Destacados, Textos — 26 septiembre, 2019 at 1:26 pm

Anotaciones de un viaje a Peña Blanca

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Por Cristóbal Gaete

1

Un segundo duraban los haces de luz, el mismo tiempo tenía para ver las asas de los aerogeneradores. Era manejar en una tierra de gigantes, las luces desconectadas para disfrutar esa oscuridad inmensa. Tomé un desvío y avancé por un áspero camino de tierra. Después de saludar a mi suegra y conversar un poco estaba en Peña Blanca. De día se ampliaba el campo que era, una comunidad agrícola en que cada casa parecía ser una loma indistinta, sin portones.

f3Fuimos a la casa de la abuela de mi pareja a las 11 de la mañana, y un hombre alto me recibió con una lata de Becker, Roberto, su tío. El sol pegaba duro en la tierra. Me mostró el cabrito entero que nos esperaba. Solo había que llegar allá. Todo el día fui sorteando pequeños baches, comer para no dejarme llevar por el alcohol.

Íbamos camino a las carreras a la chilena. El hombre me contaba que en otras localidades cercanas las carreras eran más grandes, pero tenían una cancha con la que ni soñaban en Valparaíso; dos pistas divididas, un hipódromo recortado. Yo había ido a unas en el fin de los cerros del puerto, tenía que cruzar por paraderos y paraderos de blocks de zombies en las esquinas para llegar a una pista dispareja. Los jinetes montaban con el interior de los sillones, corrían caballos de feria, castigados por la pega cerro abajo. Acá no, eran animales en su mejor forma. Había centenares de personas apostando. Todos los huasos impecables tomaban cerveza Corona, fuera de una ramada con cumbia, a pleno campo también un pepito paga doble. Muchas personas pedían apostar, se elegían como en un baile, así lo hicieron la abuela de mi pareja contra mi hija. La señora fue con el caballo menos impresionante, pero ganó, tenía el medio ojo. Mi hija le pidió el dinero de todos modos, y ella se lo pasó.

De vuelta a casa, los restos del cabrito se convirtieron en una cazuela, y seguimos comiendo y bebiendo, pero en declive. Había hallado en Roberto algo así como una persona que no tenía pretensiones sobre mí, como los amigos. Y tal como ellos me agarraba para el hueveo, diciéndome que unos jinetes habían estado con mi pareja la última vez que vino sola. Después el tío Roberto dormitaba con la boca abierta delante de las muchas fotos familiares. Algunas producidas, otras casuales. Roberto salía en las colectivas, con gran parecido a su padre enterrado hace años. Pero la mejor, lejos, era una de las personales, donde su caballo salía en dos patas y él encima: qué fuerza debía tener ese animal para sostener a ese hombre de cerca de dos metros.

Había también otros tíos que hablaban poco conmigo, me veían en mi situación: pareja de su sobrina regalona y padre soltero.

Salí a fumar y mi pareja me contó la historia. Como en Peña Blanca solo había una escuela, su madre se fue a Ovalle a estudiar el bachillerato y lo pasó pésimo en una casa que la recibían de forma muy distinta a las hijas de la familia. El otro tío que era más adusto, Carlos, también había tenido una etapa pesada en otra casa. Roberto, a diferencia de ellos, no aguantó, lloraba y decidió volver donde su madre. Los hermanos más grandes lograron vivir en esas ciudades hostiles.

Dentro, Roberto estaba apenas despierto y me indicó que durmiera en su cama.

Mi hija se acomodó con mi pareja y su madre.

En la madrugada sentí un galope, pensé en levantarme y ya era tarde. Roberto había partido con los animales. Me imaginé galopando con él en el cero grado del valle.

Sentí la queja de mi hija, golpeé suavemente la puerta y estaban todas despiertas. Mi hija se sentía pésimo, le dolía todo. No había un hospital cerca para llevarla, y no parecía capaz de levantarse. Mi pareja le hizo una cruz de carbón en su frente.

La abuela, de pie afuera, sabía qué había sucedido.

La había ojeado.

En un par de horas se sentía mejor, volvimos a dormir.

