Destacados, Reportajes — 12 agosto, 2019 at 5:24 pm

Amereida: libertad sin opción

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Por Catalina Porzio – Fotos del Archivo José Vial Armstrong, Escuela de Arquitectura y Diseño PUCV

Cuando alguien relativamente informado escucha la palabra Amereida, puede pensar en varias cosas, hechos o personas: América, la Eneida, Escuela de Valparaíso, Ciudad Abierta, travesías por América, actos poéticos, Godofredo Iommi, Alberto Cruz o, más simple aún, Godo y Alberto.

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La biografía de Godofredo Iommi es más difícil de articular que la de Alberto Cruz, por estar munida de aventuras imprecisas y anécdotas curiosas que alimentan rumores y la hacen más escurridiza. No hay quién se resista a tener una palabra sobre Iommi, sea cierta o no, o ya sea que provenga de la mitología que él mismo contribuyó a crear. Sabemos, por ejemplo, que nació en Buenos Aires en 1917 entre anarquistas italianos, que desde niño se caracterizó por tener una memoria excepcional, que estudió en la Scuola Italiana y luego cursó dos años de Economía en la Universidad donde lo eligieron presidente de la Federación de Estudiantes Universitarios, cargo que ejerció hasta que se aburrió y decidió hacerse poeta. De ahí en adelante la cosa se puso más extravagante.

Iommi llegó a Chile por pura casualidad, obligado a interrumpir su regreso a Argentina debido a la malaria que contrajo en el Amazonas, empeñado como estaba en “cazar unas arañas parecidas a Apollinaire”[1], en medio de la primera aventura poética que fraguó con un grupo de amigos, brasileños y argentinos, una noche en un bar de Buenos Aires cuando ninguno de ellos pasaba de los veinte años. Eran jóvenes y atrevidos. Prendieron fuego a centenares de versos y se impusieron lecturas que memorizaban laboriosamente: Virgilio, Homero, Hölderlin y Dante, sobre todo Dante, a quien deben la tajante consigna “Dante o nada”, que marcó el derrotero de La Santa Hermandad de la Orquídea, como se harían llamar.

Es probable que hasta entonces el interés de Iommi por Chile estuviera puesto tan solo en su admirado Huidobro, poeta que había sorteado los balazos de una feroz y ofendida clase alta para casarse bajo ley musulmana con la joven y medio aristócrata -tanto como se puede ser en Chile- Ximena Amunátegui, muchos años menor que él y varios años mayor que Iommi, quien tan solo con verla aparecer en el umbral de la puerta quedó irremediablemente flechado. Así el discípulo pasó a rivalizar con el maestro en un terreno inesperado: no heredó sus dones pero sí se quedó con su mujer. La humillación de Huidobro era total.

ame4Mientras se tejía la llegada de Iommi a Chile, Alberto Cruz, también nacido en 1917, hijo de un ex militar con antecedentes italianos más remotos que los de Iommi, terminaba su formación académica marcada por una escena católica tradicional. Se educó en el Liceo Alemán (congregación del Verbo Divino) y como arquitecto en la Universidad Católica de Santiago, donde iniciaba su carrera docente impartiendo un curso de su propia invención que alteraba el modo en que hasta entonces se había enseñado arquitectura en Chile. Alberto Cruz siempre tuvo extraordinaria habilidad para el dibujo, “podía tomar la tiza con cualquiera de las dos manos o las dos simultáneamente y dibujar en el pizarrón complejas formas siguiendo un solo trazo, como lo hacía Matisse”[2]. Eran infinitos los cuadernos que llevaba siempre consigo y colmaba de notas, líneas y colores. Pensaba dibujando. Un día, llegó fascinado con un ejemplar de la revista femenina Eva, cuya portada reproducía, en un pequeño recuadro, una composición de líneas y figuras irregulares: una estampa de Kandinsky, que Cruz recibía como una revelación desde Europa, un mundo que hasta entonces apenas se insinuaba a la isla que era Chile.

En 1951, ya instalado con su mujer en Santiago, Iommi se encuentra por primera vez con Alberto Cruz, cuando ambos empezaron a trabajar para una empresa publicitaria. Iommi inventaba eslóganes -es famoso el nombre que le dio a la marca de insecticidas Tánax, de thánatos, muerte en griego, o la campaña para la Asociación de Productores de Aves que culminó con la estampida de cientos de pollos liberados a la hora del cañonazo en el Paseo Ahumada- y Cruz los dibujaba. En esa dinámica, del que dice y el que hace, empezaron de inmediato a urdir una intensa y larga complicidad.

