cuidándolo –un poco obligado diré–, pero en verdad para mí no era ningún problema. Estuvo súper mal. Muy mal. Fue duro. Pesado cuando se trata de alguien tan cercano, que uno quiere tanto, ni siquiera te lo cuestionas, te la bancas no más.

 

Teresa Calderón. Avenida Los Militares, Las Condes. 10 de la mañana a 4 de la tarde. Era un espacio oscuro, distorsionado. Le gustaba que pareciera de noche. Todos los alcohólicos tienen algo de vampiros. La luz los abruma, la realidad del día. La noche es parte de un espacio imaginario. Parte de las convenciones donde sí se puede tomar. Había una atmósfera de tiempo sin tiempo. Así las cosas. Diego estaba semi- hundido en un sillón, con aspecto de vagabundo, a pata pelada con el gato dándole vueltas alrededor. Él se despertaba, a las cinco de la mañana, y se plantaba el vaso de vodka. Nosotros llegábamos a las diez y él ya estaba curado y lo único a lo que lo obligábamos era a almorzar. Entonces llegaba la nana, le ponía la bandeja y almorzábamos nosotros también ahí. A ratos dormitaba. Tomaba sólo y no salía de la casa. A veces llegaban algunos amigos y se lo llevaban a comer. Le decían que se arreglara un poco, que se bañara. A veces quedaba muerto en el piso. Nosotros lo levantábamos y lo acostábamos y de repente aparecía de nuevo como si nada, y seguía tomando. En todo caso yo sabía que lo iba a dejar cuando todo pasara. Todo el drama que tenía. Que era cosa de tiempo. Nos hizo una promesa, nos dijo que “el 21 de Septiembre 2005 dejo de tomar”. No alcanzó a llegar al 21, porque lo convencieron de que se internara. Estaba tan mal y tan solo que se estaba empezando a rayar. Decidió internarse antes del 18 de septiembre. Cuando lo internaron, él tenía una cuenta en el boliche de la esquina para ir a buscar vodka. Entonces a la nana le dijeron que don Diego debía 300 mil pesos además de tener embargadas todas las bandejas de plata que Diego había dejado empeñadas para llevarse copete. La Julita tuvo que ir a pagar y retirar las bandejas porque eran de ella, fue el súper bochorno de la Julita.

 

Bruno Cuneo, crítico de literatura. A Viña del Mar desde un teléfono público. 15 minutos. Diego me contactó el 2003 a través de Sergio Madrid. Yo había publicado hace poco una crítica sobre Juan Luis Martínez en la cual también mencionaba algo sobre él. Que escribía más guiones que poemas, fue exactamente lo que puse. Eso al parecer fue lo que le gustó. Me telefoneó. Sin conocerlo, me saludó y dijo: “yo creo que puedes ser más metereológico que metodológico”. A los tres meses lo conocí en persona y me propuso el desafío: “no rompas el silencio, rompe la palabra”, me dijo. Eso fue como la chispa para incentivarme a escribir en un período donde además yo estaba indeciso de hacerlo.

 

Germán Carrasco, poeta. Vía correo electrónico. No me hacen gracia estas cosas. No sé quién te envió a indagar y a escribirme, pero no me parece divertido, mucho menos profesional. Sigue con tu farándula. Lo otro sería dar la prueba y estudiar de verdad en la Universidad de Chile. O dedicarse al periodismo de verdad, que hace mucha falta. Pero ya es medio tarde y peras, el olmo no da.

 

Thomas Harris. Otro día me llamó para avisar que se iba a morir. Este “huevón” le había dicho hasta la hora. “Fue un gusto”, me dijo. Nos despedimos. Al otro día llamó. Yo imaginaba en todo caso que no había muerto. O sea, eso esperaba. “Cuéntame todo” le pedí. La cosa fue más o menos así: se acostó a esperar a la muerte, pero ésta no llegó. ¿Qué entendía él de todo esto? Que era una señal de este “huevón” para que siguiera escribiendo. Otro día dijo que el “huevón” le había borrado el pico. “Cómo es eso”, pregunté con normalidad. “Así no más” me dijo, “me miré al espejo y no estaba”. ¡No me podrán decir que ese no es un acto fabuloso al cual estarían totalmente sometidos los personajes de Diego!… a ellos les pasan esas cosas.

 

Teresa Calderón. Sergio Madrid se quedaba a dormir los fines de semana y se lo tomaban todo. Un día domingo me llamó como a las 10 de la mañana…Me dijo: “Tere, dónde dejaste la botella de vodka que trajiste ayer”. “La dejé en el lugar secreto”, le dije. Él fue a buscar. Nosotros teníamos un lugar secreto donde escondíamos las botellas por si llegaba la mamá o los hijos, para que no vieran tanto desorden. Era un hoyo en la muralla, un mueble tapado con una cortina. El lugar para las botellas llenas. “No, no hay nada. Te la llevaste”, me contestó cuando volvió al teléfono. “Yo solo me llevo el whisky porque cuando se te acaba el vodka te tomas mi whisky”, le dije. Sergio y él quedaron con cuello porque me la había llevado y ellos no tenían ni plata para ir a comprar. Le hicieron exámenes y le dijeron que había perdido la visión por culpa del alcohol. Yo encuentro que no le importaba. Como que le daba lo mismo. Todo. Estaba como en un proceso de autodestrucción terrible. Decía que quería morir, que la vida era un carajo, que nada tenía sentido. ¿Qué fue lo que lo salvó? La parte sana que tenía que aspiraba a vivir”

 

*Fragmento de un texto sobre Diego Maquieira, escrito cuando aún no tenía clara la distinción entre oficio y profesión. Hoy sé que el periodismo es un orificio por el cual, con raja, se cuela algo de poesía.

 

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