Destacados, Ensayos — 9 agosto, 2024 at 5:02 pm

Del Valle Central al secano costero: una mirada de Alberto Valenzuela Llanos

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Por Sebastián Schoennenbeck Grohnert

 

Si aceptamos la definición de «paisaje» como una construcción cultural e histórica, una multiplicidad de variables entraría a jugar en la relación predominantemente visual que el sujeto establece con su entorno natural. Comunidad nacional, individualidad, desplazamiento y accidentes geográficos serían algunos de los muchos factores con los cuales resignificamos, intervenimos, imaginamos y observamos los espacios. Pienso, por ejemplo, en la importancia del Valle Central como agente configurador de un paisaje cuya imagen sintetiza diversidades culturales y geográficas del territorio nacional. Ante la diversidad de paisajes existentes al interior del territorio nacional, el Valle Central se presenta, según Alfredo Jocelyn-Holt, como un eje articulador que garantiza una única nación: «Son demasiados los paisajes; por tanto, a menos que aceptemos que son también muchos los posibles Chiles (postura que nadie ha pretendido sostener), es obvio que debe existir al menos un eje desde donde se articula lo que venimos denominando históricamente Chile, es decir, el Valle Central». De ahí entonces que el historiador hable de «la centralidad del Valle Central».

A lo anterior, podemos agregar los aportes de Alberto Sepúlveda, quien, en su artículo titulado «La formación del Estado nacional en Chile», indica que «el origen de la “excepcionalidad” chilena tenemos que buscarlo en el pasado, en la evolución durante la colonia, cuando la amenaza del indio bravo obligaba a mantener una disciplina como medio para impedir la destrucción de la comunidad hispana del Valle Central».

Desde luego, sería interesante preguntarse por el desplazamiento o movimiento físico, espacial y retórico que permite al Valle Central contener, sintetizar e incorporar las regiones o zonas extremas del territorio nacional para llegar a ser finalmente una imagen única y supuesta de Chile. Este simulacro paisajístico tiene que ver, por cierto, con la historia patricia de la hacienda, con la ubicación geográfica de la capital, con la concentración de la población e, incluso, con las bondades de un clima mediterráneo que caracteriza al Valle Central. No obstante, me gustaría preguntarme esta vez cuál es la relación entre el Valle Central y la Zona Central, términos que no refieren exactamente a lo mismo[1]. En la medida que el paisaje siempre es un devenir, el traslado por parte de un sujeto de un lugar a otro y la posible comparación entre los diferentes parajes por los que se pasa durante el viaje, son experiencias con las cuales la mirada forja un orden, una imagen, aunque sea momentánea, de esos mismos entornos. Es así como el espacio se entrega como paisaje. Dentro de la Zona Central, me interesa específicamente el desplazamiento desde el Valle Central al rulo, el cual es identificado en esta reflexión como el secano costero y parte de la cordillera de la costa. No se trata de una ruta conducente al mar como fin último. Más bien, pienso en un andar desde cierta y muy relativa riqueza agrícola a la austeridad pecuniaria del ganado ovino o a la pobreza, en términos de biodiversidad, de los monocultivos de pinos radiata y eucaliptus. También pienso este viaje como un repechar desde el verdor del valle regado y central a la sequedad de pastizales amarillentos, cafesosos o, ya terminando el verano, grisáceos. Abandonar el Valle Central para acceder al secano costero equivale en cierta medida ―y si aceptamos un poco el tono de la hipérbole― a una perdición: en ese tránsito, el sujeto deja de ver la cordillera de los Andes no solo porque le da la espalda en su andar hacia el poniente, sino también, porque, entre los cerros de la baja cordillera, ya no se puede ver de manera constante la majestuosidad andina. Esta pierde su omnipresencia y deja de ser el fiel referente que siempre nos orienta. Se extraña consecuentemente su antigua ubicuidad y el andariego cae en una especie de orfandad si es que visualizamos la cordillera de los Andes, en términos mistralianos[2], como una madre simbólica. Lo anterior se vuelve una experiencia más cierta al considerar la velocidad moderna: el paso desde el Valle Central al secano costero ya no es a pie ni en carreta como tampoco en tren. Dado los ramales atrofiados de matorrales, zarzamora o dedales de oro (Eschscholzia californica), el viajero o paseante se moviliza de una manera algo más rápida gracias a carreteras y medios de transportes motorizados. De este modo, de un rato a otro, se deja el calor sofocante del valle para alivianarse con la brisa marina que algo refresca el interior de la cordillera de la costa, al menos, en verano y a partir de las dos de la tarde. Una imagen da lugar a otra sin mayor demora, casi instantáneamente, como un diaporama algo apurado.

