Destacados, Portada, Textos — 9 octubre, 2022 at 1:41 pm

ALGUNA VEZ SALÍ VESTIDA DE PLUMAS Y TACOS AGUJAS

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por Silvia Falorni

 

«traduttore, traditore», dice el famoso proverbio italiano. Especialmente tratándose de literatura, no pareciera extraño pensar que sea prácticamente imposible traducir un texto sin «traicionarlo». Es evidente que, además de la narración, son muchos los elementos que componen y caracterizan un libro: la forma en que el autor o la autora utiliza las palabras, construye las frases, inserta elementos culturales y describe lugares y personas; y hasta el efecto que la lectura produce en quienes leen está ligado a las culturas involucradas. En muchas oportunidades, comentando mi trabajo de traducción de obras del autor chileno Pedro Lemebel, me han preguntado: «¿Cómo lo haces? ¡Debe ser imposible traducir a Lemebel!». ¿Imposible?, no. ¿Difícil?, por supuesto. ¿Dolores de cabeza?, sin la menor duda. Para más claridad, voy a citar a la traductora del mismo autor en lengua inglesa, Gwendolyn Harper: «Siempre que le digo a alguien aquí en Chile que estoy traduciendo a Pedro Lemebel, la noticia provoca tanto admiración como algo similar a la piedad». Pero al final, cuando tocan el timbre y vienen a dejar las copias del libro recién impresas, no hay nada más emocionante que abrir el paquete y tocar con la mano el producto de tanto sacrificio: oler las páginas frescas, con olor a tinta, e imaginarse a todas las personas que, gracias a esa traducción, tendrán acceso a un pedacito de mundo chileno. Porque la traducción construye puentes, y sí, merece la pena.

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Conocí la obra de Lemebel después de terminar mis estudios de pregrado en Mediación Lingüística en Italia, donde nací y viví hasta hace pocos años atrás. Tenía alrededor de veintitrés años cuando, aburrida de la eterna búsqueda de trabajo posuniversitaria, decidí participar en un laboratorio de traducción que tenía el objetivo de publicar una recopilación de crónicas escogidas entre las contenidas en Háblame de amores (2012), de Lemebel. Fue amor. Quedé atrapada en esa escritura tan coloquial y rebuscada a la vez, tan metafórica, tan cortante, tan violenta y delicada al mismo tiempo. Lo primero que hice después de la publicación del libro fue volver a estudiar, y en 2017 estaba terminando el magíster en Lingüística y Traducción Literaria en la Universidad de Pisa. Mi tesis, la traducción de otro libro de Lemebel: De perlas y cicatrices (1998). Ahora sí estaba sola; no tenía el apoyo y la guía que había tenido en la oportunidad del laboratorio, y me enfrenté con un proceso de traducción mucho más complicado.

Un día me senté con una compañera para almorzar en la placita frente al edificio del departamento de Idiomas. Comentábamos nuestros trabajos, y recuerdo mi preocupación por lo desesperante que se me estaba revelando la traducción. Mi compañera me recordó que había llegado un correo que anunciaba una beca para una pasantía y se podía escoger el lugar según la necesidad. Me dijo: «¡Deberías postular!». La idea me pareció de lo más descabellada y, obviamente, al final postulé el último día antes del cierre. Fue así que algún día de octubre me compré un pasaje, hice las maletas y llegué a Santiago con la sensación de que todo fuera un sueño. Uno que dura todavía cuatro años después, mientras escribo esto en Talca donde vivo con mi pareja, tres gatos, mis libros traducidos y un tanto de incredulidad.

Lo que pasa es que en Chile ocurrió algo mágico: cada día me sentaba en el patio de un hostal en Ñuñoa, a dos pasos de la Universidad de Chile, y leía las palabras de Lemebel sobre el río Mapocho, el bar Las Lanzas, el garaje Matucana 19, el barrio Bellavista o el cerro San Cristóbal. Tan solo tenía que tomar una micro para conocer esos lugares, caminar por las calles que él describía en el libro que tenía entre mis manos, mientras respiraba el mismo aire de los y las protagonistas de las crónicas. Fui al barrio Lastarria, donde Lemebel vivía, y conocí a sus amigos y amigas. Miré los mismos programas en televisión, escuché la misma radio, canté las mismas canciones, tomé la misma micro. Estaba en el libro mientras lo traspasaba a mi idioma, en una suerte de catarsis que hacía que las páginas pasaran a través de mis ojos a mi cuerpo, me llevaran por la ciudad y luego me trajeran de vuelta al patio del hostal, para que las palabras volvieran a aparecer en mi computador, traducidas al italiano.

