Destacados, Textos — 26 septiembre, 2019 at 12:57 pm

El HUASOLECTO: Ficciones del Maule en la frontera

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Por Claudio Maldonado

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El germen.

Mi incorporación a los Pueblos Abandonados partió a fines del 2008, cuando conocí al Gestor. Marcelo Mellado andaba con una crisis asmática y yo había vuelto hace un año de un coma. Había leído un par de sus libros y le escribí a San Antonio para invitarlo a un encuentro literario que armaba junto a mi amigo Cricri. Se llamó “Frontera Boca Arriba”. Una de esas noches, después de ponencias y lecturas, en un bar de la calle Lautaro, en Temuco, comenzamos a intercambiar las primeras imágenes abandónicas con el porteño: operadores políticos estragados en el lamebotismo y el robo piola de los fondos de un municipio, grupos literarios de Pitrufquén y Lonquimay armando antologías de 800 páginas para conquistar el parnaso de la sopaipilla universal. Se activaron las risotadas incrédulas de los invitados santiaguinos y las peras afirmativas de algunos coleguitas locales, que de pura timidez no mostraron la hilacha leyendo sus poesías sobre los rieles de una aldea sureña sin tren. La resaca del encuentro pasó al olvido. Por el 2011, una lista que se candidateaba para tomarse y comerse “juvenilmente” la dirección de la SECH, propuso hacer una SECH en zapatillas. Los escritores de Chile que apoyaban tenían que posar en Facebook con las tenis relucientes. Cuatro o cinco escritores de provincia se burlaron del petitorio y atacaron diciendo que en Chillán, Puerto Montt, Arica y Vicuña los escritores tenían la obligación de salir en la instantánea con bototos. La rebelión no movió a nadie, pero debió ser una especie de incentivo para seguir -como dice Nicole- esperando nada. El año 2013 sale el manifiesto de los PPAA, donde firmaron hasta los que no supieron de la existencia del primer encuentro en Llolleo. Digamos que desde ahí me sentí un militante más de una ficción territorial que aportaba una tecla nueva al gastado re- sentimiento pueblerino escritural chileno. Después los hechos volaron como treiles. A inicios del 2013 vuelvo al Maule, publico una novela y a los meses me llega una invitación de la Universidad de Playa Ancha: “Lo invitamos al segundo Encuentro de Pueblos Abandonados, La otra provincia. Se realizará entre los días 28 y 29 de noviembre. Por favor traer un escrito en torno al tema o en su defecto preparar la lectura de algún pasaje de sus libros”. En la empresa mi jefa me tenía buena y me dio permiso para asistir. Siempre escribo bajo cierta presión, pero esa vez tensé la posibilidad al nivel de estar subiéndome al bus y no tener idea de cuál sería mi espacio entre conceptos como: la estrechez del canon metropolitano, el escritor territorial y las demandas colectivas, el rediseño crítico de la República, entre otros. Casi al llegar a Curicó, pasando por la IANSA, abrí el notebook y comencé a darle duro a una presentación que diera cuenta del habitar por los pueblos donde he trabajado en la mejora de las prácticas lectoras y escriturales de mi entorno, pueblos hechos mierda y que a pesar del hedor igual son apaleados como locos en un saco harinero, por el Estado, la empresa y las lógicas metropolitanas enanitas que se multiplican como panes en los villorrios más peregrinos de lo regional. La meta era llegar a diseñar