Destacados, Reportajes — 8 octubre, 2022 at 6:27 pm

ÁRIDOS

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por Claudio Maldonado / fotografías Elde Gelos

Desde Graneros (la tierra del Coca Mendoza y del Gordo Pelotón) vendrá un furgón con chofer a buscarnos. Traerá a mi hijo, a su madre y de acá nos vamos todos a pasear a la laguna Querquel. Le cuento esto al Jota Opazo y dice que muy bien. Le aviso a la Profeta de bares y lo encuentra total. Su novio ajedrecista ―que se autode- nomina Sertal― suelta el caballo. La idea es avisarle a Pipe Montaña, pero este anda montañeando en Vilches. Estoy en mi patio estrecho, pero que a punta de compost y terrazas de barro lo he estirado hasta darle espacio a tres paltos, un manzano, un durazno, un parrón, unas flores de la risa y una casa para el gato Román.

Acá es donde vivo, en una villa levantada por esas inmobiliarias que hacen casas como poleras de marca en el retail. Llegué desde el Wallmapu poco después del último terremoto, y de tanto buscar conseguí un arriendo acá: en las Puertas de Igualilandia, una zona perdida entre Talca y la comuna de Maule.

Acá es donde vivo, en una villa levantada por esas inmobiliarias que hacen casas como poleras de marca en el retail. Llegué desde el Wallmapu poco después del último terremoto, y de tanto buscar conseguí un arriendo acá: en las Puertas de Igualilandia, una zona perdida entre Talca y la comuna de Maule, un triángulo cruzado por el estero Cajón, un curso de agua polifuncional como el Coca, servil como el Gordo Pelotón, para el regadío de las áreas verdes municipales y el descanso de neu- máticos, sillones, lavadoras y uno que otro colchón marital. Pero bueno ―parafraseo a Cheever―, ¿para qué celebrar el vertedero? ¿Para qué explayarme sobre el pequeño desastre? Aquí en Igualilandia, Correos de Chile no se hace cargo de la entrega de las ficcio- nes retorcidas de Mihovilovich o de alguna exalumna que caída en la pasta me manda su primer poemario desde Tongoy. Se pierden los libros, nomás. Es que no soy de Talca ni de Maule, y esto, antes sí pudo haber sido el paraíso de infinitas extensiones de tomates y choclos, cuando no estábamos nosotros ayudando a percolar.

Captura de Pantalla 2022-10-08 a la(s) 15.11.26Era la primera primavera de pandemia de un sábado con cara de verano y el furgón granerino ya estaba por llegar. ¿Por qué ir a Querquel? Me sonaba por esos días un lado b de Virus, «¿Qué hago en Manila?», «Todo el tiempo quería más que nunca estar enamorado de algo», decía Moura, y me pegaba duro el

volver siempre a esa laguna que estaba a vein- te kilómetros de Igualilandia. Querquel era un pedazo de tierra baja, vecina e inundada por la cuenca del río Maule, tapada toda con árboles y al lado contenida por un murallón de piedra que caía en picada sobre el brillo del agua y el dorado de sus atardeceres flojos.

El furgón ya venía en San Rafael y Profeta de bares con Sertal entraban con vinos, comistrajos y un chal gigante. Jota venía en el minibús desde San Javier de Loncomilla, donde los viejos toman hasta que les flotan los ojos, y donde la fábula orwelliana de la planta chanchera Cerdirica se chupa el agua y el aire con su tecnología holandesa de alta gama. «Hay que equilibrar el empleo y el am- biente amigable», dice Santiago Azado, nutriólogo de los chanchos y chanchas, en una nota exclusiva a la revista Agrocampo.

Captura de Pantalla 2022-10-08 a la(s) 15.11.43La primera vez que fui a Querquel me llevó un taxista enano que manejaba mejor que Toreto en tonariles. Fue a fines de marzo y de vuelta saqué muchos racimos de uvas que plagaban todo el cerro, las parras se aferraban locas a los arbustos y a los árboles silvestres. La segunda vez que fui me llevó una sicóloga que primero se confundió y llegó hasta el fondo del fundo Colín. Había algo así como una hostería y le preguntamos la dirección a un campesino. Nos dijo: «No po, na que ver, la Querquel está pal otro litro, tendrían que pasar por ese camino, pero el auto no les aguanta con tanta piedra». Después supimos que el único cliente que se tomaba un vino y que paraba la oreja dentro de la hostería era Pedro Gandolfo, el crítico literario que tiene una columna en un diario nacional y que se reía extrañado de esos pajarones que insis- tían en la posibilidad de tomar el atajo entre los cerros, rodeados de cerros, apegados a los cerros, cerros y no colinas, cerros y cerros al rojo, que calcinados a todo ritmo dejaron el cielo nuclear en las semanas del verano 2017. Quizás de ahí partió el no retorno y el jaguar ya no pudo con las moscas. Llamé a Gandolfo para invitarlo al paseo, pero me dijo que estaba en Santiago, en el cerril y cerruco Santiago.

¿Por qué ir a Querquel? Me sonaba por esos días un lado B de Virus, «¿Qué hago en Manila?», «Todo el tiempo quería más que nunca estar enamorado de algo», decía Moura, y me pegaba duro el volver siempre a esa laguna que estaba a veinte kilómetros de Igualilandia. Querquel era un pedazo de tierra baja, vecina e inundada por la cuenca del río Maule, tapada toda con árboles y al lado contenida por un murallón de piedra que caía en picada sobre el brillo del agua y el dorado de sus atardeceres flojos.