No obstante, tampoco fue un proceso fácil. Sin duda la escritura de Lemebel es un rompecabezas para cualquier traductor o traductora: empezando por lo más básico, como los chilenismos, la comida (¡ay, qué asombrosa variedad de mariscos!) y los modismos, hasta enfrentarse con problemas más serios a la hora de describir esas personas caracterizadas por rasgos lingüísticos que las distinguen sin tener que decir más: las señoras cuicas, los huasitos, el flaite y su lenguaje codificado; ni hablar de la variedad de expresiones fantasiosas para designar a una persona homosexual y todo el vocabulario que viste «de plumas» la escritura del autor en torno al tópico. ¿Y qué tal las referencias semiocultas al cancionero popular? Miren estos extractos ―tomados de las crónicas «República Libre de Ñuñoa» y «Los Prisioneros»―, poniendo atención a lo que ven subrayado y en negrita:

Desde Ñuñoa, el habitante puede creerse afortunado de corretear en bicicleta por sus anchas avenidas sombreadas de árboles, y ostentar cierta libertad de provincia, cierta pituquez de pueblo chico, donde no hace falta casi nada: ni las plazas, ni la municipalidad, ni el estadio, ni las univer- sidades, ni tampoco esos colegios clasistas con nombre de santo inglés, donde los hijos de Ñuñoa aprendieron las vocales con acento extranjero. Esos Colleges, Academys, School, donde estudiaron juntos, hicieron la cimarra juntos, se pajearon juntos, y se fumaron sus primeros pitos escuchando a Silvio Rodríguez, y luego y pronto y después, terminaron allegados a la casa familiar, hippientos y solterones bostezando los cuarenta.

Ellos hicieron bailar la protesta con las cuatro notas de su poético pop, su sencillo pop, su irónico pop, y la lírica resentida de sus letras burlándose de los que no se llamaban ni González ni Tapia.

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Tenemos una mezcla de chilenismos, invenciones, y una referencia a la famosa canción de Los Prisioneros. Se darán cuenta enseguida (o mejor dicho, ¡altiro!) que ciertas expresiones representan un desafío traductológico que tal vez puede obligar a tomar decisiones que favorecen un elemento a costa de otro, y es donde hay que admitir que, a veces, no se puede «salvar todo». Pero, ¿es necesario salvar todo? ¿Qué significa, en realidad, traducir?

La palabra «traducir» tiene una etimología hermosa: del latín traducere, el lema se compone de trans («de un lugar a otro») y ducere («guiar»). Guiar de un lugar a otro. Lo encuentro fantástico. ¿Qué es la traducción, sino un medio para acompañar a las personas en un maravilloso viaje? Cuando viajamos a un lugar que no conocemos, donde se habla otro idioma, se come otra comida y se vive de otra manera, la única forma de tener una experiencia enriquecedora es abrirse a las novedades, aprender sobre esa cultura, su historia, su arquitectura, sus calles, sus perfumes. Eso es lo que la traducción de un libro debería regalarles a quienes leen. Para lograr eso, retomando mi precedente pregunta, no es estrictamente necesario «salvar todo», sino encontrar el balance entre el estilo de la escritura, la historia que se nos cuenta a través de ella y la comprensibilidad en el nuevo idioma. Construir un puente sólido.

En la práctica, no es fácil, pero se puede. ¿Cómo encontrar ese balance? Es importante no «domesticar» el texto donde no es necesario. Para hacer un ejemplo banal, ¿qué suerte de experiencia les estaría ofreciendo a quienes leen si todas esas variedades de mariscos que mencioné antes las redujera a un par de vongole (almejas)? ¿O si, simplemente, borrara todo el vocabulario colorido usado e inventado por Lemebel? Hay términos que no se pueden perder en el camino; sin embargo, si se fijan en el siguiente ejemplo, se van a dar cuenta de lo complicado que puede ser lograr ese objetivo (y ojalá el problema mayor fuera el marisco). Los que siguen son nombres travestis escogidos del listado al final de la crónica «Los mil nombres de María Camaleonte», contenida en Loco Afán (1997):

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En suma, harto difícil, pero debemos entender lo que hace del libro ese libro y trasmitirlo al otro idioma para que sea comprendido en su verdadera esencia. Como ya he destacado, en mi caso fue fundamental (y lo sigue siendo) mi estadía en Chile, pero no es siempre posible viajar físicamente al lugar de procedencia del libro. A veces, teniendo suerte, se puede hablar con el autor o la autora. Pero la verdad es que en algunos casos no se puede hacer nada de nada, y una simplemente se queda con el libro en la mano y su computador. ¡Y menos mal que ahora existe Google! En el pasado hubo tiempos bien difíciles para quienes quisieran dedicarse a la traducción. Ni quiero imaginármelo.

