Portada, Sin categoría, Textos — 10 diciembre, 2016 at 11:59 pm

Crónica de Talca

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Por Claudia Donoso*
Fotos de Héctor Labarca Rocco.

Los pálidos lunares que marcan el inicio de las cejas de Mercedes Sierra absorbieron toda mi atención la primera vez que la vi en el prostíbulo de Talca, donde, en 1984, pasó una temporada acompañando a Pilar-Keko, uno de sus hijos travestis prostitutos. Esos lunares impresionaron mi memoria como si fueran una clave por descifrar.

aLlegamos a Talca una noche de julio. A la salida de la estación de trenes está encaramada sobre una columna de cemento supuestamente en ruinas, una loba romana. La estatua señala el final o el principio de una de las avenidas de esta ciudad de provincia, donde a comienzos de siglo se acuñó el dicho Talca Paris y Londres, un chiste que sus habitantes se toman muy en serio. Rómulo y Remo rodaron mamando en el terremoto de 1985, un año después de nuestra estadía en La Jaula, el prostíbulo de Maribel, que también se convirtió en escombros con el sismo.

Colgadas de las olvidadas señas que Pilar le había transmitido a Paz, llegamos al barrio de La Sota, que resultó quedar cerca de la loba talquina. La presencia de un furgón de carabineros frente a la puerta del prostíbulo desmintió la imagen que nos habían pintado de Talca como la última zona de Chile donde los travestis no son acosados por la policía. Esperamos en un almacén que el furgón desapareciera y preguntamos por la Pilar.

Ya era tarde. Pilar salió a la calle maquillada y vestida. Quedó claro inmediatamente que gozaba de la especial estima de Maribel, la cabrona ex prostituto travesti de La Jaula que nos echó una mirada y autorizó nuestro ingreso. Pilar había invitado a Paz a la elección de Miss Jaula 84, y ahí estábamos.

aaaCaminamos en la oscuridad hacia el fondo del pasillo paralelo al de la boite, y desembocamos en un patio estrecho al que daban varios cuartos cerrados con cadenas y candados. El territorio particular de Maribel constaba de dos ambientes: dormitorio y cocina. Allí encontramos a Mercedes Sierra.

Maribel consideró que lo más seguro era que alojáramos en su cama de dos plazas. Enfatizaba su intención de protegernos encerrándonos con llave todas las noches. Ella se guardaba una copia y nosotras, otra.

Nos integramos a la rutina del prostíbulo. Cuando íbamos a la boite (de unos diez metros de largo por tres de ancho), nos ubicaban junto a Mercedes en una esquina. Una muestra de aceptación por parte de los travestis amigos de Pilar, fue la de advertirnos respecto de los robos y se ofrecieron para cuidarnos los bolsos. Allí la luz no era ideal para hacer fotografías y no era posible abusar del flash, pues corríamos el riesgo de molestar a los clientes que no se diferenciaban en nada de los parroquianos que habíamos visto en otros bares y en prostíbulos de mujeres. Pilar nos aseguró, no sin cierto desprecio, que en su mayoría eran huasos de la zona. Varios clientes afirmaron que en los prostíbulos de travestis el consumo de alcohol “sale más barato” y que “los colas son mucho mejores pal ´hueveo que las mujeres”. Parecían habituados a la situación y, además de tomar, bailaban apretado.

Después de su show de la odalisca, Andrea Polpaico fue requerida por un cliente para bailar bolero. Ella lo arrastró hasta un costado de la pista, le metió una mano en el marrueco y la otra en el bolsillo trasero del pantalón. Leila nos hizo fijarnos en la escena y cuando Andrea Polpaico terminó su operación, nos dijo: “Un muerto. Yo sapeo cuando le roban a un gallo y también robo cuando un cliente no es conocido, pero hay algunas que cuando lo hacen le dejan el muerto a una y yo no estoy para cargar con muertos ajenos”.

Una noche Pilar nos presentó a sus conocidos del barrio La Sota. Con su traje mini imitación pantera y sus zapatos taco alto, repartía saludos que de día no encontraban muchos interlocutores. En uno de los locales donde bailó cumbia con la Rosa – un travesti prostituto que había sido expulsado de La Jaula por Maribel-, estuvimos al borde de una situación que pudo haber terminado mal. Pilar nos llevó a un prostíbulo regentado por una cabrona que nos invitó a tomar unos tragos. En vista de la buena acogida, Paz le dijo que deseaba fotografiarla y sacó la cámara. La mujer se encolerizó y Pilar nos miró espantada: nos había advertido que la cabrona era buena para los puñetes, sobre todo cuando estaba borracha. El temor nunca expresado de que cualquier desbarajuste terminara con nuestra pretendida inmunidad, esta vez sí tenía fundamento. La reacción de Paz desarmó a la mujer: le pidió disculpas diciéndole que su interés por retratarla se debía a su gran parecido con Sarita Montiel.

Cada vez que nos retirábamos a la habitación que compartíamos con Mercedes, escuchábamos jadeos y murmullos que se colaban por entre los tabiques. Un ronquido sostenido y demasiado cercano me mantenía despierta. Lo sentía como si la persona que los emitía estuviese en mi cama. Pensé que era Paz y se lo pregunté. Ella pensaba que era yo quien roncaba y no se había atrevido a investigarlo. Tampoco era Mercedes.

