Juan Diego Spoerer, codirector del documental La sombra de don Roberto:
«Tenemos esta vastedad del fin del mundo que es el último pedo de la existencia. Chile es un gran paisaje y sobre ese paisaje maravilloso, sucedieron atrocidades tremendas».
Por José Tomás Labarthe
En la retrospectiva de los cincuenta años del Golpe, hay una película que no aparece en las listas. La sombra de don Roberto (Don Roberto’s shadow, 2007). Es un cortometraje documental, veintisiete minutos a la vez atroces y perfectos, sobre un exprisionero de Chacabuco, aquella oficina salitrera que durante la dictadura se erigió como campo de tortura y detención. El paisaje es un pueblo abandonado en medio del desierto. Antofagasta. Animitas. Adobe. Apocalípticos atardeceres. La historia es única: siguiendo el consejo de su psiquiatra, Roberto Zaldívar regresa a la escena del crimen a exorcizar su trauma, convirtiéndose en el único y último habitante de esa ciudadela en ruinas (que envidiaría Wim Wenders). Planos abiertos, secuencias extensas, fotografía sombría. La película es una suerte de visita guiada; la puesta en escena de un proceso de rememoración cuya fuerza reside en los contornos de los elementos dispuestos en el espacio: los forados del paredón de fusilamiento, las cruces del cementerio de los angelitos, las huellas en la tierra, el campamento delimitado por piedras y cal. El viento y las sombras devienen en presencia estética. Hasta la naturaleza muerta (cientos de objetos polvorientos), dan cuenta de una descomposición de mundo. El hilo que conduce el relato es la voz en off del protagonista, un soliloquio metafísico (que envidiaría Raul Ruiz), a mitad de camino entre el desvarío y la sabiduría, entre la memoria borrosa y la memoria lúcida: «Las paredes de adobe están hechas de barro, el barro está cargado con los metales con los que fue recogido, y eso contiene el mismo adn de una cinta magnetofónica». El filme fue codirigido por Juan Diego Spoerer y Håkan Engström. Spoerer (Puerto Montt, 1957) es un documentalista y poeta, que vivió más de tres décadas en Estocolmo, donde recibió el Premio Nacional de Periodismo en Suecia en 1999, por una serie de documentales sobre Chile. Cierta insistencia poética sobre el paisaje atraviesa su obra ―el largometraje Atrapados en Japón (2015) y el poemario La lluvia del sur (2019)―; una espiritualidad que no se alcanza a revelar, pero que insinúa que los lugares son algo más que sitios en donde se emplazan las cosas y los seres. «La identidad son los afectos, el lenguaje y el paisaje (…) Mi exilio fue eso. Cuando salí de Chile era verano, de día, con 30 grados; cuando llegué a Suecia era invierno, de noche, grados bajo cero. Una contradicción grotesca. Lo único que recuerdo son las luces del auto que me recogió en la oscuridad de algo que parecía un paisaje lunar. Para el muchacho que yo era, la pérdida de identidad fue total. Convivir en un laberinto de nieve y bosque. No es nada nuevo. Pero a los 17 años fue muy duro».
¿Cómo diste con don Roberto? Su historia es excepcional. Pasó su infancia en Chacabuco. Luego, ya de adulto, estuvo detenido allí. Finalmente, cuando libró y regresó con su familia, ese lugar le siguió penando, al punto de retornar por su propia voluntad para autoerigirse en su único y último habitante.
