Destacados, Entrevistas — 20 julio, 2021 at 3:59 pm

Eduardo Plaza: “Ser pobre y de provincia te obliga a ser creativo desde la precariedad”

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Texto y fotos: Daniel Rozas

Germán Marín decía que no bastaba trabajar con el resentimiento social, de clase, sino que lo creativamente útil era ser resentido frente a la vida, frente a las cosas que no resultaron, frente a las cosas que te dejaron solo. Un resentimiento que va hacia a la política, al arte, y que opera respecto de las opciones del mundo en que vives.

Ese pensamiento de Marín me asalta después de leer La Pajarera (2021, La Pollera), el último libro de Eduardo Plaza (1982), autor de la colección de cuentos Hienas y la novela Retamo, e integrante de la lista Bogotá39-2017, elegido como uno de los cuatro chilenos entre los mejores escritores de ficción de América Latina menores de 40 años.

El libro está compuesto por una introducción y cinco crónicas semi autobiográficas sobre su infancia en Coquimbo, donde la precariedad y el resentimiento activan una mirada crítica, familiar y afectiva y, en varias ocasiones, humorística.

Plaza le pega una repasada a algunos de los lugares comunes que existen sobre Coquimbo: el mito fundacional del puerto pirata, el tesoro de Guayacán, la Cruz del Tercer Milenio, los Viking´5 o la historia del caudillo Pedro Velázquez, exalcalde de puerto entre 1992 y 2006.

Si Pedro Lemebel decía que no había nada peor que ser pobre y homosexual en Chile, Plaza, por su parte, sostiene que no existe destino más jodido que ser pobre y de provincia. Yo agregaría que a Eduardo Plaza le sucede lo mismo que a Nicanor Parra. Cuando Teófilo Cid le preguntó a Parra: ¿Cuándo llegaste a Santiago? El chillanejo respondió: “Todavía vengo llegando”.

Plaza lleva casi diez años viviendo en Santiago, y le gusta la ciudad, pero no se siente incorporado. Escuchándolo, pareciera que hay una especie de descalce entre su memoria, y lo que ocurre alrededor.

 

plaza

 

 

 

¿La pajarera es un libro hecho por encargo o nació de tu propio deseo?

Por encargo. Daniel Campusano me llamó unos seis meses antes del estallido social y me dijo que estaba levantando esta colección de crónicas, Surcos del territorio, y tenía ganas de que yo participara. A mí jamás se me hubiera ocurrido sentarme a escribir algo que no fuera ficción. De ningún modo habría pensado escribir una crónica. Y eso que yo soy periodista. Tampoco sentía que tenía mucho que decir sobre la ciudad. Lo que sí caché era que podía encontrar una versión particular de contar mi Coquimbo.

¿Y cómo se fue armando el libro?

Lo primero que le dije a mi editor fue que no podía escribir una crónica precisa, cronológica, justificada, de las cosas que pasaban en Coquimbo, de mi infancia en provincia. Me conformé con mi versión. Para escribir sobre la pajarera conversé mucho con mis amigos porque fueron estas casas que entregó el Serviu (Servicio de Vivienda y Urbanismo) mediante un subsidio básico a lo largo de Chile y que, en Coquimbo le llamaban, despectivamente, la pichonera. Al escribir me acordé de la experiencia que tuve de pendejo cuando se burlaban de la casa de mi vieja. Lo mismo corrió para el perfil sobre Pedro Velázquez. Puede que yo esté equivocado, pero ese texto lo escribí a partir del recuerdo de haber leído una entrevista que le hicieron al exalcalde donde decía que quería construir una estatua gigantesca del pirata Francis Drake (que utilizó la bahía de La Herradura como fondeadero y vino a saquear La Serena en 1578), en el acceso sur de la entrada de Coquimbo, donde se le da la bienvenida a los turistas que ocupan el puerto durante sus vacaciones. Tengo la imagen en mi cabeza: la periodista describiendo al entonces alcalde abierto de patas y posando como estatua. Después vino la revuelta y la pandemia y yo creo que eso volvió el libro más personal. Ambas cosas me generaron la imposibilidad de volver a Coquimbo cada vez que yo quería. Antes de octubre de 2019, yo podía estar una semana en Santiago y otra en Coquimbo. Después de la revuelta todo cambió.

 El libro parte con tus dificultades para volver a Santiago en auto desde Coquimbo. Te demoraste como doce horas en llegar a la capital. ¿Cómo se vivió el estallido social en Coquimbo?

Yo estaba viviendo en Providencia con un amigo y nos vinimos a Coquimbo por un fin de semana en octubre, pero al final nos quedamos varios días más. Cuando quedó la gran cagada, después del 18, cuando todos estábamos esperando que Piñera dijera algo y no lo dijo, cuando todos pensábamos que se venía un golpe de estado y Piñera salió, dijo un par de tonteras, y se volvió a esconder. Bueno, ese día nosotros veníamos de vuelta a Santiago.