una exposición sin el color autobiográfico de un tipo inflado de la nada. Inventemos que, saliendo de Rancagua, comprendí que mi rollo tendría que decantar en las diferencias de habla que se han cruzado en esos pueblos habitados, diferencias trasvasijadas en ficciones y que sin duda también estaban en las escrituras de mis otros colegas abandónicos del norte, del litoral central, del Wallmapu, de Chiloé o el extremo sur. Llegando al terminal compré La Estrella, el titular informaba sobre el impacto nacional que causaba la muerte de un muchacho devorado por perros, en la sección “Sexo” el diario relataba el caso de un hombre que mantenía relaciones íntimas con una duende y en la sección “Estrellas” aparecía el motivo de mi visita: “Exclusivo encuentro de escritores provincianos. No participa nadie de Santiago”; “y esa es la idea”, asegura Mellado”. Entré a un cibercafé a imprimir las hojas. Tomé una micro y llegué a la plaza Sotomayor. La inauguración era en el zócalo del Centro de extensión del CNCA. Poco a poco vi llegar a los compañeros expositores, varios cansados, con mochilas cargadas de libros y ánimo. A Cristian Vila, Cristóbal Gaete, Cristian Geisse, Marcelo Mellado, Juan Cameron y a mí nos correspondió abrir los fuegos con la mesa titulada Lecturas de Provincia. Se desplegaron ideas sobre la falta de realismo, glosarios porteños y conjeturas antropológicas vinculadas a la poesía y al territorio. Tuve el honor de cerrar la mesa con algo que ya tenía un título y una posibilidad de expresión. Luego vino un almuerzo bien regado, después un furgón que nos llevó a la Facultad de Artes de la UPLA para escuchar los comentarios de Alberto Madrid sobre el artista visual Juan Downey y su trabajo sobre Chiloé. De ahí llegó la noche, sombrero de todos los días, y en patota nos fuimos a celebrar al sótano de la librería de Meneses, en calle Cummings (la que hoy es la Concreto Azul). Al ritmo de los humos, las cervezas y los destilados, Mario Verdugo habló sobre “Curepto es mi concepto”. Risas y alcances de Oscar Barrientos que también fabula con su ensayo sobre cómo asesinar la imagen mojigata de Martín Rivas y Jaime Pinos pone la lucidez con su idea de que todo es centro. La mayoría andaba con publicaciones muy recientes y la noche avanza y avanza hasta que se pierde entre las escaleras de los cerros. Marchamos rumbo a la pieza de un poeta que tiene el cabello largo hasta los tobillos y que matiza sus versos anticapitalistas tocando una vara tensada con una cuerda. Andamos también con los amigos Inubicalistas: Moncada, Serey y Rodrigo Arroyo, que insiste en que vamos al Máscara a vacilar unos The Cure. Melena nos recibe con agrado y se manda un miniconcierto. Barrientos se ríe muy fuerte y lo retan por ello, alguien fue a por más bebida, ya se han intercambiado casi todos los libros y de alguna forma llega el otro día. Somos profesionales, hay que aperrar. Pero llego atrasado a la mesa que me corresponde y leo un cuento corto para despistar. Volvemos al zócalo y se leen los textos comentados la noche anterior, Rojas Pachas nos recrea la nueva literatura del norte, Víctor Rojas nos encanta con sus museos caseros y Madrid esboza una relectura del viejo y querido criollismo. Es el cierre. Viernes en la noche. Los abrazos y despedidas parecen más cercanos. Al otro día tengo que partir y lo que ha quedado son estas impresiones y el escrito que aquí vengo a presentar.

