Ensayos — 5 enero, 2015 at 4:20 pm

33 METROS: EL ULTIMO RAMAL

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Por Martín del Solar

Ramal: Cada uno de los cabos de los que se componen las cuerdas. 

LA MEMORIA

Si la región del Maule tuviera sub­consciente podríamos reconocerlo en sus profundidades, en sus olvidos, en lo oculto, en lo protegido. Si las regiones pudiesen recordar, si tuvie­sen memoria, la de El Maule estaría representada en lo insondable, en lo recóndito, en su fondo, ahí donde el territorio atrapa el tiempo, donde es muy difícil llegar, donde los años corren lentos, donde el calendario se congela.

Para entrar en los recuerdos regio­nales, hay que viajar y adentrarse al Maule profundo. Ese Maule antiguo, lleno de pasado, ensimismado en lo secreto, que se adentra en la historia, en SU historia, llena de ruinas, de barro convertido en adobe, de muros que se caen con el tiempo, donde la mano del hombre se hace gruesa. Ahí es donde la memoria se perpetúa y se refresca lo de antaño, lo que no se logró modificar con el tiempo. Ese lugar, ese mismo que está oxidado por el paso de los años, que congela los avances.

Para encontrar el subconsciente de la región uno se debe sumergir en lo olvidado, en lo frío, en lo congelado. Luego del terremoto de 2010, que

arrasara con todo en la Séptima Re­gión, existe aún un territorio atrapado en el tiempo. Sólo UNO: ese lugar que conserva la memoria de otros tiempos, sólo UN entorno que tiene escondido el subconsciente de El Maule.

EL ÚLTIMO RAMAL

A esas profundidades del recuerdo subconsciente de El Maule se puede llegar por un túnel de acero, oxidado por los años, que se mueve y avanza desde el valle al mar pacífico. Ese túnel efímero está escondido entre los cerros y el río, de largo amable, avanza sobre la tierra guiada por sus rieles.

¿Qué hay en ese lugar escondido?

Sólo un poco de pasado.

¿Sólo un poco y nada más?

En las profundidades llenas de anti­guos espectros oscuros; casas ima­ginarias con tejas y parques secos; cubas de vino llenas de polvo y ne­gras por los años; parras gruesas que se asemejan a retorcidos huesos y desde lejos parecen arañas gigantes que se mueven; candados de otros años y vestigios de una iluminación de lámparas de carburo… Ahí lo an­tiguo se llena de la misma luz matinal de otros años, ese algo de identidad y de historia viva, sumergida entre los cerros de El Maule. Algo de memoria aún queda en esos terrenos atra­pados entre valle y mar. Vestigios de un pasado menos plástico y más duradero. Así es posible sumergirse a lo más hondo del subconsciente maulino. A la memoria más brillante que se refleja en las sombras más negras del pasado.

Para adentrarse en las profundidades es necesario viajar entre los cerros donde las mañanas con el estío se evaporan; ahí donde la tierra se seca con el agua; donde la bruma gris cubre el valle; donde los barros se conforman en adobes y estos, como casas blancas forradas en cal, intentan dominar el paisaje, desérti­co, asentando pequeños atisbos de humanidad en sombra, como ruinas.

EL VIAJE A LAS PROFUNDIDADES

Este viaje se hace en un pequeño tren que viaja en el tiempo y que representa, con sombrío esplendor, la memoria y el subconsciente del Maule. Ese tren que va desde el valle central hasta el mar, sumergiéndose en otros años.

Para este periplo en las arenas del pasado, el portal de entrada se abre en Talca a las 7:30 de la mañana, todos los días. La “máquina del tiempo” espera oxidada a la orilla del andén en la Estación de Trenes de Talca. El “buscarril”, de colores desteñidos espera sobre la “linea chica”, su partida puntual. El motor petrolero hace tiritar sus metálicos huesos entumidos a esas horas. Esos fierros congelados por el invierno, acompañan el complejo frío de julio. Poca gente, casi nadie sube, uno o dos fantasmas y algunas sombras.

La puerta no cierra bien y el tren comienza a caminar, los metales chocan entre si y se escucha el roce de las ruedas sobre el riel. El vaivén característico y un sonido que marca los tiempos al ir y venir de un “tuku, tuku”. Al poco andar sale el sol que ilumina el pasado desde lo alto, la memoria regional se abre a la espesa neblina que sube desde el río y llena los pequeños vagones, el campo se hace denso de un verde opaco. A todo el paisaje lo acompaña un silen­cio espeso, que se camufla en cada parada con el sonido de las gallinas y el viento, que suena seco.