No se trata tan solo de la subjetividad y arbitrariedad de la mirada. En efecto, el paso desde el Valle Central al secano costero suele ser abrupto. No hay accidentes geográficos que mediaticen ambos espacios y el agua, a través de su presencia y ausencia, intensifica dramáticamente el contraste. De plantaciones de frutales, maizales y pueblos extendidos a lo que común y erróneamente se le llama «peladero»; no porque los cerros y lomas del secano costero sean precisamente cascos calvos, carentes de flora, sino porque el tipo de cubierta vegetación se le asocia a una pobreza casi desértica. Más de una vez hemos oído nombrar una extensión de espinos (Acacia caven) como un «peladero», lenguaje que desde luego invisibiliza nuestro patrimonio arbóreo. No sucede lo mismo con, por ejemplo, las avenidas de plátanos orientales, de tilos o de robles americanos que adornan y refrescas los accesos a antiguas y arruinadas, si es que todavía existen, casas de fundo del Valle Central. Recuerdo un reportaje escrito por José Donoso para la revista Ercilla. En 1963, el medio lo envía a cubrir la zona de Cahuil, una pequeña localidad ubicada un poco más al sur de Pichilemu. Al estar situada en la desembocadura del estero de Nilahue, los habitantes de Cahuil cosechan la sal del agua marina que entra al estero. Encarcelándola en cuarteles, el agua se deja evaporar hasta quedar solo la sal. El oficio es ancestral y ha llegado a generar no solo un interés turístico. En efecto, Cahuil junto a Boyeruca, ha sido definido como un «paisaje cultural». En el reportaje, Donoso narra su viaje desde el valle de Colchagua hasta la costa, habiendo pasado por el rulo secano. Su percepción del paisaje ejemplifica claramente lo que he intentado decir anteriormente. Para el novelista, el valle de Colchagua, zona icónica del Valle Central, es descrito como un paisaje clásico, mientras que el polvoriento secano costero le recuerda los escenarios del Far West:

 

A medida que se avanza por el ramal de Pichilemu, pasando las feraces regiones de Santa Cruz y Cunaco con sus viñas, naranjales y alamedas clásicas, el paisaje se va haciendo más duro y polvoriento. Los pueblos con sus calles de tierra y sus casas de balaustrada parecen salidos del Far West, y se puede creer que algunos bandoleros enmascarados fueran a salir de detrás de la nube de polvo de sus caballos para asaltar la casa que tiene un letrero pintado que dice «Banco» (. . .) a medida que se avanza hacia Pichilemu, el paisaje se puebla de espinos, en terrenos inútiles o no cultivados.[3]

 

Esta percepción donosiana del paisaje de la Zona Central de Chile es reforzada, por oposición, en su artículo «Algo sobre jardines», texto en el cual plantea que el Valle Central es un jardín, ya que la mayoría de las especies vegetales que ahí crecen no son endémicas:

 

Chile entero, y me refiero sobre todo al Valle Central, parece un jardín. Y digo «jardín» con toda precisión: porque este paisaje tan «nuestro», es en esencia un paisaje artificial, un «jardín», de importación. Los componentes del paisaje chileno de tarjeta postal -la alameda, el sauce del estero, la zarzamora, la galega, los trigales y viñedos que le dan su sello- no son originariamente nuestros sino que encarnan el triunfo de los conquistadores sobre lo conquistado. Todos estos vegetales fueron importados desde Europa, aclimatándose aquí e imponiendo su orden sobre el paisaje, desterrando las palmeras (…), las pataguas, los maitenes, peumos, bellotos, ahora árboles ocasionales, o refugiados en los cañones y valles cordilleranos. Para el que estas líneas escribe, estos árboles autóctonos son muchísimo más exóticos que el sauce, la higuera o el álamo europeos bajo los cuales nació.[4]