2

Al otro día todo era igual. Cuando desperté y pude lavarme —bañarme imposible con el chorro de agua que caía— ya estaba de vuelta Roberto. Me iba a dar una lata cuando me tomó mi pareja y comenzamos a andar por distintas partes de Peña Blanca. En el cementerio el apellido de su abuela se repetía cada dos o tres lápidas. Se veía, a lo lejos, una mina de cuarzo que parecía haber escupido el mineral. Subí un cerro para ver cómo atrapaban el agua de niebla una cervecería artesanal. De noche volvimos a la casa de la abuela, jugamos cra por horas, apostando monedas.

3

Era la mañana de la partida. Roberto me contó que todo lo que rodeaba la casa antes era verde. Que cuando colocaron esas hélices, al agua se empezó a ir. Esa máquina del hombre empujaba las nubes.

En un momento, me encargó conseguir fardos de pasto en Quillota.

Partimos.

4

Cualquier semana sería fácil conseguir pasajes, pero no en Semana Santa. Pensamos en viajar a Santiago, o enganchar algo en la carretera fuera de La Calera. Nuevamente les pedí el auto a mis papás, pero no había tal ya. En el camino a la única línea que estaba en el terminal de Viña del Mar y no en Valparaíso, donde no había nada, dos personas devolvieron los pasajes a La Serena. Esos serían los nuestros. Esta vez no iba mi hija. Fuimos viendo una película steampunk y/o dieselpunk de Peter Jackson. Era tan impresionante y vacía, un Mad Max victoriano. El bus lleno era una ciudad que se movía a otra, en todas direcciones en esta fecha.

Bajamos del bus en medio de la carretera. Nos esperaba Cristian, la pareja de la madre de mi pareja. Nos llevó rápido por ese camino áspero y profundamente oscuro. Esta vez vi más tranquilo lo lejanas y gigantescas de esas hélices. Más que empotradas en el suelo, parecían ser parte de la noche, a la que suspendían.

En la iglesia del pueblo velaban a Roberto.

Un cáncer lo había devorado de forma rápida. Él no lo creía, recordaba que una araña lo había picado. Esperó cinco días antes de ir al doctor.

Estaba con el ataúd cerrado. No pregunté por qué.

Saludé a mucha gente, la abuela ya no estaba, era muy tarde.

Un hombre bajo tomó de la cintura a mi pareja.

Ella se detenía a saludar a todos, yo me di cuenta que podía estar más tranquilo atrás. Compartí pan y te con Cristian. Él le prestó las llaves del auto a Patricio, que durmió allí con su pareja.

5

En el tiempo que yo no había ido, había muerto el perro del tío Carlos también. Según me contó mi pareja, nunca lo había escuchado así, con esa mezcla de pena que superaba la rabia. Sabía quién lo había matado. El perro era un compañero fundamental de sus labores. Casi arreaba solo las ovejas.

f2Esa fue la voz que imaginé cuando llamó a mi pareja para decirle que Roberto había muerto. Una voz que se animaliza es la del dolor.

Antes de enfermar, Roberto peleaba demasiado con su madre y eso molestaba a los demás hermanos. Con ese parecido físico a su padre era una discusión fuera de tiempo.

6

Patricio nos despertó en la mañana, en el momento justo. Ya era la hora del final para Roberto. En la iglesia no había cura, sino un pastor y una mujer que dio oraciones. Nadie quiso enterrar a Roberto el Viernes Santo, todos los curas tenían misas. Significaba un desvío: en vez de trabajar con el dolor de la familia el pastor seguía hablando del dolor en sí mismo, agitándolo.

Caminamos al cementerio, ayudé a sacar las decenas de arreglos florales del templo. Me llamaba la atención cómo la comunidad y alrededores se hacía presente en ellos. En el cementerio alguien comenzó a acomodarlos sobre el nicho familiar, otros abajo. Sentí su hálito a vino pesado. Él mismo puso en un parlante inalámbrico unas rancheras.