Enormes montañas llenas de negro, las cumbres llenas de noches, los oscuros espíritus que buscan los años ya pasados, rondan por los desiertos campos secos del valle. Antiguas casas de adobe abandonadas van

mostrando vestigios de otro tiempo. Vagones amarillos de oxido, olvida­dos en algunas estaciones del ramal atisban una memoria reticente de un pasado esplendoroso, como si alguna vez ahí existió una civiliza­ción iluminada, con un rio pletórico de barcos de madera que en otro tiempo llamaron Faluchos. Ese pasa­do que nos llena de una búsqueda inconstante de algo que no logramos percibir, pero que nos hace ahondar en la memoria de lo que alguna vez no estuvo devastado.

Quizás, a la vuelta, con la llegada de la noche cuando la oscuridad cubre el valle y borre las memorias y te sitúe en medio de la nada, reflejando en los vidrios las referencias que se pier­den, los espacios de hacen relativos y el frío lo cubre todo, devolviéndolo a cero.

LA LÍNEA

La línea férrea avanza por 22 esta­ciones añejas, abandonadas, llenas con costumbres centenarias, de an­taño, que dan la sensación de estar ingresando en un inmenso campo de ruinas.

Los kilómetros a recorrer se hacen largos, como la cantidad de historias que crecen paralelas a las líneas férreas; como la de don Eduardo Norambuena, un “viejo” que, hoy por hoy, trabaja en las bodegas de una constructora en Talca. Me cuenta, en una conversación de varias tardes, que él fue capataz en el cambio de las líneas férreas en el ramal de Talca a Constitución en los ochenta. Explica; “CAMBIAMOS LOS LARGOS DE LA LINEA FERREA DE 9 A 33 METROS”. Me contó cómo fue la construcción, lo difícil del lugar, su pasado, las sombras que ahí viven, las picadas, la comida, lo más lindo. Comentaba, mirando el cielo como rememorando años mejores;“Cómo las piedras que calientan la tierra en Colín hacen esos tomates únicos. El buen vino en Rauquén; las mejores y más grandes sandias del mundo, justo abajo de El Morro. La maravillosa chicha en Curtiduría, helada, temprano en la mañana.Los huevos de campo de González Bastías, esos azules.

Las tortillas de infiernillo, que es casi tanto y tan poco González Bastías.El túnel de Forel, ahí a la vuelta don­de se pesca.

Rancho astillero, la lisa a la teja, el pescado preparado en teja chilena.Los salmones de banco de arena.El congrio de Constitución.

Y cuantas otras cosas: las humitas, los pasteles, el pan…”Como dijera don Eduardo, dan ganas de bautizar este tren como “el expreso de las delicias”, haciendo referencia al jardín, o como él mismo se apurara en responder, “para que el ramal viva, falta sólo un coche comedor y un gringo con hambre. Bueno, es que son otros tiempos”. Es que este tren tiene el dolor de la añoranza, la sensación de la melan­colía, el recuerdo como algo que nunca vuelve. Don Eduardo, mal que mal, sabe de lo que habla ya que recorrió todo el sendero a pie: 5 años de trabajo cambiando los rieles de la línea fé­rrea. Pero lo que él más valora es que hoy, “EL SONIDO DEL TREN ES AHORA, CADA 33 METROS”.

Lo que a la larga para nosotros, visitantes ocasionales y parásitos del paraíso en extinción, no significa absolutamente nada pero para él, hombre nacido, criado y curtido en el ayer, lo es todo.

 

González Bastías

(Chile 1879-1950)

de “EL VIEJO GUANAY”

Me fui de aquí, señor, hace treinta años

y vuelvo sólo por mirar

estos cerros abruptos, este río,

estos caminos de mi mocedad.

Hay en mis ojos un encantamiento

y no me canso de mirar.

No está la casa donde yo vivía.

Los almendros están.

Las gentes de hoy tal vez no me conozcan

y pasaré y dirán:

Un viejo, un viejo… quién lo ha visto nunca?

y luego… nada más.

Pero cuando florezcan los almendros

y lleguen vientos ásperos del mar,

la tierra que labró mi brazo joven

quién era yo, dirá.

El río en sus corrientes del invierno

mi voz recordará:

Iza, vuelta, al trinquete, remo, suelta…

Y pudiera no recordar?

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