 

A diferencia del secano costero y los rulos, el Valle Central es, ante la mirada donosiana, un orden artificial por sobre lo silvestre, una domesticación de la naturaleza a través de lo foráneo, en suma, un jardín al cual podríamos agregar incluso, si consideramos su otro ensayo ya citado, los atributos de lo clásico. No es que Donoso reconozca en el paisaje símbolos de la Antigüedad o que advierta en el Valle Central algo así como una Arcadia. Sin embargo, al ser definido como un jardín, Donoso proyecta la experiencia del juego, del ocio y del paraíso terrenal en un espacio geográfico que, de un modo opuesto, se ha configurado históricamente a través del trabajo agrícola. Al comparar ambas citas, la que corresponde al secano costero y a la del Valle Central como jardín, respectivamente, la utilidad agrícola solo figura en su reverso al modo de un negativo fotográfico: no se describe el trabajo del campo fértil y regado ―como si el campesino fuese borrado del plano visual―, pero sí se insiste en la inutilidad de los cerros poblados de espinos. La descripción del autor también tiene un alcance formal: a diferencia del rulo costero, un paisaje más bien de hechos desde la perspectiva donosiana, el Valle Central cuenta con profundidad, amplitud, perspectiva, líneas rectas y una armónica combinación de aguas y tierras. De ahí entonces que el paisaje se configure con viñedos, sauces de estero, trigales, mientras que en el secano costero se dibuja paradójicamente con una nube de polvo que interrumpe la visión. Por supuesto, el contexto histórico actual es muy diferente al de la visita de José Donoso. Las empresas forestales han generado un enorme cambio en el paisaje de la cordillera de la costa, así como recientes parcelaciones. Hoy, la noción de agrópolis[5] podría también dar cuenta del secano costero: «Nadie sabe hoy a ciencia cierta cuáles son los límites del campo, ni si la vida rural y el trabajo agrario pueden seguir entendiéndose como sinónimos», como propone Mario Verdugo.. Sin embargo, algo todavía persiste de las imágenes donosianas: el valle cuenta con agua, mientras que en el secano costero aún el agua escasea. A su vez, la superficie montañosa complejiza o encarece la instalación de sistemas de riego. Los árboles extranjeros tampoco se emplazan a modo de grandes avenidas como en el Valle Central. Por lo tanto, las superficies sombreadas son menores y el color que sigue prevaleciendo es el café de los pastizales. En el imaginario, el rulo permanece siempre en un verano seco.

¿Qué evidencia artística o histórica tenemos del desplazamiento hacia el poniente, es decir, desde el Valle Central hacia la cordillera de la costa o el secano costero? ¿Qué nos puede decir la historia del paisaje al respecto? La literatura chilena da cuenta de algunos desplazamientos longitudinales. Pienso, por supuesto, en Poema de Chile (1957), obra en la cual Gabriela Mistral recorre a pie el territorio nacional de norte a sur acompañada de un niño y de un ciervo. Benjamín Subercaseaux, en Chile o una loca geografía (1940), relata al final de su ensayo un viaje de retorno en avión que va de sur a norte. La odisea narrada en Perico trepa por Chile (1978) de Marcela Paz y Alicia Morel tiene la misma dirección. Por el contrario, las representaciones de andanzas a lo ancho del país parecieran ser más escasas, aunque se me viene a la cabeza la novela Don Guillermo (1860) de José Victorino Lastarria y el descenso del ejército chileno por la cordillera de los Andes hacia el valle del Mapocho en Durante la Reconquista (1897) de Alberto Blest Gana. Sin embargo, estas obras no dan cuenta precisamente del tránsito que quisiera destacar.