Vi en la entrada un hermano de Roberto que no conocí más que en fotos, con actitud desafiante en las imágenes. Reía. También un hijo de Roberto, que por primera vez descubrían muchos. Esa forma de caminar, citadina y aletargada, con cadenas, lo hacía tan distinto, pese a vivir en Ovalle.

Caminamos por la tierra a la casa de la abuela de mi pareja.

7

Allí me quedé en el patio, y me senté al lado de un hombre mayor que me habló de su vida en Maipú. Trabajó en la CTC recogiendo las monedas por años de los teléfonos públicos. Yo recordé noches en Valparaíso y Quillota pateándolos para ver si caía algo. Pero le hablé de otro recuerdo, de Martín Vargas manejando en Santiago, después de darme una entrevista. Insultaba a todos, con una tremenda furia. Yo recordaba a mi padre diciéndome que aprendí a conducir en la academia de conductores Martín Vargas después de chocar.

Le conté lo que hacía. Esto.

Después llegó la abuela y me contó que su hijo, antes de ir al hospital por última vez, se había despedido de sus animales. Con harta voluntad habló con cada uno. Con su caballo y perro. Y que cuando llegó la noticia el animal lloraba en la noche, sentía el dolor.

Sus gestos y peinado me recordaba mi propia abuela, muy salida de la peluquería para los eventos. Sus manos se entrelazaban con las mías, la forma de saber mi temperatura. Cada persona que llegaba le removía el dolor.

8

Partimos a la casa de mi suegra, una casa construida en otra loma. Allí llegó Patricio a dejar el auto con su pareja, y empezamos a tomar combinados entre todos. Lo que siempre me imaginé que pasaría, sucedió lejos de la casa de Roberto. Casi todo lo habla Patricio. Mientras, dan las clásicas películas de Semana Santa en la televisión del living. Veía a Jesucristo curar a un ciego con barro mientras Patricio contaba que busca colchones o muebles que la gente bota y así inventa lucas, o vendiendo caldos en las canchas de los clubes de barrio. Salgo en un auto a comprar cigarros, al volver el único que fuma es el Pato, que cuenta el reverso de esas historias afuera, cuando estamos solamente iluminados por las estrellas. El que cuida todas esas canchas es también vendedor de falopa y le regaló un chihuahua porque cría mascotas. Pato fuma como yo solo cuando toma, y eso le recuerda los pool donde apuesta. El cigarro termina e interviene la conversación dentro con el mismo hilo, mostrando las fotos de las mascotas, contando cómo se llevan. Dice que el perro se lo regalaron porque juega en el club y su mente me parece la de un jugador que dribla barreras temáticas. Cuando salimos a fumar de nuevo me cuenta que nadie lo toca, porque estuvo en la cárcel, que patea los tiros libres y los penales porque le pagan una bolsa de veinte cada gol. Lo imagino sin canilleras recorriendo la cancha. Adentro comienza las historias de la cárcel,  estoques ardiendo en cera, el amor de su pareja allá dentro, su baile en la obertura del Festival del Huaso de Olmué para salir antes. Afuera volvemos a fumar y me dice que vayamos a La Serena en el auto de mi suegra. Que en la calle se encontró con uno que tuvo atados en la cárcel y le disparó en la espalda. Era él o yo. Ahora está inválido y volvió a la cárcel por vender drogas. Dentro de la casa se apagan las luces, mi suegra las apaga. A lo lejos, veo las asas y su destello.

9

Nos llevan a Ovalle unos tíos lejanos de mi pareja. En el auto dicen que es la picadura de la araña, y no un cáncer, el que envenenó la sangre de Roberto.

En Ovalle paramos a esperar el bus de vuelta. Dejamos las mochilas donde una familiar de mi pareja, que es igual a su abuela. Veo sus murallas decoradas con cosas chilenas y chinas, así también era la casa de mi abuela. Salimos a caminar por la ciudad, que me recuerda mucho a San Felipe y Los Andes, murallas de adobe, estructura colonial. En la plaza   un puesto de libros, compro uno de Matías Rivas por quinientos pesos. De vuelta en Valparaíso lo vendo en veinte mil con envío.

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