Entrevistas — 16 abril, 2016 at 10:05 am

El pasado de Brodsky

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Por Cristián Rau

 

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Roberto Brodsky nos cita en el California, un café ubicado en la esquina de Irarrázaval con Sarmiento, en plena comuna de Ñuñoa. Además de unos insípidos Barros Lucos y de ser una especie de salón de té que con hidalguía resiste el paso del tiempo, el lugar no tiene demasiada gracia para esta entrevista, salvo la ubicación misma. Es ahí, en Ñuñoa, donde Brodsky sitúa su última novela Casa Chilena (2015), en el barrio de su infancia. Con esta publicación completa su trilogía de la Memoria, que componen además Bosque Quemado (2008) y Veneno (2012), en que el autor ficciona y tironea su verdadera biografía para mostrarnos su versión del relato de Chile de los últimos cincuenta años.

Brodsky forma parte de esa generación que maduró en dictadura y que lo forzó a un peregrinaje en el exilio por Buenos Aires, Caracas y Barcelona. Comenzó a publicar relativamente tarde, a los cuarenta, pero recién con Bosque Quemado (su cuarta obra) encontró su veta, una literatura sin máscaras, al hueso, que según la periodista Claudia Donoso “acusa un giro fundamental, que se ancla en la escena familiar, ficción alimentada ya sin pudores por el material autobiográfico del autor”. La constante en estos tres libros es la mirada al pasado, la revisión de la historia personal que intenta hacerse grupal, siempre desde la visión de un chileno que vuelve, momentáneamente, para volver escapar: “soy como un extranjero en su casa. Reconozco lugares, rápidamente encuentro el código, a pesar de que conozco de memoria el mapa del lugar, me veo como extranjero. Los ritmos y las velocidades cambian. No importa la democracia, la dictadura o la transición”, dice Brodsky.

La Memoria, con mayúscula, no sólo es el asunto que concatena sus novelas, sino que parecen ser más que eso, algo así como una obsesión. Brodsky fue uno de los fundadores de The Clinic, coguionista de Machuca y, según relata en una entrevista, cuando se dio cuenta de que era el único que tocaba la bocina celebrando la muerte de Pinochet en 2006, decidió volver a emigrar: el destino sería el Centro para Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Georgetown. Desde hace tres años que reserva los últimos meses para dictar el curso Los Usos de la Memoria enmarcado en la Cátedra de la Memoria de la Universidad Diego Portales.

Este seminario que nació para conmemorar los cuarenta años del golpe ha sido, según Brodsky, un importante aporte para el país ya que ha contribuido en dos aspectos principalmente: primero, ha ayudado a comprender que el trabajo de memorialización no es un fenómeno local, sino que es una cosa cultural; una materia que viene conversándose a nivel de debate hace años, algo potente, y que no es solo de sectas, de víctimas o de especialistas. Segundo, la identidad de un país no es algo estático, sino que por el contrario, dice el escritor “trabaja con los materiales del pasado, con el material de la memoria, y en base a esto se construye la identidad. No es entonces, un elemento fijo, no se puede atrapar, es un «work in progress »”.

Brodsky se da cuenta de que su explicación es árida e intenta simplificarla: “es interesante, en ese sentido, el documental de «Allende, Mi abuelo Allende», de Marcia Tambutti, ella está tratando de configurar una historia del abuelo político y   mártir, allí hay un trabajo de memoria útil, hace un ejercicio reflexivo y no recuperativo. Cuando simplemente revisita es nostálgico, patrimonial y termina dando una visión exculpatoria, momificante, incluso monumentalizada. Una versión inmaculada, que no es viva, un relato que muy luego desaparece. ¿Hoy quién ve la estatua de Allende en La Moneda? Es parte del paisaje, su historia no interviene, entonces desaparece. El verdadero trabajo de memoria debe ser incómodo, no tiene nada que ver con hacer apologías heroicas de los personajes”.

LAS MÁSCARAS Y LOS OTROS

- A partir de Bosque Quemado tu literatura gira hacia lo autobiográfico, incluso hacia los aspectos incómodos de tu historia ¿A qué se debió este cambio?

Normalmente uno funciona en el arte con máscaras de sí mismo en lo social y hay un momento en que te quedas sin ellas: o no te funcionaron, o te aburrieron o se pegaron demasiado al cuerpo. Entonces hay una disposición hacia el despojo a sacarte la impostura. Ahí, entonces, te encuentras con cosas íntimas que no son irreducibles o ficcionables y la única forma de enfrentarlas en sin estas máscaras.