Iommi, en un plano menos visible, ya operaba tras el grupo de arquitectos que, sin suerte, intentaba reformar la Escuela de Arquitectura UC, hasta que un día Alberto Cruz recibió un llamado del sacerdote Jorge González Foster, rector jesuita de la Universidad Católica de Valparaíso, que lo invitaba a dictar clases y liderar otra alicaída Escuela de Arquitectura. Las negociaciones, capitaneadas por Iommi, concluyeron en la contratación del equipo completo para renovar la Escuela y llevar adelante el nuevo Instituto de Arquitectura. A pesar de haber coqueteado en su juventud con el Partido Comunista argentino -al que su primo, el escultor Claudio Girola, perteneció-, Iommi participó en Chile en la Acción Católica de Hombres, militancia que lo hermanaba con Alberto Cruz y los ponía en línea con el mencionado rector.

Al año siguiente el grupo se mudó a Viña del Mar, instalándose en el Cerro Castillo, en la que tal vez fue la primera experiencia comunitaria y abierta que tuvo la colectividad, ya que llevaban una vida de puertas sin llave y alcancías comunes. La casa de los Iommi-Amunátegui pasó a ser un centro de reunión y circulación permanente, una suerte de espacio público donde, imagino, entre alegres comilonas se debatieron los lineamientos que darían forma a un novedoso sistema de enseñanza. “Una casa abierta con una mesa presta”, en palabras de Alberto Cruz, era el principio de la ley de la hospitalidad que más tarde regiría en la Ciudad Abierta.

ame2La creación del Instituto de Arquitectura –uno de los desafíos acordados con González Foster– se orientó a generar un lugar de convergencia para distintas disciplinas que abriera un ámbito de investigación y ejecución de trabajos al margen de la escuela y la facultad. Si en Santiago el grupo se sentía aislado respecto al mundo, la provincia no debió resultarles mucho más estimulantes en ese mismo sentido. Viña del Mar era por entonces una ciudad bastante nueva, con claras reminiscencias de estructura feudal (o fundo con dueño), conocida hasta entonces por sus playas, sus jardines privados, el casino y un par de hoteles que empezaban a darle lugar en el imaginario turístico. En ese contexto, más bien anodino, el nuevo Instituto se jugó su carta de presentación y montó la primera exposición de arte concreto en Valparaíso, en el comedor del recién inaugurado Hotel Miramar. Este atrevido gesto público hace pensar en un camino lleno de subversiones por venir, sin embargo, las obras proyectadas desde el Instituto para la ciudad no tuvieron éxito y el desconcierto, más adelante, fue dado por la inusitada práctica de actos poéticos.

La figura del vate ideada por Iommi para instalar esta práctica como meollo creativo y rostro público de la Escuela de Arquitectura, es la del iluminado: se trata del que vaticina o dice la palabra configuradora de mundos. La palabra le es “dada” al poeta para comunicarla a favor de una revelación. El poeta dice la palabra y el arquitecto le da forma buscándola en el mundo. De eso se trataría la observación como método de estudio: la múltiple posibilidad que suponen las palabras es interrogada en la ciudad por alumnos y arquitectos que dibujan y anotan lo que ven a partir de un concepto dado.

Dentro de los actos poéticos que realizó la Escuela de Valparaíso, con Iommi a la cabeza, la Phalène (mariposa nocturna) es un invento original que desde entonces se ha usado sistemáticamente y consiste en seguir ciegamente al poeta como lo hace la polilla que vuela hacia la luz a riesgo de quemarse. Un juego donde el poeta articula un poema “hecho por todos”, es decir, recoge palabras sueltas a las que añade conectores produciendo un collage de significados; una manera performática que debió ser principalmente atractiva para los jóvenes. Iommi solía usar unos naipes coloreados por distintos pintores con figuras abstractas y concretas que funcionaban como punto de partida para decir algo a propósito de la imagen.