En las mañanas, un silencio de convento inundaba La Jaula. La ventaja práctica de levantarnos relativamente temprano era poder usar tranquilas el único baño del lugar, sobresaturado de demanda. Ni la ducha ni el lavatorio funcionaban, de modo que nos escobillábamos los dientes en la artesa ubicada en el patio para lavar ropa y platos. Más de una vez nos encontramos con Leila que a esa hora recién llegaba de sus correrías por la Sota, donde se iba a “aplicar” después del amanecer.

aaaaLa comparación del prostíbulo con un convento es obligatoria, incluyendo a la madre superiora. Las celdas de La Jaula constituían un enjambre cuya arquitectura obedecía a la ley del hacinamiento. Angosta y larga, la construcción de un piso contaba con una sola ventana: la de la fachada. Con dos prostitutos por cuarto para hacer rendir al máximo el espacio laboral, cada uno contiene la totalidad de las pertenecias de sus asilados. Nirka nos mostró un álbum de fotografías, su peluca y sus trajes que guardaba en unos cajones debajo de su cama. En las paredes de estas celdas conviven las imágenes de la Virgen de Pompeya –patrona de las prostitutas-, de San Pancracio –patrono del Trabajo-, calendarios ilustrados con los Alpes suizos, recortes de revistas pornográficas y posters de Michael Jackson.

Los travestis salen del prostíbulo a comprar pan a la esquina o al control sanitario y policíal (a poner sus fichas al día) y, en sus ratos libres, se encierran a ver televisión. Esa es la rutina diurna. Cuando Pilar nos acompañaba al almacén, desde la vereda del frente le gritaban insultos que ella devolvía corregidos y aumentados.

Antes de las dos de la tarde nada se movía en el prostíbulo. Aprovechamos una de las mañanas para conocer Talca. Visitamos el Club de la Unión, edificio decimonónico construido por una estirpe provinciana que fijaba su horizonte en Paris y su poder en el latifundio. Ese día penaban las ánimas. Una bandada de mozos de chaqueta blanca y corbata pajarito nos informó que si no éramos “esposas de socios”, no podíamos entrar.

Sólo al tercer día de mi estadía en La Jaula saqué mi grabadora, a la que le abrió paso la cámara fotográfica. Una de las sesiones de entrevistas consistió en una mesa redonda. Ésta se desarrolló cerca de las cinco de la tarde, hora en que los travestis se alimentan contundentemente para luego maquillarse y vestirse para la noche. Mientras Pilar preparaba mayonesa para los hot-dogs, Débora, con tubos en el pelo, se sacaba las cejas con pinza frente a un espejo. Durante la mesa redonda se creó una atmósfera de gran excitación, que culminó más tarde con la elección de Leila como Miss Jaula 84.

Otra noche, mientras al fondo del local las demás alternaban con los clientes, permanecimos jugando al naipe con Maribel. Nos contó que había escrito su vida en un cuaderno y leyó su autobiografía frente a la grabadora. También nos enseñó a tejer el punto que había escogido para hacerse un suéter blanco.

Un domingo quebramos la monotonía y organizamos un paseo al río Claro, “famoso por sus pejerreyes”. Ni Leila ni Nirka quisieron unirse al grupo. Pilar, Maribel, Débora, Andrea Polpaico y Chichi vacilaron antes de calarse los gorros de lana, bajo los que esconden sus cabellos largos cuando no les queda más remedio. Tampoco fue fácil que accedieran a dejarse fotografiar vestidos de hombre. Mercedes Sierra, Paz y yo insistimos en el paseo y nos subimos todos a un autobús al pie de la loba romana. Éramos mayoría, de modo que los otros pasajeros se quedaron callados mientras la Andrea Polpaico, Chichi y Débora agitaban sus manos de uñas pintadas para puntualizar las observaciones que todas hacíamos en voz alta.

aaAnduvimos en bote y al volver pasamos a servirnos unas bebidas, empanadas de queso y peneques a un boliche cercano al parque del río Claro. Ese paseo fue un panorama excepcional. La vida de los travestis chilenos transcurre en una doble clausura: la del prostíbulo y la de la cárcel.

Mercedes era objeto de un trato cariñoso y familiar por parte de los compañeros de su hijo. Cuando regresamos a Santiago, Pilar nos solicitó que viajáramos de vuelta con su madre a la ciudad. Subimos al tren y Mercedes nos comunicó su preocupación por Evelyn-Leo, su otro hijo travesti que se había quedado en Santiago y al que no veía desde hacía ya tres meses. Lo había dejado deprimido y temía que intentara suicidarse otra vez por el mismo motivo que la anterior: Héctor, el marido de la Evelyn, la había abandonado. También estaba nerviosa porque debía mudarse de su casa en calle San Luis, ya que los vecinos la hostilizaban demasiado. Nos despedimos. Nos rogó que no dejáramos de ir a verla pronto y que su nueva dirección la podríamos averiguar en La Carlina.

* Texto incluido en el libro La manzana de Adán de Claudia Donoso y Paz Errázuriz, publicado en 1989, por la Editorial zona.
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