A este propósito, recuerdo lo que nos enseñó un muy buen profesor que tuve en la universidad. Durante un taller hicimos un ejercicio sobre un libro que él mismo estaba traduciendo: Exit West de Mohsin Hamid. Lo que el profesor hacía era, prácticamente, un análisis científico del libro, en el que iba anotando y clasificando distintos elementos textuales. Personajes, lugares, las acciones y cualidades asociadas a estos, y más. Un tremendo trabajo que le permitía deconstruir y reconstruir el entramado del libro, como si fuera a quitarle el revestimiento para buscar la estructura y luego volver a ponérselo, pero de otros colores. Esto también venía acompañado de un trabajo de estudio del contexto de producción de la obra y de su autor. Lo encontré genial. Ya se estarán dando cuenta de cuánto trabajo, esfuerzo y dedicación se esconden detrás de este oficio.

Cualquiera sea la técnica o la estrategia utilizada, lo que importa es bajar en las profundidades del libro. Entender lo que se esconde entre las líneas, pensar en quién, cuándo y cómo lo escribió. Solamente así se puede transmitir el contenido de un texto sin traicionarlo, ofreciendo una lectura enriquecedora y construyendo ese famoso puente. El trabajo de traducción, de esta forma, les ofrece una oportunidad única a quienes traducen: sumergirse y llegar a formar parte, a través del libro, de la cultura de procedencia del mismo, y aprender como nadie sobre el territorio que lo vio nacer y que es contenido en él.

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En particular, las crónicas de Pedro Lemebel representan un tipo de escritura tan entrelazada con el territorio y la urbanidad chilena que, podríamos decir, son una de las mejores lecturas para conocer el país en todos sus aspectos. Al menos lo fueron para mí. Los textos contenidos en De perlas y cicatrices ofrecen fotografías nítidas de la sociedad chilena que cuestionan la herencia cultural del Chile de la Transición. Dicho cuestionamiento se revela a través de una voz que recorre diferentes espacios sociales, siempre desde el punto de vista de la marginalidad, y que saca a la luz la segregación y jerarquización haciendo uso de un género literario, la crónica, que nació como instrumento para contar las grandes gestas de los guerreros en la antigüedad. El uso de la crónica de Lemebel representa un acto de rebelión, y toda su poética escritural se mezcla con los coros de las revueltas sociales que ocurrieron en el país a partir de octubre de 2019. Cabe mencionar también que su estilo de escritura reproduce la oralidad y representa, prácticamente, un manual de instrucciones (nunca tan obvio, pero sí es un corpus muy abundante) para hablar el español chileno. También contiene expresiones poéticas y gusto por la palabra, todo ello insertado en una mirada trágica, a veces melodramática y a la vez irónica e irreverente.

Captura de Pantalla 2022-10-09 a la(s) 10.06.47Por todas estas razones, muchas veces he pensado que leer y traducir a Lemebel es como tirarse al agua helada. Sus crónicas son como el océano chileno: agua heladísima, pero extremadamente rica en minerales y biodiversidad. Lectura (y traducción) difícil, pero generosa. Y a propósito de agua, ¿se acuerdan de Ranma 1⁄2? Ese joven que un día cayó al estanque encantado y que si tocaba agua fría se transformaba en mujer. El anime japonés. Bueno, ya que estamos con metáforas, podemos decir que la traducción es casi lo mismo que tirarse a un estanque encantado, pero nunca sabemos en qué nos vamos a transformar.

Alguna vez salí vestida de plumas y tacos agujas. Alguna vez salí llorona.
Alguna vez salí asesina.
Alguna vez salí víctima.

Alguna vez salí enamorada.
Alguna vez salí cantante.
Alguna vez salí encapuchada.
Alguna vez salí bailarina.
Alguna vez salí pájaro.
Alguna vez salí creyéndome toda una escritora y me puse a copiar a lemebel en mi artículo sobre lemebel.

Aparte del intento de chiste, esto es en serio. La traducción nos transforma, y cada vez que trabajamos con un texto nuevo le agregamos un pedacito a nuestra alma. Aprendiendo nuevos lenguajes, nuestra identidad también se transforma un poco. Personalmente, es con mucho orgullo que me atrevo a decir, al cabo de años de estudio, que ya estoy toda una chilena po, ¿cachai?

 

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