Los actos se realizaban en lugares públicos sin fecha ni hora conocida, activando una situación inverosímil para aquellos paseantes que tropezaban con la performance y se veían involucrados en ella. El acto no obedecía a una estructura rígida sino más bien se iba modelando en su transcurso. Para estas ocasiones Iommi se vestía con pantis rojas y un sweater blanco bastante holgado (y a veces un pañuelo de gaucho atado al cuello). Bajo el influjo de su discurso, por ejemplo en nombre de San Francisco de Asís, santo patrono de la Escuela, se efectuaron actos de desprendimiento donde los participantes lanzaban sus objetos más valiosos al mar. A fines de los setenta y comienzos de los ochenta en los actos poéticos aparecieron las “musas”; las mujeres, que nunca tuvieron un rol protagónico, vestidas de blanco y descalzas revelaban la palabra al poeta.

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El primer acto poético reconocido por el grupo de Valparaíso se llevó a cabo en París, en 1962, frente a la tumba de Apollinaire en el cementerio del Père-Lachaise. En ese mismo período, Iommi, viviendo en Europa, empieza a fraguar Amereida, la Eneida de América; con ese acrónimo titula el poema que busca responder a “la pregunta de ser americano”. Declarado anónimo, el texto es un pastiche que cuela voces históricas, como el relato de quienes se aventuraron a este lado del mundo sin saber aún que se trataba de un continente nuevo -de ahí que se insista en la idea de América como regalo. Amereida, al igual que la Eneida, se consideraba un objeto verbal, un libro capaz de predecir el futuro: se formulaba una pregunta y se elegía un pasaje al azar que era interpretado como respuesta. El extenso poema se publicó en dos volúmenes, el primero en 1967 y el segundo veinte años después. Esta segunda parte incluye la bitácora del primer viaje que el grupo hizo por América: la Travesía de Amereida, de Punta Arenas a Tarija en Bolivia, país donde la guerrilla comandada por el Che Guevara estaba a punto de estallar, obstruyendo la llegada a Santa Cruz de la Sierra y su consecuente declaración como capital poética de América.

De todos los pasos que el grupo venía articulando, en 1971, como consecuencia de la Reforma Agraria, la Escuela de Valparaíso adquiere unos terrenos más bien dunares entre la línea del ferrocarril que traslada el cobre y la carretera que une Concón y Quintero, y en ellos funda la que va a ser su obra más relevante: la Ciudad Abierta de Ritoque.

La Ciudad Abierta cuenta con su propia cotidianeidad, su lenguaje y sus ritos. Se conforma de hospederías, ágoras y un cementerio. Inicialmente las hospederías se concibieron como lugares de paso, para huéspedes, y no como residencias permanentes (forma que finalmente adoptaron al establecerse las familias). Estas son creaciones colectivas y se fundan en un lugar “destinado poéticamente”; para lo cual el poeta propone un juego que, con la seriedad con la que juegan los niños, determina el lugar de emplazamiento de cada nueva obra. La palabra es la que funda. Para la toma de decisiones existe el ágora, o lugar “público”, donde la comunidad se reúne y define en consenso asuntos tales como el ingreso de un nuevo miembro.

ame3Quienes veían estas construcciones asomarse a la carretera sin saber de qué se trataba, solían tachar al asentamiento de precario o de extravagante. La primera impresión es consecuente con el modo propuesto por la Escuela de concebir la arquitectura como un bien efímero; y la segunda -hilarante cuando se referían a “los locos” de Ritoque-, la ejerce el misterio propio de cualquier obra que permanece cifrada para una comunidad más amplia.

Si pensamos genéricamente en ciudades, es muy probable que imaginemos conjuntos abiertos antes que cerrados -de no estar pensando en las amuralladas del medioevo, claro está-, espacios maleables antes que herméticos. Entonces, parece que algo redunda en el nombre que la Escuela dio al lugar que fundó para unir “vida, trabajo y estudio” amparada en la hospitalidad. Pero todas las contradicciones que puedan suscitarse entre nombre y realidad descansan en una explicación metafórica: la llamaron ciudad porque en ella tendrían cabida todos los oficios; y la llamaron abierta porque esos oficios podían ejercerse en libertad (“libertad sin opción”, dicen).

[1] Mario Ferrero en Escritores a trasluz (Uach, 2016).
[2] Recuerdo del arquitecto Miguel Eyquem.
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