¿Cómo llegué a esta historia? La verdad es que mi vida periodista siempre tuvo que ver con Chile. Y en el mundo del relato, por una tradición familiar y por una educación, siempre he estado como vinculado a la cuestión más poética. Entonces, yo sentía que en esta mirada que teníamos sobre Chile, o sobre el trauma del Chile, el gran quiste que crece en Chile a partir de esta división que sucedió hace cincuenta años, había una suerte de relato que era como mucho causa y efecto, mucho hecho desde una mirada de las víctimas, por cierto, pero muy victimizante a la vez. Pero yo quería contar el horror desde una estética poética, digamos. Y bueno, estando yo en Estocolmo, a fines del siglo pasado, recibí la visita de Juan Castillo ―un personaje perfectamente desconocido y a la vez uno de los artistas plásticos chilenos más expuestos en el mundo― quien me cuenta que conoció a un señor en Antofagasta y que tengo que conocerlo porque voy a hacer la película sobre su vida. Tal cual. Viajé a Antofagasta y efectivamente, me encontré con don Roberto, que es una figura atemporal. Don Roberto no solo le sirve a la cristalización de la herida que tuvo Chile, que en cierta medida también la sigue teniendo. Sino que cristaliza también una suerte de miradas sobre la maldad que nos inunda, no solo a Chile, sino a la condición humana. Esa es una de las razones por las que yo quería que la peli no estuviese explícitamente ubicada en Chile. Que se hablara de este trauma, claro, pero que no se dijera nunca que estábamos en Chile, excepto Chacabuco. Hay una frase donde don Roberto dice: «Chile fue un campo de concentración», y esa es la única vez que se menciona a Chile. Tuve peleas de muchas horas con mi editor para que sacara esa frase, y él me dijo no, insistió, «no, porque Chile es también la encarnación de un daño que ha sufrido la humanidad». Por mucho que sea explícitamente en Chile, todos nos podemos identificar con eso.
¿El paisaje puede ser un personaje en sí mismo? Tan importante como la historia de Roberto Zaldívar, es la estética inanimada de Chacabuco. Un pueblo abandonado en pleno desierto, que pareciera estar justo en el trance de su desaparición.
Sí, efectivamente, una de las cosas que tiene el lenguaje del cine es el espacio. El cine es el relato dentro de un espacio-tiempo, un espacio físico. Y eso en el cine se resuelve a través de las locaciones o armando sets o imitando lo que se supone que uno quiere tener para contar una historia, poner allí a sus personajes, etcétera. Para mí fue maravilloso llegar a este lugar. Porque es un lugar profundamente cinematográfico. Yo soy también un amante de las ruinas. A mí me gustan las cosas que han perdido la vida, porque también dan cuenta de que ahí sí hubo vida. Yo me maravillo mucho más con una casa de adobe derruida con musguito, que con una casa recién construida. No la encuentro apetitosa. Y el paisaje del desierto es precioso. Y esto junto con estas ruinas que tienen una carga emotiva que se nota. Cuando uno visita una salitrera, llega y siente el peso del tiempo, esta sensación no solo terrenal sino también cósmica. Es decir, la pequeñez humana se reduce a cero prácticamente. Entonces, bueno, el set de la narración estaba regalado, estaba ahí. Era cosa de empezar a filmar y hay que ser muy torpe para no achuntarle.
Puede ser una trampa también, el riesgo de caer en el lugar común, en la cursilería: filmar atardeceres, líneas del horizonte, sombras y ruido blanco.
Si nos quedamos solamente en la belleza del sunset, del atardecer, que es absolutamente deliberado, filmar en horas de crepúsculo, la cámara se encendía desde las 5 y media hasta las 7 y media de la tarde, en esta suerte de ocaso, en esta suerte de fin de mundo, si ustedes quieren de fin del día, de fin de la vida. Esa era la sensación. Pocos planos que tienen que ver con la mañana o con el día. En general, todo sucede en este ocaso donde la luz va cayendo y muere. El cine está lleno de esos ejemplos. El asesino perfecto (1994) de Luc Besson está filmada a pura luz de crepúsculo. Once upon a time in the west (1968), de Leone. El viejo Parra dijo que «Chile no es un país, Chile es tan solo un paisaje» y yo creo que tenía razón. Uno sale de Chile y ve ciudades maravillosas… ni por donde en Chile. Pero, sí, tenemos esta vastedad del fin del mundo que es el último pedo de la existencia. Chile es un gran paisaje y sobre ese paisaje maravilloso, sucedieron atrocidades tremendas.