Huasolecto.

Y es en la aldea de Curicó, ese pueblo – que al decir de Florcita Motuda “era tan, pero tan aburrido que no le quedó otra que ponerse creativo”- donde se construye mi interés por el acto de contar ficciones. La mayoría de los abuelos del barrio habían llegado cuarentones a la ciudad, asentándose en el sueño clasemediano de la casa propia y de un buen nicho donde caerse muerto. Sus hijos, mis padres o mis madres, mis tíos y tías. Toda esa parentela pichona dejó sus Comalles natales, sus Hualañés, sus Raucos y sus Cordillerillas infantiles. Llegaron a terminar la enseñanza básica y continuar la media, para cumplir la meta de estudiar una carrerita corta que les permitiera ganarse la plata con más alivio que sus ancestros, que cada vez que podían les narraban las miserias en las salinas de Boyeruca, o los correazos de los patrones por haberse comido una guinda sin permiso. En medio de esos actos conversatorios, tanto públicos como privados, en esa mixtura de lenguaje campesino y de urbe chica, es que adquirí el Huasolecto maulino curicano, una forma de comunicación en que las anécdotas, las tallas, las formas satíricas y laudatorias para acercarse y alejarse de la tribu que parecían estar siempre acompañadas del grito agargantado de un jote delirando en las alturas. Términos como: Chijetear (jugar, correr o entretenerse sin parar), Acoquinarse (intimidarse ante algún suceso), Chimiscoleado/ada (sentir los primeros efectos del alcohol), Ajibado/ada (personas que no andan con la espalda derecha), Pacotillero/era (que hace las cosas mal y a la rápida), Pachochento/enta (que hace las cosas de manera muy lenta y con flojera), Pachotazo (insulto o ataque verbal violento y repentino), Langusino/sina (que siempre anda con ganas de comer, pese a estar saciado), Amalcornado/ada (enfrascado en una pelea con otro/otra), Pispireta (mujer muy joven que se luce haciendo ademanes exagerados que ensalzan su femineidad), Aturrunarse (frustarse u enojarse por una situación y mirar enojado/ada), Azopado/ada (Mojigatería silente que se refleja en los gestos de su cara), La Chei (la amante del marido que a cambio de regalos acepta su condición), Pililo/la (persona que viste con ropas muy deterioradas o no muestra interés en la presentación de su indumentaria), Agallucho/ucha (persona valiente, con gallardía frente a un conflicto) Y así tantos otros, que forman un glosario que se expande al llegar a frases típicas, llenas de significación en sí mismas: te miraron como el último pendejo de la raja del culo, Andai lamiéndole la cabeza a un tiñoso por cinco pesos, Querís la guerra mundial por ni cobre, Quedaste tamboreando en un cacho. Nótese que la ch y la ll son esenciales en estos términos, y que las frases constituyen, como diría el Gitano Rodríguez, un miedo inconcebible a la pobreza, una tristeza de huaso desterrado, solitario, pero también amante del carnaval de la risa y del esperpento; de la exageración como forma de agradar a un público ávido por escuchar nuevas ocurrencias en las formas de un decir en Huasolecto. Casi todos los veranos de mi infancia los viví en Iloca. El Zafrada, mostrado como novedad, nunca fue rareza en su hablamiento cotidiano.

 

El Huasolecto al servicio de mi ficción se hace más potente al conocer los círculos literarios de los pueblos de la Araucanía, grupos de poetas de Licanray, de Gorbea, de Cunco, de Pucón, de Boroa, de Ercilla, decenas de agrupaciones que se bautizan como Los Amigos del Libro, el Club de jubilados por la poesía de Tirúa, Los poeta de la Nieve de Lonquimay, las Gotitas de lluvia de Nueva Imperial. Todas ellas, agrupaciones talibanas al momento de defender sus versos, firmes en la idea de su apostolado, desfilando para los 18 de Septiembre con sus trajes color marengo, todos con un libro en la mano y una gorra con pluma ensartada.

 

Los personajes curicanos emergen para darle vida a mis informes de lecturas, como diría Marcelo Mellado. Dispositivos de transmisión textual de imaginarios hacia los pares: las perfomances del Julito el lustrabotas, que nos tiraba besos y a más de alguno un agarrón a la maleta. La sonrisa en tinto del Pachín, un cuico vagoneta, medio payaso y niño pinochetista, que vivía de la bolsa del hermano que era dueño de los flipers más importantes del centro. La vida del Brunito, otro hijo pudiente de la aldea, que al nacer resbaló de los brazos de la matrona y quedó con un retardo mental y que al llegar a los 20 años le dio por visitar las escuelas de toda la ciudad y tocar la campana en los recreos. Y así, decenas de anécdotas: el guatón Lele, que fue el primer gran proveedor de pitos de mí generación, ese guatón Lele que armaba las caletas en papel cuché, el único distinguido en la envoltura. Después supimos que los paquetes venían con la cara de Chayanne o de Axel Rose porque este tarambana le robaba los TV Grama a la prima para darle más color. El loco Elmo que se inyectó pisco en las venas, el Johnny Peineta con su escarmenado rastafari buscando flores muertas en el cementerio, el Finfa que se murió de frío en la plaza de la Iglesia del Rosario. Los jugadores del Curicuri, que los veíamos las madrugadas del sábado en las cantinas de Mónica Donoso, meta y ponga: el Chala Díaz y el Pelao Aranís, celebrando por el partido que perderían al día siguiente en el estadio La Granja, que aún no era el medio estadio, sino un estadio completo hecho de puros palitos de helados.

