El Mito — 13 enero, 2015 at 10:05 pm

Chile y su fértil provincia

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Por Santiago Azar

 

La poesía en la “provincia” es una espada con dos filos claramente definidos: por una parte, el más atractivo, ese de la comunicación real con el entorno- la pureza de las purezas- si se quiere; y por la otra, el más afilado de todos: el olvido.

 

 

Los núcleos urbanos son tan fuertes en torno a sus medios de masa, a la concentración de una población ardientemente cercenada por la rutina de la ciudad y sus murallas, que muchas veces la ventisca campestre de la provincia- con sus sorderas y nubosidades- no alcanza a sobrepasar éstas y cae en el canal y los potreros del desamparo, sin más remedio que el aplauso familiar y la autoedición.

Por lo mismo, siempre resulta atractivo el pensar en ese creador, particularmente el poeta, que sólo con sus palabras inmensas, todas reunidas y tomadas de la mano, logra superar la barrera del anonimato provincial, que tal vez, es el más triste de todos.

Ejemplos de ese triunfo hay muchos, pero siempre, ese provinciano debe transar en algo, al menos en cuanto a su residencia, aún cuando, su alma y sus grillos sigan cantando desde la otra orilla del río.

La poesía ha intentado generar puentes entre una esquina y la otra.

La aldea, ese pequeño refugio rebelde, recóndito- purísimo si se quiere- ha tenido en Chile a sus comandantes más infranqueables en Jorge Teillier y Efraín Barquero. Ellos han creado un idioma infinito de guiños a la provincia y a ese punto de encuentro anclado en el tiempo de la infancia y la adolescencia entre aromas de guindos, caminos rurales y hojarascas doradas que rebotan en nuestra memoria como un gran pedazo de cielo que siempre está ahí, sin más pretensiones que la propia palabra a la arquitectura de las pequeñas cosas.

Teillier nunca ha pretendido subirse a la pandereta y besar la ciudad como una luz, sino que su único y gran sueño no es otro que atravesar el tiempo y revivirlo en cada verso como si esa fuera la permanente tarea de un artesano que raja los relojes y los devuelve a su origen en un ejercicio para saberse vivo y a la vez muerto.

La poesía lárica, o de la aldea, se recuesta de tal forma en la provincia, sin querer derribarla, ya que no es su tarea. Comulga con ella para hacerla un campo sostenido donde relinchan los caballos de la nostalgia y desde donde se construye un mundo paralelo, que coexiste entre el autor y su memoria y lo traslada a ese lector que comulga, por alguna vez con ese discurso y sus propios recuerdos. Sólo allí el poema triunfa y no queda tendido al sol como una mera alameda de árboles viejos.

No importa el autoexilio, no importa estar siempre en ese limbo de la “energía” y la “nostalgia” como dos polos que mutuamente van retro-alimentándose; escribir desde la provincia, poetizar desde la provincia tiene un doble mérito: es absolutamente honesto con la sola palabra y por la otra, la frescura que entrega la palabra reinventada hace que nunca un poema “provincial” parezca manoseado.

La provincia es luz, siesta de un almuerzo que ya no tenemos y que nos dejó la barriga hinchada y sus botones peleando por abastecer la resistencia.

Pero, efectivamente, ¿debemos vencer a la provincia?

El gran puente cortado que posee la provincia es su “lenguaje universal”. La aldea, la villa, muchas veces también es una pequeña cárcel de aquellos que jamás podremos leer o escuchar. Sin embargo, la gran poesía siempre llega de una u otra forma a nuestra mesa.

Cuando los antiguos romanos, allá por los tiempos del César, determinaron llamar provincias a aquellos lejanos territorios fuera de la Roma Imperial, que aún no estaban del todo pacificados e internalizados de la cultura de la urbe, recurrieron a ese compuesto latino del “Pro-Vincere” con una traducción forzada que no era otra cosa que aquellos territorios “Por vencer”.

Pasados los siglos, la provincia sigue siendo un territorio por “vencer” en casi todos los aspectos, menos en la poesía.

 

 

 

 

fertilprov

 

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