Como la enciclopedia literaria se me hace escasa, echo mano a la memoria de imágenes y me encuentro con el pintor chileno Alberto Valenzuela Llanos (1869-1925). Parte de su obra podría sintetizar esta experiencia de tránsito por la Zona Central. Si bien se trata de una visión o representación personal y adscrita a un solo formato, pienso que la posición canónica del artista dentro de la historia de la pintura chilena y su talento indiscutible particularizan una experiencia tal vez vivida por todos, aceptada por todos o imaginada por todos y que, además, permanece a lo largo del tiempo. Es como si Alfredo Valenzuela Llanos nos hubiese enseñado a mirar el Valle Central, el Secano Costero y la relación entre ambos. Y en esa enseñanza, aun permanecemos. En términos de Alain Roger[6], el paisaje de la Zona Central se ha producido cuando reconocemos en él la pintura del maestro.

A partir de la propuesta de Armando Lira, el estudioso Carlos Maldonado divide cronológicamente la producción pictórica de Valenzuela Llanos en tres periodos. Los dos últimos podrían iluminar la mirada del artista con respecto a la relación paisajística entre el Valle Central y el secano costero. Si se me permite cierta simplificación, podríamos indicar que, en el segundo periodo, se tiende a representar el Valle Central a la sombra de la cordillera de los Andes, dando lugar a contrastes intensificados de luces y sombras, a una mayor estilización de las formas trazadas por el dibujo y a una gama cromática que tenderá a los colores más bien fríos. Durante el tercer y último periodo (1913-19229), Valenzuela Llanos visitará durante los veranos la zona de Lolol, puesto que la familia de su esposa es dueña del fundo El Portezuelo. La comuna de Lolol, ubicada en la Provincia de Colchagua, sexta región, era hasta no hace mucho tiempo un ejemplo de lo que es el rulo costero. El pueblo principal del mismo nombre está ubica a 43,7 kilómetros del mar si es que uno toma el camino que lleva a Paredones y, posteriormente, a Bucalemu. Actualmente, la extracción de agua a través de pozos profundos ha permitido una actividad agrícola diferente a la de hace más o menos cuarenta años atrás. Las plantaciones de olivos y ciruelos se han expandido al igual que algunas viñas. Alfredo Valenzuela Llanos pintó un Lolol diferente al de hoy. Sin embargo, esas representaciones pictóricas coinciden como lo imaginamos y proyectamos, aunque un visitante reconozca en estos días campos más verdes, pero, de todos modos, diferentes a los del Valle Central.

Con el objetivo de identificar algunas características que Valenzuela Llanos le otorga pictóricamente al Valle Central, propongo revisar dos obras de su segundo periodo: Primavera en Lo Contador y Hora Solemne.

 

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Primavera en Lo Contador de Alfredo Valenzuela Llanos. 1908. Óleo sobre tela. Colección Club de la Unión

 

Según Carlos Maldonado, Primavera en Lo Contador «cuenta con “un mayor sentido recreador, ordenador y jerarquizador que en sus obras parisinas». En efecto, según mi modo de ver, la horizontalidad esquematiza el cuadro en tres planos. El primero correspone al suelo desnudo donde vemos al costado derecho una superfice cafesosa (tierra o pasto quemado por las heladas) y, al izquierdo, hierba y algunas pencas en brotación. Aquí la verticalidad está dada por una flor seca de penca de la temporada pasada que ha resistido la humedad y los vientos del invierno. El segundo plano es principalmente arbóreo y, en términos de profundidad, se divide a su vez en dos. Los frutales, el rancho, el gran árbol desnudo de follaje y luego otro árbol menor con hojas y con más de un tronco, componen la primera parte. El siguiente plano que se sitúa un poco más al fondo da cuenta, en el extremo izquierdo, de las copas de árboles de follaje espeso y luego el techo de la humilde construcción para continuar con más figuración arbórea. Finalmente, el cielo celeste y algunas nubes pequeñas son parte del tercer y último plano. La profundida y sus planos mantienen un orden que solo es alterado con las altas ramas del árbol caduco, las cuales se ubican sobre los suelos del primer plano. Los troncos de los árboles en general generan los efectos de verticalidad. Por último el luminoso frutal en flor ocupa el centro de la composición. Es interesante notar que el orden del paisaje podría ser asociado al orden tradicional adjudicado al Valle Central. No obstante, razón tiene Carlos Maldonado al indicar que tal orden paisjístico está dado por la composición del artista y no por la disposición real de los elementos naturales, aunque se trate de algo que podría ser más o menos una granja: «Pese a esta sabia ordenación, el efecto total no escapa a cierto caotismo. Si imagináramos una lucha entre las leyes naturales y las estéticas, convendríamos que aún vencen las primeras a las segundas».