Chacabuco carga además con varias reencarnaciones. Primero como desierto, luego como oficina minera, después como centro de detención y finalmente como pueblo abandonado. Son varios signos superpuestos.
Un paisaje desolado en donde se produce el sueldo de Chile. Con esa idea juega también Alfredo Jaar. Claro, para don Roberto su infancia fue dura en el norte. Las epidemias, la silicosis; el promedio de vida no sobrepasaba los 35 años. Pero después la minería se constituye en la base de la riqueza chilena. Y ya al final se convierte en ese espacio horrible, en ese campo de concentración. Sin embargo, la película tiene la intención poética de mostrarlo como un espacio bello. La idea de transformar esa destrucción, ese dolor, esa cosa dura, en algo hermoso. Don Roberto va a lavar sus heridas allí por voluntad propia. Es una reclusión escogida. No es un castigo ni una travesía por el desierto. Exiliado de su espacio físico concreto, finalmente se encuentra con «el hombre que siempre va conmigo», como dice Machado. Es una forma linda de morir. Él muere un año después de terminado el rodaje.
¿Cómo abordar esa intención poética para no banalizar la tragedia?
En el relato había que buscar un conflicto, una contraparte. Esa fue la búsqueda, más bien periodística, de encontrar a los victimarios. Gran parte de la energía tuvo que ver con encontrar a alguien que tuviera los pantalones de ir y sentarse ahí. Finalmente fueron estos dos conscriptos, que en el fondo también son víctimas.
Este es uno de los primeros momentos televisados en que la víctima se enfrenta a sus torturadores. El encuentro es ambiguo moralmente. Los dos conscriptos lloran y piden perdón, pero a su vez señalan que «el perdón lo tiene que pedir la fuerza armada, no nosotros los soldados que obedecíamos en la instrucción». Don Roberto por el otro lado admite que abandonó a su familia, pues por las noches llegó a golpear a sus hijos mientras dormía.
Sí, yo creo en la ambigüedad de los personajes, sobre todo de estos victimarios. Son perfectamente banales, tal como entiende la banalidad del mal Hannah Arendt. Uno de ellos ahora es panadero. Pero, en su momento, por esta cosa de tener que obedecer, eran capaces de torturar. Eichmann en Jerusalén (1963), el famoso libro de Hannah Arendt, es eso. El tipo es responsable de todas las muertes en Auschwitz. Bueno, mucho más que eso. En realidad, es el responsable de la solución final. Y el tipo en el fondo dice: «estaba haciendo mi pega, no me culpen a mí, me dijeron que yo tenía que hacer eso, yo me ganaba los morlacos con esta cuestión». Eso es interesante y trasciende el tema chileno. Después de Alemania dijimos «nunca más» y volvió a pasar en luego en Kampuchea, en los Balcanes… está ahí y seguramente va a volver a pasar.
En ese careo, don Roberto se despacha una frase que hoy, a cincuenta años del Golpe, resuena de manera especial: «todavía no entendemos y por eso estamos conversando de un pasado que a todos nos causa dolor recordar». Da la impresión que La sombra de don Roberto entra tangencialmente en el corpus de documentales chilenos sobre la dictadura, ya que intentando superar la denuncia y el testimonio, retrata más bien los claroscuros personales, reflejando una noción de memoria medio borrosa.