Jota Opazo llegó y en el acto le pregunté si le había avisado del paseo al Nano Negro- ni, su amigo fotógrafo. Me dijo que le había cortado la llamada. Yo, por algún motivo, imaginé a Negroni enojado porque a la Car- los González (una población que está cerca de Igualilandia) le decimos la San Guano por el buqué que tiran sus piletas depuradoras de agua con mierda. «Es que ahí vive mi papi y me ofende», nos dijo una vez Negroni en un carrete. Llegó el furgón y abracé a mi hijo, saludé a su madre y al chofer me lo presen- tó como su novio. Todo listo. Nos subimos. Partimos y a las dos cuadras mi hijo sacó la guitarra y empezó a tocar sus canciones, sa- lieron los tarros de cerveza y los primeros hu- mos. Pasamos Unihue y ya todo era jarana: «Esta semana no supe nada, rompí los cables de la radio telechat». Cantábamos y aparecía Numpay, Ovejería negra. Profeta de bares no se hacía dramas por no llevar traje de baño. «Por ahí me las arreglo», dijo, y ya íbamos por el Chivato, medios volados, bordeando las faldas del cerro Santa Rosa. Con la «Bengala perdida» de Spinetta llegamos a la tierra de Óscar Bustamante: Santa Rosa de Lavaderos. Pensando en esos caseríos de barro y piedra, Bustamante se motivó a escribir su primera novela Asesinato en la cancha de afuera, una ficción basada en un crimen que ahí ocurrió y que causó revuelo en la región. La risa trá- gica de Bustamante seguro que nació de esos pagos llenos de campesinos acoquinados y a la vez agalluchos, seguro que brotó del escapar de esos andurriales al mundo detonado, para luego caer finamente en la derrota. Recordé un pedazo inolvidable de Explicación de todos mis tropiezos:

Captura de Pantalla 2022-10-08 a la(s) 15.11.55¿Por qué estaba como un náufrago con las manos en los bolsillos parado bajo un letrero luminoso que me cambiaba el color del rostro de púrpura a granate? ¿Por qué me hacía en los pantalones y no me avergonzaba de sentir la orina convirtiéndose en hielo en mis pier- nas? ¿Por qué estuve mirando durante quizás cuánto tiempo el sendero del meado rumbo a la cuneta? Algo se quebró dentro de mí, supon- go. Tal vez había cambiado. No lo sabía, que ya no era el mismo y que nunca lo iba a ser.

Pasamos por el estero La Mina, donde antes llegaba gente de todos lados a hacerse la pi- nocha buscando oro. Al entrar por el camino a la laguna el furgón patinó, al subir la loma aparecieron las retroexcavadoras. El ruido se mezcló con el polvo arenoso, montículos de ripio, letreros y mallas naranjas. El fur- gón aserruchó lo más que pudo y una pala mecánica tuvo que dar el paso. Llegamos a la

entrada y el chofer estacionó el furgón. Nos bajamos con los bolsos y mochilas. A todos les había advertido que en el primer tramo de caminata, los que anduvieran con pan- talones tenían que arremangárselos hasta donde más pudieran.

Al chofer, que también era el novio de la madre de mi hijo y que por alguna desgracia cojeaba afirmándose en un bastón, le ofrecí ayuda hasta que llegáramos a la explanada mayor. Pero ya no había agua que sortear en la entrada. Al bajar el nivel caminamos por una pista de lodo. La gente era siempre la misma, algunos asaban unos pollos bajo un sauce, otros escuchaban reguetón en un sitio con pasto. Había niños chapoteando en el agua y ciclistas pedaleando su ruta. La gente se adaptaba a la mutación del sistema perforado. Sertal, el ajedrecista, era feliz con el paisaje y tomaba fotos de un carancho que picoteba un saco naranjo relleno de algo que de lejos olía a pelo quemado. Profeta de bares reía y mi hijo, al lado de su madre, vigilaba los pasos vacilantes del chofer. Al llegar a la explanada, donde antes vivían musgos y helechos resbalosos, había un socavón del tamaño de una piscina infantil. De a poco se había llenado de botellas, latones, mascarillas y pedazos de ropa. En la ribera los mordiscos de una gran piraña metálica se habían tragado llantenes, manzanillas, tréboles, hualos, quilas, aromos y huiros. Nos acercamos y como pudimos acomodamos los trastes en las toscas partidas y nos echamos a tomar y a fumar y a conversar. Parece que Sertal fue el primero en mojarse los pies, luego se metió mi hijo y lo seguí en el acto. A lo Tiburón Contreras di una braceada, intenté un buceo profundo y al salir a flote me llegó el bajón. Llegué a la orilla, me acerqué a mi hijo y a modo de chunga, como no quería mojarse entero, le armé una ceremonia espiritual: «Desde las aguas del Querquel, donde todo brota y brota como el musguito en la piedra, yo te bautizo, hijo mío».

La risa trágica de Bustamante seguro que nació de esos pagos llenos de campesinos acoquinados y a la vez agalluchos seguro que brotó del escapar de esos andurriales al mundo detonado, para luego caer finamente en la derrota.

Como un fanático delirante le hundí la cabeza hasta el fondo y emergió bañado en santidad. La tarde fue cayendo. Llegó la hora de volver a Igualilandia. Había unas carnes que asar en la parrilla. Desandamos el camino, pasamos por el lodo y nos subimos al furgón que no patinó. Las retros parecían descansar. Llegamos a la casa y nos lanzamos al jolgorio. Los días pasaron y luego fueron siempre iguales, volaban como treiles, escapaban del olvido de esa tarde dominguera en que anduvimos res- pirando las heridas de Querquel.

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