Textos — 20 abril, 2016 at 2:37 pm

La obra magna de Pedro Nolasco Cruz (1857-1939) Por una crítica policial

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Por Mario Verdugo

Su prontuario indica a Talca como lugar de nacimiento y a la tierra chilena como agente de moderación en sus ideas. Enemigo del modernismo, el naturalismo, el baile, la chicha, los poetas populares y casi todos los demás poetas, el autor de Murmuraciones y Flor de Campo habría de convertir a la crítica literaria en un equivalente de la detención por sospecha

 

UNO

Cruz debuta como escritor publicado en 1881. Sus Fantasías humorísticas se inspiran en una concepción horaciana de la sátira, aquella que sugiere alternar lo jocoso y lo serio sin establecer claramente cuando se es lo uno y cuando lo otro. A este impasse teórico –acaso en combinación con el equívoco título– se debe atribuir el desconcierto con que por entonces reaccionan los lectores: risas en cuanto Pedro hace gala de su seriedad, rostros impasibles o fastidiados en respuesta a las escenas de divertimento. Ni las chacras del Valle Central, donde Pedro ejerce ya la agricultura; ni los nobles bufetes de Santiago, que el talquino descartara de su vida por amor a la tierra, figuran aquí como espacios predominantes. El jurisconsulto y futuro crítico aparece más bien en la antigua Roma, o volando entre las nubes que los dioses de esa ciudad tendrían por hogar. A raíz de circunstancias temporoespaciales que no se especifican, tanto Júpiter como Mercurio parecen compartir las creencias de Pedro, es decir, son casi católicos o católicos sin más, mientras que la Dama de la Justicia (mayúscula en su grafía pero no sin dudas en su belleza) manifiesta un odio parido hacia “los procuradores, los secretarios, los abogados y toda esa caterva de los tribunales”. Tras confesar que hubiese preferido encontrarse y enredarse con una campesina colorada, el protagonista remonta el vuelo en una especie de globo aerostático, al que acaba de inflar con cierto aire rancio, por lo demás barato, compuesto de versos y discursos sobre la libertad y la educación de los pobres.

DOS

Todavía fascinado por la lectura de Horacio, Pedro Nolasco insiste al año siguiente de su debut con Murmuraciones: artículos de crítica social y literaria. Ahora le interesa lo útil, sobre todo lo útil, aunque de vez en cuando se siga arrimando a lo dulce. El libro se lo dedica a su prima –la virtuosa Amelia Correa Vergara– y en el prólogo se encarga de aclarar que no se tratará de chismes. Se tratará, eso sí, de combatir las doctrinas liberales, y se tratará también, entre otras tantas cosas muy útiles, de hacer ver la genuina cara del vulgo, una cara de perro que persigue a quien le teme y que se aguacha ante quien lo patea. Como en las Fantasías humorísticas, Pedro empieza describiendo lo que se nos antoja un ambiente onírico, una pesadilla, una alucinación, la clase de ámbitos que atormentan a los desmayados. Allí está él mirándose a sí mismo, ya anciano, sentado frente al escritorio. El anciano Pedro intenta redactar en difícil, como si quisiera anticiparse a la Revista de Crítica Cultural, y al tiempo que va redactando, su habitación se llena de lauchas, sabandijas y un cocodrilo de ojos húmedos. Narcotizado o no, el caso es que Pedro despierta, vuelve a sus cabales, y en las páginas sucesivas tiene la lucidez suficiente como para emprenderlas directa o indirectamente contra cuatro lacras por lo menos: la música que conduce al baile (por sucia), la poesía que se basa en confidencias amorosas (por aburrida), las reseñas que aplauden ese tipo de obras (porque son como felicitar a un hijo feo) y la filosofía que sospecha de Jesucristo (porque sólo la profesan los haraganes, los empleaduchos y los estudiantes imberbes).