Para mí el sentido que tiene escribir actualmente va por el lado de la falta de pudor. Hoy que vivimos con tanta virtualidad, llenos de realidades que no son, ¿cómo encontrarle el punto de lo real? Escribiendo desde el hueso. Claro, a veces quedas en pelota, exponiendo algo que no debieses. Pero la vergüenza es eso, una incapacidad para despegarte de algo que te encadena; lo que te sujeta es la pertenencia a ciertos códigos o modelos que tienes que romper para poder darle un sentido de verdad a lo que estas escribiendo.

- ¿Tus libros van acercándose al formato Diario?

Uno no puede hacer un diario bonito de sí mismo. Mauro Libertella contaba que en la presentación de un libro, Rodrigo Rey Rosa decía que para ponerte a hablar mal de tu entorno, lo primero es ponerte tú en la hoguera. Tienes que estar mucho más dispuesto al despojo de lo que vas a hacer con los demás; a no ser que seas un cara dura o un canalla. Esa es la escritura de la memoria, pero también de cierta vergüenza. Lo interesante es llevar eso, que ya de alguna forma se ve en mi trilogía, fuera de lo autobiográfico y más hacia lo colectivo, a la ficción pura. Y quizás el diario personal es el modelo narrativo para hacerlo.

- Fuguet parece haberse ido para ese lado con No Ficción

Claro, pero Fuguet es un excelente publicista. Yo era muy amigo de Fogwill, un trabajador del mercado que se ganaba la vida haciendo frases para vender chicles, y veía en Fuguet a un colega. Él es capaz de inventar, lo que hay que inventar, en el momento justo.

- Hay en tu obra una mala leche clara contra los otros/los felices (que son jóvenes, exitosos y que no traen el lastre del pasado). ¿Por qué?

Los felices son rock and pop, no lo digo en sentido peyorativo, ellos son los que escuchaban a Silvio cuando estaba en la radio, en la tele, y las condiciones de escucha eran totalmente distintas a las mías: que eran clandestinas. Los felices no tienen el lastre de la paranoia de lo que ya pasó. Para ellos el pasado es el pasado, para los más viejos es incierto: ¿qué chucha pasó conmigo? Los felices miran el futuro cómo pregunta: ¿qué va a pasar en diez años más? Para los otros la pregunta es hacia atrás. Zambra habla de la literatura de los hijos lo que es una pachotada, propone “que somos los hijos los que debemos hacer la literatura”.

Cuando hago una referencia a los felices hablo de lo local pero no en un sentido valorativo –de lo bueno o lo malo– busco hacer la separación del tipo de códigos, de cómo acercarse a la realidad. Los trasvasijes de mirada son súper actuales, es necesario romper esa idea de linealidad y de las preocupaciones de cada uno.

- En alguna parte dices que eres artista, chileno y además judío.

Claro, vendría a ser como la tríada de lo peor (risas). No eres central. No te ganas bien la plata, pero sobre todo hay una sospecha permanente. Lo pongo en tu caso: si tú vienes de Talca y haces esta revista eres evidentemente sospechoso. ¿Qué camino torcido has tomado para terminar en Medio Rural?

Es como cuando Kakfa le escribe a la novia: “qué tengo que ver con el judaísmo, cuando apenas tengo que ver conmigo mismo”. Las cosas han sido tan despojadas, que al final ¿qué tengo que ver con lo que me rodea?, soy un ente raro. En mi caso, me crié en un colegio francés, escribo en español de un mundo chileno y vivo afuera; no puedo pretender identidades férreas de nada, ser el José Donoso de la clase media chilena.

VENENO Y BOLAÑO

Luego del éxito que obtuvo con Bosque Quemado, con el que ganó el Premio Jaén en 2007, y del que el crítico Ignacio Echeverría dijo es “una obra de gran vigor estilístico, espléndida y madura sobre el exilio chileno”, Roberto Brodsky decidió escribir Veneno una obra punzante y ácida que le generó más de algún problema, ya que develaba todos los tejemanejes de la literatura nacional, hablaba de su amistad con Bolaño (asunto que generó y genera envidias) y varios cagüines que hizo que varios nombres insignes de las letras chilenas lo miraran feo.

Aunque una de las condiciones previas para esta entrevista era obviar el manoseado tema de Bolaño, cosa a la que Brodsky asintió gustoso, al final igual nos vimos metidos con el influjo del detective salvaje.

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- En una entrevista a The Clinic dijiste que nadie pescó Veneno. ¿Por qué crees que pasó eso?