En esta pintura, la luz fría de finales de invierno dibuja el contorno de las cosas e ilumnina el pasiaje, otorgándole nitidez, alegría, cierta liviandad. La claridad transforma el campo en realidad unívoca y si algo llega a borronearse ante nuestros ojos se debe al punto de vista algo distante del observador. Se trata, en efecto, de Lo Contador, lugar ubicado en el Valle del Mapocho, cercano al centro de Santiago. Es cierto que el orden no está dado por la intervención agríciola que tiende a geometrizar los espacios, pero el poder de la luz dosificada destierra el caos.

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Hora Solemne. Alberto Valenzuela Llanos. 1908. Óleo sobre tela. Colección Club de la Unión

 

Hora solemne comparte con el cuadro anteriormente mencionado la ausencia de dramatismo. Si bien Carlos Maldonado ha advertido intensificación del claroscuro, las luces y sombras luchan, en Primevera en Lo Contador, sobre diferentes partes de la superficie del pasiaje, sin atentar con la cotidianidad de una escena dada por el caminar de la mujer que, dándonos la espalda, camina hacia la casa. Hora solemne, por su parte, divide el paisaje en dos a través de una diagonal dada por la ladera derecha de la loma que tapa en parte la visión de los Andes. La luz reina entonces sobre el «triángulo» del costado superior derecho del cuadro, mientras que la sombra cunde en el resto. Aquí es solo una la superficie oscurecida contra una única superficie iluminada por el final de un día. Pese al volumen y a la extensión tanto de la zona oscurecida como de la iluminada, el crepúsculo transmite una serenidad lejana al dramático chiaroscuro. Destaco en esta obra una mayor difuminación de los contornos adjudicable por cierto al momento que sintetiza la dialéctica del día y de la noche. La luna otorga aun una mayor solemnidad y grandiosidad a este pasiaje más bien panorámico de un valle que se gesta a los pies de una cordillera nevada y rosada por efecto de los rayos del sol que le caen ya horizontalmente. Aquí el valle tampoco se define por un orden agríciola como sí lo hizo muchos años antes en el paisaje fundacional de Ciccarelli El valle de Santiago visto desde Peñalolén (1853). El orden es más bien emotivo, puesto que ya al terminar el día, se tiene la sensación de que todo se ha realizado y cada cosa está en su lugar: el río, las piedras, los matorrales, la casa junto a sus álamos y bosques espesos amparados por una única cordillera cuya interrupción, efecto del cerro y de los álamos, es solo momentánea, puesto que su masa rosada termina en el extremo izquierdo del soporte. Por su efecto de serenidad, Hora solemene es un pasiaje que captura un instante casi ritual: la escenificación de un acontecimiento ―el atardecer― que es previamente relatado en la medida que se le espera durante la jornada.

Del tercer periodo (1913-1922), quisiera revisitar las pinturas: Casas en Portezuelo, Lolol y Paisaje de Lolol, dos obras en las que el secano costero en representado en todo su esplendor.