TRES

Entre 1883 y 1887 Pedro consigue publicar un par de novelas de dimensiones respetables: Flor de campo y Esteban. Confirma con ello uno de los poderes secretos que, en su calidad de músico aficionado, adjudica a la práctica del piano: aumentar de modo notorio la fuerza y la agilidad de los dedos. (Dedos de las manos, se entiende, pues los pies, como ha de suponerse, quedan rebajados por su pensamiento al universo de la baja moral dancística.) Lo que de largas tienen esas novelas, lo tienen de cortos los comentarios al respecto: “lectura liviana”, “lectura atractiva”, y pare de contar. “Debió darse cuenta que nunca descollaría como novelista”, conjetura Misael Correa, su hagiógrafo, de suerte que Pedro posterga simultáneamente sus proyectos agrícolas y narrativos y pronto se lo ve de regreso en Santiago, escoltando a los patriarcas del Partido Conservador y dirigiendo con ademanes trabajólicos la Subsecretaría de Guerra y Marina.

CUATRO

Pero los escarceos novelescos de Pedro Nolasco Cruz contienen méritos indesmentibles. Con la perspectiva histórica que proporcionan los cientotreinta años transcurridos, tan sólo un acercamiento mezquino o miope podría ignorar lo que en ambos libros se juega sobre la ruralidad chilena. Inclusive se diría que Esteban, el personaje que da título a la novela del 83, es un sorprendente precursor del Martín Rivas blestganiano, si no tocara la desgracia de admitir que Blest Gana había escrito su novelón un cuarto de siglo antes. Flor de campo, la segunda novela, es como el reverso de la primera: el amor –o lo que pareciese amor– entre un santiaguino millonario, apellidado Pasta, y una provinciana vulnerable, conocida como Menita. Si en Esteban nuestro novelista se sale del relato principal para burlarse de los parlamentarios que tramitan leyes anticlericales, acá se sale para asquearse de la zamacueca y la ludopatía que pervierten el agro. Por un lado está la “sed de lo infinito”, por el otro esa sed nada de fina que desemboca en puñetazos, escopetazos y caballazos. Los dos tipos de sed se enseñorean de las riberas del Claro. Dadas las evidentes coincidencias ficcionales con la vida de Pedro y sus continuos vaivenes entre el campo y la ciudad, el camino no puede sino abrirse en tal momento a la hipótesis autobiográfica: ¿Es Pedro aquel estudiante bigotudo que a cada rato está a punto de resultar triturado bajo los carruajes? ¿Es en realidad el millonario Pasta? La incógnita nunca se resuelve.

CINCO

La madurez, la excelencia, la consagración, las alcanza en 1889. Es apenas un cuarentón y ya se permite volcar al papel toda una teoría de la literatura. Sus Pláticas literarias se las ofrenda en esas fechas a quien parece un egregio representante de La Autoridad, cuyos apellidos infinitos son Errázuriz Urmeneta. El planteamiento de Cruz se traduce básicamente en la necesidad de reprimir o destruir las obras que ataquen a la Iglesia Católica, en particular si tales obras se adscriben a una corriente terminada en ismo (naturalismo, modernismo, preciosismo, conceptismo, culteranismo, eufuismo, etc.). A juicio de Pedro, el rol de la crítica debe ser idéntico a un control preventivo de identidad, o mejor dicho a las funciones desempeñadas por Carabineros y la Cruz Roja en las ciudades: revisar las patentes de genio para dar libre paso a los que las tuvieran al día, y estorbarlo a los que anduviesen con documentos falsos; impedir, en última instancia, “que se amontone el mal gusto y forme esos focos de infección que han ocasionado grandes pestes”. Corolario de esta compleja teoría es su tenaz oposición al mecenazgo –ya se refiriera a las platas provenientes del sector vinícola o al apoyo estatal que hoy recae en el Fondo del Libro–, así como su minuciosa relectura del Arauco domado. En el texto de su tocayo Oña, y en contra del veredicto favorable de que éste venía siendo blanco, Pedro detecta graves errores geohistóricos, entre ellos la presencia de góndolas en el río Itata y de panteras y tigres en territorio mapuche.