Una semana antes habían tratado de quemar la Cruz del Tercer Milenio. Nos fuimos por Ovalle, después manejamos hasta Los Vilos y, como no había nadie en la carretera creímos que nos íbamos a demorar cuatro horas en llegar a Santiago. Y, claro, en Los Vilos ya estaba la cagada. Habían cortado todo. Nos hicieron bailar para cruzar y lo hicimos. Cuando empezó a oscurecer la cosa se transformó en una selva. Había una fila de cien kilómetros de autos. A la primera salida nos arrancamos de la carretera y nos fuimos conejeando por caminos de tierra. Fueron horas de temor porque había lugares donde todo estaba cerrado y nos apuntaba con láseres e intentaban hacernos encerronas. Nos demoramos una doce horas en un camino que toma cuatro horas y media.

 La primera crónica está muy bien urdida. Partes hablando de tu viaje en pleno estallido social y, de repente, cambias de dirección y haces una digresión sobre la imposibilidad de hablar con tu mamá, que jamás le dirías Nora en persona, y de ahí se dispara tu memoria sobre tu infancia en Coquimbo.

Yo jamás le he dicho Nora en la vida. Lo que a mí me pasó fue que, la libertad que yo tenía para desdeñar Coquimbo, dejó de existir después del estallido porque ya no podía venir a Coquimbo para desdeñarlo. Mi problema fue estar escribiendo sobre algo sin poder llegar a mi ciudad. Porque finalmente Coquimbo es mi madre. Bueno, están los amigos y las cosas que puedo contar sobre Pedro Velázquez o los Viking´5 pero el vínculo más preciso que tengo con esta ciudad es con mi madre que, a todo esto, es serenense. Y yo tampoco soy coquimbano. Yo soy serenense, pero me crie en Coquimbo. Entonces ahí tomé la decisión de hablar de Coquimbo. Escribir este libro fue una forma de hablar de mi vieja.

 Escribiste una crónica sobre el exalcalde de Coquimbo Pedro Velázquez. ¿Cómo investigaste el personaje?

Más que investigación, mantuve muchas conversaciones con colegas periodistas de Coquimbo. Y, al igual que en muchas ciudades chicas, las municipalidades financian los medios. Entonces el diario El día de Coquimbo jamás dijo nada sobre Velázquez hasta que fue expulsado de la Municipalidad.

 ¿Cómo reporteaste ese perfil?

Yo pedí tres veces por transparencia que me enviaran el dato de cuántas lucas se habían gastado en la Municipalidad de Coquimbo en el tema de la Cruz del Tercer Milenio. Todavía estoy esperando. Ahí uno se da cuenta de lo inoperante que es el sistema de transparencia en Chile. No obtuve una respuesta, pero cuando yo les preguntaba a mis amigos sobre Pedro Velázquez, lo que les llamaba la atención eran las excentricidades que él hizo con la plata municipal. Pedro Velázquez era un loco insólito que dejó la Municipalidad con seis mil millones de deuda y que, además, robó.

 A Pedro Velázquez le encantaba decir que nunca había robado.

Él se fue de la alcaldía por fraude al fisco. Decía: “Nunca fui condenado por ladrón, sino que por fraude al fisco”.. 

Una distinción patuda pero correcta.

Pedro Velázquez es un personaje inevitable para hablar de Coquimbo. Pero lo que no quería hacer era transformar la crónica en un show porque su gestión fue grave. 

En La Pajarera cuentas que Pedro Velázquez estuvo como alcalde de Coquimbo desde el 92 hasta el 2006.

Por eso te digo que era inevitable mencionarlo. Y era inevitable también pensar y preguntarnos en qué estábamos todos nosotros en esa época. Hablo en plural cuando porque todos lo aplaudíamos. Los noventa fueron una época bizarra en Chile. Estábamos en esa onda del chaleco más grande del mundo. La desesperación por ser alguien en el país de los nuevos ricos de Frei Ruiz-Tagle nos llevó a esa clase de actos por figurar. Y en ese caldo surgió Velázquez. Él representa eso. Piensa en lo que hizo en el cerro de Coquimbo con la Cruz del Tercer Milenio. Mira cuánta plata gastó.  A él no le importaba a si la gente no tenía agua potable o alcantarillado en los cerros.

Lo importante era demostrar quién meaba más lejos.

Era eso. Quién mea más lejos versión alcalde. Nosotros vamos a tener que mirar esa cruz de 80 metros para siempre en Coquimbo. Fue parte de la locura exitista noventera de querer hacerle un atajo al desarrollo. Yo tampoco soy de esos huevones que viven tirándole mierda a Ricardo Lagos. Pero lo que a mí me molesta es que, si bien la Concertación hizo lo que pudo ―muchas veces con el parlamento en contra y los milicos encima― a mí no me la venden que ellos no se vieron con plata en las manos. Y cuando digo ellos, no me refiero a que se hayan llevado plata para la casa. Pero como vieron que llegaba plata a Chile, creyeron que lo único que importaba era el crecimiento económico. Y en las versiones más chicas y pobres de ese relato, como Coquimbo, imperó esa idea de no darse la vuelta larga para llegar a ser una mejor ciudad. Lo fácil fue poner una cruz y una mezquita y creer que nos iban a llover los turistas. 