 

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Casas de Portezuelo, Lolol. Alberto Valenzuela Llanos. 1917. Óleo sobre tela y cartón. Colección particular

 

Según Carlos Maldonado, el tercer periodo se caracteriza por una mayor presencia de zonas desnudas, por una economía de medios que depura las formas, una menor diversidad cromática y por la luz que permite captar fenómenos atmosféricos. Con respecto a esta última particularidad, Alberto Valenzuela Llanos se adscribe a una muy larga tradición pictórica del pasiaje. En efecto, según Madruelo, el pasiaje holandés, principalmente a partir del siglo xvii, se caracteriza no solo por la representación de elementos permanentes o relativamente permanentes como, por ejemplo, rocas y árboles, sino por la captura de los efectos de la luz natural:

 

No bastaba ya con colocar unos prados aquí, unos árboles allá y unas rocas al fondo, utilizando los esquemas convencionales en los que se apoyaba la pintura flamenca del siglo XVI, era necesario llegar a conseguir unas cualidades de «espacialidad» e «ilumnicación» que definieran un nuevo concepto que llamamos «atmósfera», que consiguieron los pintotes de la siguiente generación cuando lograron mostrar los sutiles fenómenos que provoca la luz al atravesar la niebla, o la sensación de humedad que permanece en el aire tras la lluvia.[7]

 

Algo similar indicó Armando Lira con respecto al paisaje del maestro chileno: «Su pupila se torna más aguda para la observación y el análisis de los fenómenos luminosos y atmosféricos (. . .) El pasaie, por consiguiente, no es otra cosa que una serie de resonancias cromáticas sujetas a la acción de la luz».

En Casas de Portezuelo, Lolol, el tono del cielo ya no se distingue tanto de la superfie de los cerros y de los pastizales; ya sea por la luna que sale o el sol que se esconde, el blanco de las nubes y el azul del cielo han sido reemplazados por una homegeneidad rosa propia del crepúsculo. El verdor de lo espinos que pueblan densamente las planicies, o bajos, contrasta con los cerros predominantemente amarillos. Este crepúsculo, que determina el pasisaje algo abochornado del rulo, genera cierta indistinción de las formas. La mancha muy cargada de óleo atenta con las fronteras que el dibujo marcaba en el perido anterior. Los espinos pierden su confección de filigrana y entonces el efecto de compacta unidad es asombroso. No podemos extraer ni tan solo una hebra de pasto del cuadro. De lo contrarrio el cuadro comenzaría a desarmarse o a sangrar.

 

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Paisaje de Lolol. Alberto Valenzuela Llanos .Sin fecha. Óleo sobre tela. Colección Pinacoteca Universidad de Concepción

 

En Paisaje de Lolol, junto con repetirse algunas características de la pintura recién comentada, apreciamos sombras verdes. De este modo, el contraste cromático se suaviza y aumenta una sensación de calor. Es como si el cielo estuviese abochornado y la sombra producida por cada árbol perdiera su intensidad. Todo el pasiaje yace bajo una luz que agota nuestros ojos, incapaces ya de percibir las cosas por separado unas de las otras. Es posible entonces sotener cierta impertiencia en la presencia de la caminante y del niño que la acompaña, ambos vestdos elegantemente de blanco. Dispuestos más bien para un paseo burgués, ambos se compenetran con el rulo, pese a la blancura de los géneros.

¿Qué nos dice entonces el arte sobre la Zona Central? Desde luego, nos recuerda su complejidad y diversidad. Y de paso, nos permite reconocerla, aprender de los diferentes estares que nos posibilita, amarla y proyectar una futura intervención, respetando y acoplando la imaginación de nuestros patrimonios culturales y naturales.

 

 

 

 