El Huasolecto en mí, en los personajes del pueblo, un mundo por explorar, distinto al aburrimiento del que hablaba el joven Florcita de los 70´. Yo en la Alameda Manso de Velasco, a mediados de los 90´, viendo como el Chaka ponía los ojos blancos y la boca chueca para imitar a Eddie Vedder. Ese Chaka Lomboy, que estudió un semestre en el Instituto Curiarte y pirateaba poleras Maui  con la mirada de los tiburones que siempre le salía tuerta, turnia-. Como la épica del Cogote de almeja, compañero de Tercero Medio, fanático de Iron Maiden, que por meses le picó leña a los vecinos, lavó autos y cortó el pasto en casas pirulas, para ir al concierto de su vida en la capital y soñar con el autógrafo de Steve Harris o de Nicko Mcbrain. Muchas veces Cogote, en esas juntas arriba del Cerro Condell, nos recreaba la aventura: al final del concierto, el Cogote se cuela como un guarén en la sala vip, donde Bruce Dickinson le garabatea saludos a unos rucios jai. El Cogote de Almeja no encuentra papel en su chaqueta, desesperado le estira el único billete, la única luca para volverse a Curicó. Dickinson dice algo que Cogote no entiende, ríe, aúlla como lobo y le pone la millonaria en el Ignacio Carrera Pinto. Cogote soporta estoico el sabor de la felicidad. Tiene que dormir en el asiento de un SAPU. Al otro día machetea hasta juntar la plata de vuelta. El regreso es total. Enmarca el billete autografiado y lo cuelga en su pieza. Hasta que un viernes de farra, con esa sed que tan sólo a él lo modelara (nos contaba succionando un vino blanco en bolsa) y andando más pelado que el loco Pepe, agarra un martillo y quiebra el vidrio, saca el billete y parte corriendo a la botillería El Tunazo, a por tres cajas de Codegua tinto, a inventar otra historia verdadera a la orilla del Guaquillo.

¿Y el Huasolecto y la literatura dónde quedan? Dos recuerdos literarios tengo de mi primera aldea: cuando en Cuarto Medio hago un plagio de un cuento de Maupassant, más que nada hago un reescritura con elementos del Huasolecto y ahí pasa colado en un concurso y obtengo el primer lugar. Ya me había leído el Punta de Rieles de Manuel Rojas, para mí ese libro era y sigue siendo el primer gran libro de mi vida, y esperaba un buen premio, en realidad cualquier premio, menos la calculadora científica llena de teclas raras e inútiles que años más tarde terminé perdiendo en un liceo industrial de Perquenco. El segundo recuerdo es ese mismo año, como soy “El Nerua del liceo” me invitan, junto a un grupo de mateos del curso, a un encuentro literario en Talca. Es un homenaje a Mariano Latorre. Los mateos se aburren en las charlas, yo también, en la noche los poetas talquinos tienen un mambo y los mateos, que a esas alturas odian todo lo que tenga que ver con On Panta o Zurzulita, exigen que los lleven al internado porque quieren descansar. Entonces yo no puedo conocer a los poetas y nos cierran las puertas con llave.

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El silencio de la aldea.