La mayor investigación que hiciste para este libro fue para escribir sobre una leyenda fundacional de Coquimbo: los piratas y el tesoro de Guayacán. Mencionas el libro que escribió el arqueólogo Ricardo Latcham en 1935 como clave cultural para entender la identidad coquimbana.  

Para mí fue fascinante darme cuenta que, esta broma que hizo Latcham sobre los piratas, esta novela, se transformó en parte de la identidad coquimbana. Ricardo Latcham fue un intelectual inglés que estuvo viviendo mucho tiempo en Chile y cuyo currículum lo avaló para decir cosas en un libro de ficción que luego fueron leídas literalmente. Como si se tratara de información realista. Entonces cuando él escribió El tesoro de los piratas de Guayacán: relación verídica (1935) fue cuando, a partir de esa ficción, se sostuvo la identidad coquimbana en relación a ser un puerto de piratas. Cosa que es absolutamente falsa. El mito del tesoro escondido de Guayacán no existía en la literatura chilena antes del libro de Latcham. Por eso yo digo que es una broma de Ricardo Latcham. Y creo que la broma se le fue de las manos.

 

Retomando tu libro. Dices que no se puede hablar de Coquimbo sin hablar de los Viking´5. Y haces una distinción dialéctica entre el sonido de la Sonora Palacios (bronces, piano) con los Viking´5 que incorporan la guitarra eléctrica. En esa crónica conversas con Lalo Macuada, guitarrista de la banda, que ahora con la pandemia trabaja manejando un taxi colectivo en Coquimbo.

El Lalo es un tremendo personaje. Yo no soy músico, pero creo que el Lalo carga con el peso de ser el guitarrista de los Viking´5 desde el año 78. Yo creo que si uno se pone a revisar grupos como Tommy Rey o la Sonora Palacios y después escuchas a los Viking´5 es evidente la diferencia. Y eso tiene que ver con la precariedad que significa ser de provincia y no pertenecer a Santiago. Además, en los setenta Chile era un país pobre. Una cosa es ser pobre en Chile, y otra es ser pobre y de provincia. Y creo que con la música pasa lo mismo. En los 70 y 80 Chile era pobre, pero en Coquimbo ni siquiera le alcanzaba a un grupo como los Viking para comprarse una trompeta. Entonces no es que los Viking´5 no hayan querido armar un cuarteto de vientos y tocar como Tommy Rey, lo que pasaba es que no tenían plata. Eso hizo que la banda fuera una batería, un bajo, y un guitarra. Ellos estaban obligados a ser creativos desde la precariedad. Y de ahí viene la predominancia de la guitarra y la forma en como el Lalo sostiene un carrete completo con su instrumento. Es un punteo rockero en versión fuente de soda.

Escribes en la crónica “Cumbia de Cahuín”: “Hay algo en esa cumbia rapidita, apurada, con guitarra, bajo y batería, sin sección de bronces y sin protagonismo del piano que me da sed. Pienso si hay hielo en el freezer. Querer mover las patas. Querer tomarme una cosa. Quererme mandarme una cagada más o menos acotada, de menor importancia. Eso me despierta la guitarra de Lalo Macuada”.

Eso tiene que ver con el carrete grupal que despierta la música de los Viking´5. Es una cumbia para pasarlo bien, no para jotearte a alguien. Es bailar con los amigos, disfrutar. Tiene que ver con la originalidad en lo precario y cómo ellos crearon escuela con eso.

Yo veo ahí cierta conexión con tu escritura. Tu narrativa es concisa. No abundan los adjetivos y pareces seguir la máxima de Hemingway: escribir es borrar. Tu escritura es nortina, árida.

Yo creo que mi escritura es semidesértica, como el paisaje de Coquimbo. Intento usar la menor cantidad de adjetivos. No voy a escribir una novela de 200 páginas si la puedo escribir en 80. Prefiero que no se tale tanto árbol para publicar un libro.

Vi una entrevista en YouTube que te hicieron en Colombia durante el Hay Festival Cartagena 2018, cuando fuiste integrante de la lista Bogotá39-2017 (y te escogieron como uno de los cuatro chilenos entre los mejores escritores de ficción de América Latina menores de 40), donde te preguntaban por tu libro favorito clásico de la literatura universal y, en vez de mandarte las partes y mencionar Ana Karenina o Moby Dick, hablaste de El vaso de leche de Manuel Rojas.

En mi caso, como no tuve una biblioteca en la casa, lo que yo leía era lo que encontraba en el colegio en Coquimbo. Agarraba lo que pillaba y en eso encontré a Manuel Rojas. Y El vaso de leche me cambió la vida. Si no fuera por ese cuento, quizá ahora estaría a cargo de una botillería.

 

 

 

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