Destacados, Portada, Textos — 24 diciembre, 2016 at 10:39 pm

Vientres tibios: la negritud trunca en la música popular chilena

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La ausencia de carnavales, la poca penetración de la síncopa en nuestra música, la aparición de la cumbia estilizada –ordenada y previsible- en nuestro único horizonte celebratorio; la domesticación de la cueca. Todos, antecedentes de la inconclusa presencia de la negritud en nuestra sociedad y, por ende, en nuestra música popular.

Por Rodrigo Burgos

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“Las danzas lascivas traídas de África por los negros bozales, como se llamaba a los esclavos orijinarios, se unían a la indolente pereza de los indígenas americanos para hacer de los gustos populares una melancólica mezcla de ociosidad i libertinaje”. Benjamín Vicuña Mackenna

 

Cuentan Juan Pablo González y Claudio Rollé en el primero tomo de la monumental Historia Social de la Música Chilena, para el período de 1890 a 1950, que a partir de los años veinte del siglo pasado, Chile se sumaba con desplante al disfrute de los bailes exportados desde Estados Unidos. Ritmos como el maxixe, el charleston y el foxtrot, presentaban en nuestros salones de baile mejunjes que aludían al encuentro entre ciertas formas musicales occidentales y el pulso africano. Propuestas adictivas que algunos años después fueron reemplazadas por otras de igual o mayor pátina negra, como la samba, la conga, la rumba y el mambo. Desde los años cuarenta, ilustres orquestas provenientes de Brasil y Cuba con músicos como Pérez Prado, Isidro Benítez y JoeO’Quendo y sus AfricanSingers, tocaban a tablero vuelto en diversos boliches y teatros chilenos. Sin embargo, había algo que restringía los umbrales de conexión entre el público y los intérpretes. Flotaba una sensación de extrañeza, de lejanía; como muchos investigadores intentan describir, apelando a la Antropología, ocurría una constatación de alteridad, un descubrimiento de otro que poco y nada tiene que ver conmigo.

La Revolución Cubana acaba con desvelar el caso de una moda que no pudo infiltrarse jamás en nuestros usos y costumbres. La música afrocubana, por razones políticas, desaparece al menos de los circuitos de circulación regulares y es reemplazada paulatinamente por la inefable cumbia. No la cumbia colombiana, a iguales partes negra e india, con la que se celebraba en la fiesta de la Virgen de la Candelaria. “Por la noche, los tambores africanos marcaban el ritmo a la cadenciosa melodía de gaitas y las flautas de millo indígenas, para solaz de amos y señores que instalaban sus palcos en las murallas de Cartagena, para observar mejor a sus negros y a sus indígenas que tocaban y bailaban en la playa alrededor de una inmensa fogata”(Jaramillo, 1992). En cambio, la modalidad que llega, se asienta y gobierna hasta hoy cualquier simulacro de festejo en cada uno de nuestros pagos, es un extraño mejunje que transitó vía México y Argentina para llegar acá un poco desmejorada. En suelo chileno, la síncopa prácticamente se esfuma y las secciones de bronce y rítmica reducen su alineación a un mero cuerpo de tres trompetas, tumbadora y timbal. El chileno, entonces, patitieso e incómodo con los matices puede sin temor alguno acomodarse en un rito previsible y soso, pero que acepta gustoso al ser el único espacio de disolución corpórea que tiene a mano. Y he aquí la pregunta, ¿qué pasa con la negritud, con la presencia del matiz africano en la música popular chilena? Es una pregunta acuciante, que solo de modo muy reciente se ha intentado responder a la vista de las reivindicaciones que los afrodescendientes realizan en la Región de Arica y Parinacota, en busca de un reconocimiento formal de las instituciones públicas. También en el intento en la localidad colchagüina de Roma, donde a través de la oralidad ha permanecido la idea de que en la hacienda San José de los Lingues se celebraba una especie de Pascua de Negros, ritual colonial animado por esclavos que aparece como una forma comunitaria de entablar un diálogo con esa negritud trunca.