Fin de la literatura en el Maule. Me voy con mis   y con mis personajes a Temuco. Por el azar de la flojera, porque saqué 488 puntos en la PAA, porque en esos tiempos quería ser como los escritores que vacilaban el carrete gentileza de Mariano Latorre, llego a Temuco en el tren Santiago – Puerto Montt. Hago el viaje inverso al de mis amigos, que se van a Santiago en su mayoría. Después de un viaje de 20 horas, comienzo a estudiar Pedagogía en Castellano. La Araucanía se constituye en el espacio donde potenciar el Huasolecto. Es aquí donde conozco a los primeros escritores, Guido Eytel y sus talleres de narrativa, Jaime Huenún y sus talleres de poesía en Freire, la importancia de Jorge Teillier y su Lautaro mítico, el hombre pájaro y su alegría sicodélica en Puerto Saavedra, los escritores veinteañeros igual que yo: Gloria Dünkler, Ernesto González, Ángel Valdebenito, Rodolfo Hlousek, Juan Wenuan, Lucio Calquín, las bandas roqueras mapuches como los Pirulonko, los punketas Mal Caracho y tantos personajes que hicieron que la flojera peregrina de algunos profesores de la Universidad de la Frontera fuera una caracha al lado de tanto mundo nuevo por explorar. Mi Huasolecto comenzó a tener un escenario sostenido en realidades que no eran de mi zona. Las memorables jornadas de José Antinao, el Tumbaito Torres, en el Gimnasio Ñielol, tres veces campeón nacional de boxeo amateur, me hacen escribir un cuento sobre un boxeador curicano impotente y castrado por su mujer, luego la creación de un cuento de un bombero pirómano que incendia las casas de sus amigos en la población Dragones. El casero, que me arrendaba la pieza de estudiante, era de la institución y me nutría día a día con las pericias y miserias del cuartel. El Huasolecto al servicio de mi ficción se hace más potente al conocer los círculos literarios de los pueblos de la Araucanía, grupos de poetas de Licanray, de Gorbea, de Cunco, de Pucón, de Boroa, de Ercilla, decenas de agrupaciones que se bautizan como Los Amigos del Libro, el Club de jubilados por la poesía de Tirúa, Los poeta de la Nieve de Lonquimay, las Gotitas de lluvia de Nueva Imperial. Todas ellas, agrupaciones talibanas al momento de defender sus versos, firmes en la idea de su apostolado, desfilando para los 18 de Septiembre con sus trajes color marengo, todos con un libro en la mano y una gorra con pluma ensartada. Todo un caldo de cultivo para el que sería mi primer libro titulado Santo Sudaca, libro prologado por un escritor curicano, Gilberto Sanger, que es parte del bestiario de esos escritores curicanos que nunca conocí. Esto fue el año 2008, el año en que organicé el “Frontera Boca Arriba”, un encuentro de narradores, donde por primera vez compartí las ideas del Huasolecto con creadores de distintos lugares del país. Ahí supieron, por ejemplo, el significado de: Cañanón/ona (persona que siempre habla en un tono alto y estridente), Jangrollo (Comida en la cual no se identifican los alimentos que la constituyen, una suerte de mezcla poco agradable a la vista), Andai como Dolly Penn (Alusión a que la persona está con mal olor corporal y que está lejos de tener el aroma de un desodorante que en los años 60 fue muy popular en Chile), Andai con cara de circunstancia (Que anda con aspecto de aflicción y que esta actitud lo hace lucir ridículo), Lo hiciste a la ñanga ñanga (Hacer algo de manera descuidada y con malos resultados), Aquí el que caga menos caga un kilo (Que dentro del grupo familiar o social ya no hay respeto al orden ni a la jerarquía, Se le cayeron los títulos (Dícese de la persona que no quiere realizar una actividad doméstica y muestra dificultad o molestia por ejecutarla), Oye, santito, ¿dónde te pondré? (Sarcasmo destinado a la persona que anda pendiente de que la tratan bien y ante cualquier descuido se siente ofendida o agredida).

Y al llegar al final, de esta muestra del glosario huasolectiano, vuelvo a esa Florcita Motuda aburrida de a finales de los 70´, pero sólo para decir que este músico nacional fue compañero de curso en el liceo del único de mis tíos vivos, un profesor básico que jamás ha salido de Curicó y que lo único que quiere es jubilar. Este pariente o la vida de este familiar (él no lo sabe) me sirvió como base para elaborar lo que fue mi primera novela llamada Piel de gallina, quizá un intento por clausurar un ciclo, un zona detestada de mi oficio como profesor secundario, sin los miedos ancestrales a la pobreza material, sino con miedos nuevos, a perder las ganas de vivir practicando un oficio que muchas veces pareciera no llevar ningún sentido: ejercer la educación formal en la secundaria de Chile. Me tomaré la licencia de engañarme y decir que fueron los dioses los que me hicieron partir de la Araucanía, justo en el momento de terminar mi novela, pero la realidad siempre es menos rica. Vuelvo a un Maule nuevo, a Talca. Mi Huasolecto está a la espera de nuevas ficciones, no tengo la menor idea de cómo serán mis nuevos libros (si es que los hay), como dijo Henry Miller: “Mis mapas y mis planes me sirven de guía”.  Dejo todo a voluntad, invento, deformo, miento, inflo y confundo de acuerdo a mi humor el día. ¿Cómo poder sentirme oprimido por vivir en una aldea que me da todo el silencio para imaginar?.

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