Hay documentales que han sido muy ambiciosos y han tratado de desarrollar memoria una memoria histórica. Incluso, una memoria oficial; cuestión hoy día está muy en pugna. Una memoria colectiva, una memoria vicaria. O sea, una cosa que quede y que nos permita decir «bueno, llegamos los cincuenta años y esto es; entonces, superémoslo». Cuestión en la que no creo que ni el cine ni la política ni nada puede llevarnos a un punto final. Ni a un punto aparte siquiera. Y, hay otras memorias, que creo que este documental se encaja más por ahí, que tiene que ver con la memoria individual, la memoria borrosa, por cierto. O sea, la memoria de las cosas que también olvidamos. Yo creo que la memoria es una materia líquida. Lo que uno recuerda es lo que uno imagina y también lo que uno sueña, e incluso puede llegar a ser hasta lo que uno miente. Hay mucho relato en torno a nuestro drama de estos cincuenta años que a mi juicio están hechos desde una postura un poco victimizante, una suerte de autocomplacencia construida sobre la base de una narrativa matemática, algo ramplona, con la que varios directores se han colgado un poco de los muertos y no han logrado ver en profundidad los distintos matices que puede tener el conflicto. Es la fórmula de las causas y los efectos tan aplicada por Patricio Guzmán. Y ese discurso tal vez aburre un poco, lo puedo ver con mis estudiantes del curso de cine chileno, dicho esto con todo respeto, también, por lo que pueda significar para quienes desde esa sensación de víctimas han hecho una suerte de identidad, que eso es muy fuerte. Todavía lo vemos en personas cuya identidad sigue siendo solamente ser víctima de aquello que pasó. Eso es muy triste y es muy desgarrador de ver, porque ya se fue el siglo xx, desapareció Chacabuco, murió don Roberto, pero también está desapareciendo la memoria. Hicimos un ejercicio forzoso de recuperar la memoria a propósito del Golpe de Estado y creo que salió el tiro por la culata.
¿El desafío hoy entonces va más por el lado de cómo enfocar de una manera distinta la misma cuestión?
Si tú miras, incluso la cartelera del cine taquilla tiene que ver con memoria histórica. Oppenheimer (2023). ¿Qué es eso si no es memoria? Y estamos hablando de algo que no sucedió el 73, eso sucedió el 45. Y yo creo que el gran cine alemán, el cine italiano, el cine griego, el cine americano, el cine inglés, tienen que ver con una suerte de construcción de la memoria. Eso va a seguir. Además, no es nuevo, pasó ya en España, en Argentina. Acá en Chile todavía en términos narrativos no es tan interesante. Puede sonar un poco presumido, pero recién están empezando a pasar cosas diferentes. 1976 (2022) de Manuela Martel ofrece un nuevo ángulo. De pronto, la memoria ha estado durante treinta años en una suerte de visión tácita entre víctimas y victimarios, entre un bando y el otro, lo que hace un poco más cómoda la narrativa pero, en la perspectiva del tiempo, tal vez eso no sirva tanto. Ahora empezamos a encontrar en ciertas zonas grises, ciertos matices. Lo que falta es la historia que todavía no nos atrevemos a escribir. Empezar a hacer una narrativa más reflexiva acerca de los propios errores. En Chile, los que fuimos derrotados el 73 ―donde me incluyo, desde el punto de vista de la construcción política de ese proyecto― cometimos muchísimos errores. Y eso pocos todavía se atreven a plasmarlo desde un punto de vista narrativo, ya sea en ficción o desde el documental.
¿Es lo que hacen, de alguna manera, Ricardo Larraín en La Frontera (1991) y Pablo Larraín en El Conde (2023)?
La Frontera cayó en el olvido y es una bellísima película. Justamente, ahí la película tiene ese giro que comentaba. Un profesor de matemáticas es relegado al sur de Chile por firmar una carta de apoyo a un amigo que había sido detenido por la Junta Militar. Uno piensa que el destierro será una tragedia para este pobre personaje y en verdad el tipo encuentra el sentido a una vida que había estado bastante vacía antes de llegar allá. Es un poema de película. La fotografía es hermosa, mérito del padre de la fotografía chilena Héctor Ríos, que hace que el personaje central sea el paisaje del sur y que los habitantes sean personajes secundarios. También está El edificio de los chilenos (2010), por ejemplo, de Macarena Aguiló, una hija de miristas que no condena a sus padres por su afán guerrillero, pero sí porque la abandonan en Paris mientras luchan clandestinamente en el «Plan retorno». O Los perros (2017), de Marcela Said, en donde se puede ver cómo un monstruo condenado por la justicia es capaz de amar. Y sí, El Conde, como metáfora, funciona perfecto. El fantasma draculeano de Pinochet que sigue estando presente. Apela quizá demasiado al cliché, si hubiera matizado un poco más a la camarilla de personajes siniestros que rodeaba a Pinochet, hubiese sido una mejor película. Pero aporta.