SEIS

El misterio más profundo se cierne sobre al lapso que va de las Pláticas a la muerte de Nolasco Cruz, acaecida en noviembre de 1939. Misterio acerca de su existencia privada, cabe puntualizar, porque en materia bibliográfica su visibilidad sigue rayando en la grafomanía y el encandilamiento. Justo en los albores del siglo veinte sale de imprenta su Manual de Preceptiva, donde se propone enseñar a leer y a escribir en conformidad con los modelos clásicos y las buenas costumbres. En 1904 inaugura su ciclo de ensayos unipersonales con un homenaje a Carlos Walker Martínez, líder del conservadurismo criollo y –en palabras de Pedro– hombrón no sólo avispado sino también de pecho fuerte, contextura atlética y brazos fibrosos. A este ciclo pertenecen además sus trabajos acerca de Lastarria (fulano insoportable en su trato y a menudo un “mendigo de aplausos”), Bilbao (niño prodigio cuya edad mental jamás pudo pasar de los 21 años) e Inés Echevarría (escritora azuzada por satánicos espíritus de vanguardia e incapaz de comprender las verdades del amor, del sexo y, en suma, de nada). La mujer y la madre tierra o la madre naturaleza son temas frecuentes en los tiempos postreros del maulino. En la poesía de Gabriela Mistral, por ejemplo, Pedro echa de menos una declaración más tajante sobre el origen de sus dolores (¿sufre por el hijo, por el esposo, por el amante o por el novio?), y a Marta Brunet la reprende por transcribir el habla de gente salvaje y supersticiosa. El Chile auténtico, no ese espurio Chile mistraliano o brunetiano, Pedro lo busca reflejar en lo que puede considerarse su testamento ficcional, los Cuentos reunidos por Nascimento en 1930. Allí, pese a reconocerse “estéril” de imaginación, se las arregla para columbrar qué atrocidades pensó Darwin de los huasos cuando estuvo en San Fernando, y qué tan extraordinario, repelente o psicoactivo puede ser un viaje de ida y vuelta entre Rauco y Curicó.

SIETE

Ardiendo en el tórrido Salón de Investigadores de la Biblioteca Nacional, la ópera magna de Pedro Nolasco Cruz aguarda aún su patrimonialización. Aguarda tal vez a los personeros artísticos de las Rutas del Vino y a los departamentos de extensión del INDAP y del SAG. Aguarda su metempsicosis en carnavales, vendimias y formularios concursables. Aguarda de seguro, como un magma dormido pero impaciente, a las jóvenes promesas de la dramaturgia, la gestión y la filología en las regiones del Maule y de O’Higgins. La tarea de rescate, ya está dicho, no se presenta sencilla y podría poner en franco riesgo psíquico a quienes osen encararla de veras. De suyo intempestivo y huidizo, tanto en lo concerniente a sus trayectorias vitales como a la datación de sus opúsculos dispersos en revistas y más tarde ensamblados en objetos unitarios a pedido del público, Pedro trasciende la muerte con los tres tomos de sus Estudios sobre la literatura chilena. Es el non plus ultra, el tributo que sus amigos libreros le financian in extremis y en la coyuntura póstuma, y es asimismo la oportunidad para calibrar su punto de vista sobre dos problemáticas de primerísima importancia a la sazón: los payadores (tropa de fanfarrones asfixiados en “chicha, regüeldos y fritanga de sopaipillas”) y Joaquín Edwards Bello (portento “de rabia diabólica y de soberbia estúpida”). Respecto a sus tribulaciones más íntimas, no se conservan otros datos fidedignos que unas fotografías donde Pedro despunta en compañía de su familia numerosa, y a veces junto a un perro de genética presumiblemente autóctona. Documentos adicionales, no por completo fiables, hablarán de una ancianidad atemperada por el renovado contacto con la tierra, aunque mucho menos atenta a las veleidades del trigo –o de la remolacha o de las papas– que al siempre incierto germinar de su fantasía y de sus bellos párrafos.

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