Yo creo que un poco lo evadieron. Veneno fue un libro muy complejo de escribir, ya que está escrito desde una cierta narrativa del trauma. Es un juguete medio rabioso que si yo hubiese querido morigerar o aplacar me rechazaba; el texto se autonomizó y yo, aunque me decía: “huevón, me van a sacar la cresta”, no podía hacer nada. Fue como un hijo con problemas conductuales al que prefieres dejarlo en la casa o bien que salga fuera para que sea lo que es lo que es: un libro que responde a mis preocupaciones y se integra a la familia, a la obra. Debido a mi pasado, me cuesta creer en las purezas estéticas, si los materiales son impuros e incómodos hay que cargarlos.

- En Casa Chilena, dices que lo que más escuchas es: “no vayas a escribir sobre esto”. ¿Se te pasó la mano?

Me han dicho mucho eso, pero yo creo que no. Incluso me parece que no cuento ninguna infidencia de nada. El libro no está en la lógica del acusete, “este hizo esto o aquel tal cosa”, y funciona más bien como discurso de la interperie. No creo haberme pasado de la raya con nadie salvo, quizás, conmigo mismo. Si con algo me extralimité fue con mi propia condición narrativa.

- ¿Cómo ves el post bolañismo en la narrativa local?

Hay un momento de hipnosis con Bolaño, él viene de afuera con un trabajo muy personal y literario muy elaborado. Luego hay un momento de ceguera, de neófito: “sólo hay un antes y después de Bolaño”. Ese también pasó. Hoy parece que hay un momento más crítico, de cuestionar dónde se instala esa narrativa. Bolaño eso lo anticipa, cuando dice: “la obra viaja sola. Luego encuentra un montón de circulaciones –viaja acompañada por críticos, lectores, por las publicaciones– luego esa obra es dejada sola –por los críticos y por los lectores– y después sigue viajando sola. Ese es su destino final”.

Ese es exactamente el proceso, Bolaño lo describe maravillosamente en los Detectives Salvajes. Él, como autor, sabía perfectamente que cualquier obra auténtica sigue ese camino: en algún momento estarás bien acompañado y luego solo. Este negocio es así.

- En ese sentido, ¿qué te parece el panorama literario local?

No lo conozco bien. He leído harto, pero se publica mucho y en varias editoriales. Me parece que hay una noción minimalista, fragmentaria, que está ordenando el territorio y que tiene una vida más bien corta y que responde a un momento determinado de la escritura. Uno lo puede reconocer, por ejemplo, en la obra de Alejando Zambra o de Diego Zúñiga. Éste está haciendo un gesto interesante, darle una vuelta al realismo a partir de un lenguaje que puede ser periodístico, pero que incluye un juego de desplazamientos con el referente, que es atractivo como proyecto. Lo de Zambra es más recursivo y más formal; trata de ser puro, frío. Nadie puede discutirle a Zambra el oficio, pero eso que aplica una y otra vez tiene un desgaste enorme. Es como un camarón congelado.


PANERO

Roberto Brodsky y la Unión Latina, un organismo de cooperación cultural donde el autor se ganaba la vida, trajeron a Chile en 2004 al gran poeta español Leopoldo María Panero. Lo que le da a este hecho tintes odiseicos es que Panero estaba recluido en un hospital psiquiátrico desde hacía décadas y era casi imposible sacarlo. Ahí hicieron una jugada genial: se engrupieron al director del manicomio convenciéndolo de que el poeta chileno radicado en España Bruno Montané era además de letrado, enfermero. Panero, con Montané de chaperón, realizó varias presentaciones poéticas en Santiago –en una de las cuales, en el Centro Cultural España, con un cigarro prendido salió detrás de la mujer que le llevaba las bebidas y no volvió más– e incluso visitó a Nicanor Parra.

- Una pregunta final: en Veneno Panero te firma un libro en un momento angustiante para él. ¿Qué decía la dedicatoria?

No me acuerdo exactamente las palabras, pero sí perfectamente a que aludía. Panero en algún momento, en un rapto de lucidez, me dice: “Brosky sácame de aquí” (lo dice con acento español y cara de asesino en serie). Panero, era muy loco e impresionante. Leopoldo es un súper buen ejemplo del límite de la vergüenza, se despoja, por supuesto, a través de la locura de todo. Se caga en el papá, en España y, claro, probablemente por eso termina donde termina.

PS: Un par de semanas después de esta entrevista Roberto Brodsky escribe por correo: “Te mando de paso y con retraso la dedicatoria de Panero: ¿qué dice, qué quiso decir? Hay que leer «Veneno» para descifrarlo”. Lamentablemente, y como era de esperar, lo que escribió Panero en la dedicatoria parece garfios y patas de araña.

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