Antes de terminar, retomemos una idea que no alcanzaste a profundizar. Comentabas al principio que, por tradición familiar y por educación, a la hora del relato siempre estuviste vinculado a «la cuestión más poética». ¿En qué consiste esa poética del paisaje?
Tonino Guerra, el guionista de Tarkovski, subraya en Tiempo de Viaje (1983) la importancia de los lugares. El cine es la locación, es el espacio. Una poética del paisaje significa señalar el paisaje como un instrumento intangible de una narración. Al momento en que le das una connotación afectiva, no lo estás tratando en su dimensión física, sino que le estás dando una connotación amorosa. Lo que hace Tarkovski, a veces con lugares lleno de tristeza, de dolor, como son las escenas de Stalker (1979), en donde ha habido una catástrofe tremenda, él trata a ese paisaje como un lugar en donde lo humano encuentra una respuesta. Stalker, el protagonista, es quien lleva al escritor y al científico a encontrar una respuesta que ellos habían perdido, en ese lugar devastado en donde ocurrió una explosión nuclear, razón por la que Stalker enferma de cáncer.
¿Cómo conectas con esta significación del paisaje más allá de ser un mero espacio donde se emplazan las cosas y los seres?
No quiero hacer name dropping, pero está en todo lo que me conecta: Teillier, Faulkner, Elliot. Está en mi primerísima infancia. Yo tengo una fascinación por los paisajes del sur. Nací en Puerto Montt cuando todavía era una aldea, dos calles que miraban el mar. Aprendí a nadar en las aguas gélidas. Mi papá era juez y los fines de semana íbamos a los sitios en donde hacía reconstitución de escena. Esa relación amniótica con el paisaje se cortó abruptamente cuando mi padre fallece de la nada en una noche de invierno. La identidad son los afectos, el lenguaje y el paisaje. Superado los traumas, el paisaje del sur se transformó en un lugar de abandono. A mis 17 años me fui al exilio. Cuando salí de Chile era verano, de día, con 30 grados; cuando llegué a Suecia era invierno, de noche, grados bajo cero. Una contradicción grotesca. Lo único que recuerdo son las luces del auto que me recogió en la oscuridad de algo que parecía un paisaje lunar. Para el muchacho que yo era, la pérdida de identidad fue total. El paisaje nórdico es muy bonito, convivir en un laberinto de nieve y bosque, la plasticidad de la nieve. Existen trece denominaciones para la nieve en sueco, yo las conozco pero no es un concepto que pueda sentir ni plasmar. Esa belleza siempre me molestó. En Nostalgia (1983) de Tarkosvki hay una frase que me identifica: «estoy muy cansado de una belleza que no es mía». Es por eso que La sombra de don Roberto tiene un altísimo componente de algo que está dentro de mío también y que yo tal vez no había logrado ponerle nombre, pero en el momento de hacer la película, fluyó. El paisaje del norte no es un paisaje con el que yo me identifique particularmente, pero es Chile y Chile es lo afectivo de mi lenguaje.
Créditos: Las fotografías son fotogramas de la ex oficina salitrera y ex centro de detención Chacabuco (Antofagasta, Chile). La sombra de don Roberto fue galardonada con premios de mejor montaje y mejor sonido en Suecia, Uruguay, Nueva Zelanda, Canadá y Valparaíso (la banda sonora ―ni más ni menos― es de Ärvo Pärt). Se puede ver online en la cineteca virtual de la Universidad de Chile.