Notas

[1] El término «Zona Central» fue establecido por la Corporación del Fomento de la Producción (Corfo) en el año 1950 al dividir Chile en cinco regiones naturales. Sus límites son el río Aconcagua y el río Biobío, por el norte y el sur, respectivamente. Para Alberto García-Huidobro y Andrés Maragaño, el valle central es descrito de la siguiente manera: «Este territorio es un valle de 400 kilómetros de largo, y está limitado por dos aglomeraciones que demuestran una base económica más diversificada, como lo son Santiago y Concepción. A partir de sus propias dinámicas y jerarquía en el sistema nacional, podrían bien servir de límites para una estructura territorial más bien homogénea: con un sistema de ciudades de tamaños y jerarquía similares, un territorio con rasgos geográficos compartidos y, finalmente, una productividad similar, la cual es intensiva y especializada en recursos naturales. En definitiva, estamos ante un área «suprarregional» (vi, vii y parte de la viii Región, provincia de Nuble), donde los principales centros poblados que vertebra este territorio tienen entre 30.000 a 200.000 habitantes por ciudad y conforman un corredor central, conectados a la más importante infraestructura chilena, la ruta 5CH (panamericana sur)». Humberto Fuenzalida Villegas también indica lo siguiente con respecto al Valle Central: «Proponemos designar con el nombre de Valle Central a la porción del valle longitudinal que corresponde a esta región. Es aquí donde el establecimiento del hombre europeo se hizo más temprano y donde una forma orográfica reúne una serie de excelsitudes que han hecho de ella el núcleo de la nacionalidad. Esta porción se extiende entre el cordón de Chacabuco y el río Biobío. Más al sur, modificaciones importantes en la morfología de la depresión hacen necesario diferenciarla».

[2] Gabriela Mistral, en su himno «Cordillera» de Tala, expresa: «Caminas, madre, sin rodillas, / dura de ímpetu y confianza; / con tus siete pueblos caminas / en tus faldas acigüeñadas».

[3] Donoso, José. «Blancas cosechas de Cahuil». Ercilla (1963).259

 

[4] Donoso, José. «Algo sobre jardines». Artículos de incierta necesidad (1998).130

[5] El Sociólogo Manuel Canales utiliza el término en su artículo titulado «De la metropolización a las agrópolis. El nuevo poblamiento urbano en el Chile actual»: «El tradicional modelo de desarrollo urbano-metropolitano, ha sido sustituido por un modelo de desarrollo agropolitano, el cual ya no se sustenta en el crecimiento y metropolización del país, sino en el crecimiento de un amplio abanico de ciudades agrarias».

[6] Alian Roger. Breve tratado del paisaje. Madrid: Biblioteca Nueva, 2007.

[7] Maderuelo, Javier. Jacob van Ruisdael. El pasiaje holandés. España: Abada, 2021. 57-8

 

 

Bibliografía

Allamand, Ana Francisca. Alberto Valenzuela llanos. Visión entrañable del mundo rural. Santiago: Origo, 2008.

Canales, Manuel. «De la metropolización a las agrópolis: El nuevo poblamiento urbano en el Chile actual». Polis 12.34 (2013): 31-56.

https://dx.doi.org/10.4067/S0718-65682013000100003

Donoso, José. “Algo sobre jardines”. Artículos de incierta necesidad. Santiago: Alfaguara, 129-137.

– – -. “Blancas cosechas de Cahuil”. José Donoso. El escribidor intruso. Editora Cecilia García-

Huidobro. Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2004. 259-64.

Fuenzalida Villegas, Humberto. «Capítulo 2: Orografía». Geografía Económica de Chile. Corfo. Editor Rafael Sagredo. Santiago: Cámara Chilena de la Construcción, Pontificia Universidad Católica de Chile, Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, 29-71.

García-Huidobro, Alberto y Andrés Maragaño. «La vertebración territorial en regiones de  alta especialización: Valle Central de Chile Alcances para el desarrollo de zonas rezagadas en torno a los recursos naturales». EURE 36.107 (2010): 49-65.

Maderuelo, Javier. Jacob van Ruisdael. El pasiaje holandés. España: Abada, 2021.

Maldonado, Carlos. Valenzuela Llanos. Cuando la poesía se hace imagen. Santiago: Ministerio de Educación. Departamento de Cultura y Publicaciones, 1972.

Maino, Pedro. «La conquista de la luz – Exposición retrospectiva de Alberto Valenzuela  Llanos».

https://red-cultural.cl/la-conquista-de-la-luz-exposicion-retrospectiva-de-  alberto-   valenzuela-llano s/ Visitado el 30 de noviembre de 2023.

Sepúlveda, Alberto. «La formación del Estado nacional en Chile». Relaciones Internacionales 20.40 (2018): 281-295.

 Verdugo, Mario. Curepto es mi concepto. Ensayos sobre literatura y territorio. Santiago: Overol , 2022.

 

 

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