Destacados, Editorial, Portada — 8 octubre, 2022 at 5:27 pm

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Celebramos la importancia que se le ha dado últimamente al concepto «territorio» y al ejercicio de valorar las prácticas pensadas y realizadas desde lugares lejanos del centro mismo del poder. Eso sí, presentimos, también, que se corre el riesgo de que de tanto manosear el concepto puede volverse romo, inocuo; hasta carne de meme. Así que intentaremos circundar el asunto —evitando ojear la expresión— discutiendo en torno a procedimientos y prácticas provincianas y valientes, que buscan como bien dice Yanko González, por aquí,: «dar la batalla como si sirviera».

Un par de pispeos.

Hace poco un destacado periodista pedía a su fanaticada no usar más la palabrita e intercambiarla por barrios, villas, poblaciones, plazas, etcétera ya que este «suena a asamblea de militantes o algo deshabitado y lejano». El escritor sureño Óscar Barrientos, por el con- trario, la defiende, y lo hace por motivos más bien prácticos ―las otras opciones no le convencen―: «regionalización» tiene un tufillo militar que conviene a toda costa sortear, y, la otra, «provincia», está demasiado pasada a humo, nostalgia y caminos de tierra.

«El mapa no es el territorio» rezan los tatuajes —o la descripción en Instagram (que viene a ser lo mismo)— de los feligreses más convencidos. El mito dice que la frase fue acuñada por un militar que recorría el campo de batalla mapa en ristre y pese a su atenta lectura, terminó dentro de una zanja enemiga, porque, claro, en la cartografía no aparecía la trinchera específicada. La máxima, que sirve de comodín culto en casi todos los campos intelectuales existentes, en estas lides la postulamos simplemente para recordar que no toda producción cultural debe mostrar obligadamente las marcas, con pelos y señas, del lugar de donde proviene. No es necesario exhibir la Denominación de origen como muestra de calidad o de prueba de blancura; y por lo pronto, no todo lo que se hace debe repetir procedimientos que se reconocen como adecuados. «Tráiganme clichés nuevos» decía un culturoso de provincia.

Ahora bien, y esto es lo importante y lo que nos convoca: el postular que las ideas y creaciones excéntricas ―fuera del centro— no deban trazarse en base a tópicos manosea- dos y con olor a precariedad impostada, no quiere decir que haya que ir a buscar tramas y conceptos fáciles y pensados para el cen- tro. «Postergo el momento de escribir porque no encuentro la palabra con que se abren las montañas», nos ayuda Guadalupe Santa Cruz. La propuesta del hacer desde el acá, o desde un poco más allá, debe buscar armar una nueva forma de relatar y de comprender los bordes, cierta poética afincada.

El título de este número —extraterritorial— lo tomamos prestado del crítico George Steiner, quien propuso que una de las características únicas de la revolución del len- guaje dada a partir de la «crisis de valores morales y formales» que antecenden a la Primera Guerra Mundial fue la aprición de una «caren- cia de patria». Autores brillantes ―léase Nabokov, Kristof, Borges o Beckett—mutaron de idioma —superando eso de que la patria es la lengua, dicho por Adorno desde el exilio― amplificando de manera radical sus obras. En

este presente, en que vivimos, sin duda, una crisis de valores morales y formales proponemos ir más allá del lenguaje dado por nuestro paisaje, rescatando, raspando, releyendo y poetizando en torno a prácticas situadas ―a veces ópacas y silenciadas―, pero que dan cuenta de una forma de hacer única; artilugios y oficios que se relacionan y nutren de la ceguera centrista.

Este número, entonces, pretende hilvanar una especie de base, un par de pilares medianamente firmes, en torno a los cuales seguir pensando los modos de producción desde estos lugares. Les pedimos a autoras y autores quitar el tupido velo, desnudar, mostrar la estructura, los hilos invisibles que rigen la forma en que piensan y producen. Echar «alguna luz sobre estos pueblos» como propone Pedro Gandolfo.

 

 

 

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