 

0Carnaval ausente

Las crónicas coloniales describen, con menor o mayor nivel de detalle, la tendencia de los esclavos a reunirse en lugares públicos por la noche. Al son de trompetas y tambores iniciaban sus particulares celebraciones, ceremonias que eran ampliamente censuradas por la dirigencia de la época. Rápidamente, diversos bandos y edictos fueron en busca del silencio final. Entonces, la situación clandestina del festejo le impidió avanzar hacia el sincretismo y la mezcla que genera escuela. Un siguiente hito se dio hacia la guerra por la Independencia. La presencia de los llamados batallones de pardos que no eran otros que esclavos negros que ante la supresión de la esclavitud buscaban empleo en cualquier puesto sin importar el riesgo; la guerra era la de mayor atracción por entonces. En el trajín de la tropa que avanzaba por el callejón que va de Lima a Santiago, apareció la zamacueca. El antecedente tribal, lascivo y mántrico de la vinosa y bastante más raquítica cueca que hoy conocemos. La zamacueca se convirtió en el baile de las chinganas, de los garitos del otro lado del río, en las zonas patibularias, pero donde también sobra espacio para el gozo completo. El erigimiento de la República avanzó en desmantelar o al menos en arrinconar estas expresiones barriobajeras. Como en tantos otros temas de nuestra coercitiva historia, se resolvió prohibir la danza y su expresión pública; la consecuencia más grave fue la supresión de los carnavales, cuestión que como muchos investigadores han notado nos condujo como país a ser la única nación latinoamericana que no cuenta con ningún tipo de carnaval, ya sea secular o religioso.

 

2La identidad de la República

A medida que se consolidaba la idea de país, de Estado-Nación, la intelectualidad comenzó a disipar las franjas de multiculturalidad que aparecían en los márgenes. De similar forma a la condena del indigenismo, la ristra negra también fue abolida y su colaboración a la creación de instancias públicas de disfrute y mezcla, que pudiesen influir en formaciones identitarias colectivas, sacada de cuajo.

En el Chile de fines del siglo XIX, con una élite embebida de derroche salitrero, era normal ver llegar a las principales ciudades del país compañías de espectáculos norteamericanas que montaban los spirituals con que negros segaban algodón en el sur de la confederación. Pero, claro, no eran negros quienes viajaban a cantar sus penurias; eran, en cambio, blancos con sus rostros embetunados. La negritud se convertía en lo que señalábamos en las líneas precedentes: una alteridad, un otro situado en latitudes muy distintas a las mías, pero que no guardaba absolutamente ninguna relación con una tradición en común.

A mediados del siglo pasado, cantoras y artistas inquietas como Margot Loyola o Violeta Parra, en medio de su incansables rastreos de figuras y cruces musicales en medio de polvorosas ramadas o garitos, fueron dando con eslabones, señas, que intentaban remontar una historia que ya a esas alturas llevaba más de un siglo de franco ocultamiento. El resultado más famoso de esta recuperación está en Casamiento de Negros; esta pieza es muy probable que descienda de aquellos míticos ritos celebrados en la Roma colchagüina. Otros, sin embargo, indican que los versos de la famosa tonada provienen de una obra de Quevedo, lo que la situaría en un lugar difícilmente más lejano de una probable pretensión de reconstruir históricamente la tradición negra en la música popular chilena.

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No es tan descabellado pensar que este proceso de blanqueamiento de las raíces junto con la declaración irrisoria de una nación chilena “pura”, escondían detrás el principio autoritario que rebasa la construcción sociopolítica chilena: controlar los modos de entretención y creación de los ciudadanos, evitando así la infiltración de inclinaciones y tendencias que pudiesen relajar los usos y costumbres en pos de una mirada distinta de la sociedad. Es, entonces, el valor de la homogeneidad, del orden, del cartesiano aburrimiento, el que prima. La síncopa, con su golpe en el tiempo débil, con su imprevisible transcurrir no puede hallar un espacio en tan esquemática proyección.

 

El reconocimiento intercultural pendiente

Los veinte años recientes ven un resurgimiento de la cuestión negra en la historia de Chile. A la herencia cuyo rastro intenta pesquisarse en el norte se suman los altos flujos migratorios de colombianos, haitianos y dominicanos, entre otros, que vuelven a convivir con los chilenos en plazas y condominios. Aún en los márgenes amén de una situación precaria e irregular, esta creciente realidad intercultural nos sitúa nuevamente en una encrucijada irresuelta: cómo incorporar a nuestro identitario trazas raciales que escapen de esa forzada y falsa mascarada que es aún hoy la construcción social chilena. Es, sobre todo, una invitación a un posible encuentro donde la polirritmia pentatónica pueda proponer nuevos y refrescantes espacios de creación para la música popular chilena.

 

 

 

 

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