El Mito, Portada — 15 diciembre, 2015 at 9:34 pm

UN VENGADOR OLVIDADO: la historia de Antonio Ramón Ramón.

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Por Gonzalo Hernández S.

 

El Ataque al Poder.

 

El 14 de diciembre de 1914, siguiendo su rutina habitual, el general Roberto Silva Renard caminaba por calle Viel, en Santiago, hacia su despacho en la Fábrica de Cartuchos del Ejército (1). Eran aproximadamente las 10:15 de la mañana. Renard tenía por entonces 59 años y era Director de la mentada fábrica desde diciembre de 1911, cargo obtenido en recompensa por sus eficientes servicios orientados a restaurar el orden público. Labor en la que se lució en numerosas ocasiones, desde fines del siglo XIX, con motivo del creciente ascenso de las huelgas y los movimientos sociales. Era, en otras palabras, un represor profesional del Estado chileno.

La más sangrienta de sus gestas ocurrió el 21 de diciembre de 1907, bajo el gobierno de Pedro Montt, en la escuela Santa María de Iquique. Siguiendo sus órdenes, aquel día, una soldadesca dio muerte a 2.500 obreros desarmados. Muchos iban acompañados de sus esposas e hijos, pugnando por una mejora en sus condiciones laborales y salariales en las faenas del salitre. Tras la masacre, el carnicero Renard ordenó amontonar los cadáveres en pilas y luego despacharlos a las fosas comunes para ello dispuestas en el cementerio de Iquique. Un suceso que fue prontamente acallado por el Estado y sus medios de comunicación.

Silva Renard

El general Silva Renard

Casi siete años después, aquella mañana de 1914, Silva Renard caminaba en dirección a su trabajo cuando sintió un fuerte golpe en su espalda. Se tambaleó, aferrándose a la reja de una ventana, se cagó en los pantalones y comenzó a clamar por su vida; un segundo golpe, esta vez bajo su oreja izquierda, aumentó la intensidad de sus alaridos. La gente salió de sus casas a constatar lo que pasaba. El agresor, Antonio Ramón Ramón, castigaba implacablemente al militar. Así hasta que arrojó su daga sangrienta al suelo y echó a correr por Rondizonni hacia el poniente, dando inicio a una persecución que se prolongó hasta la entrada del Parque Cousiño (hoy Parque O‘ Higgins), donde fue reducido por un paco de la Penitenciaría y por un guardia del mismo parque.

Cuando se vio perdido, Ramón sacó de su bolsillo un frasquito con un líquido amarillo -presumiblemente veneno- y alcanzó a beberlo antes de ser capturado. Pero el elíxir no surtió ningún efecto. El justiciero no sólo sobrevivió, sino que fue aprehendido, golpeado y encarcelado. Lo más sorprendente, empero, es que este elemento no fue considerado durante el juicio posterior, cuando los fiscales de turno se empeñaban en demostrar la premeditación del autor de tan memorable ataque (2).

Ramo_n

El vengador olvidado

 

 

Ramón Ramón.

 

¿Quién era Antonio Ramón Ramón? La pregunta se repetía en los medios de comunicación al día siguiente. Con distintas entonaciones según cada periódico, como es lógico. El Despertar de los Trabajadores, publicación obrera del puerto de Iquique, tituló el 16 de diciembre de 1914: “SE HA HECHO LA JUSTICIA DEL PUEBLO». Mientras que Las Últimas Noticias, en su edición de Santiago, optó por algo más genuflexo: “ALEVOSO Y COBARDE ATENTADO CRIMINAL».

Más allá de las diferencias ideológicas, sin embargo, el hecho resultó sorprendente para todo el mundo. ¿Quién era ese desconocido? ¿Cuál era su historia? ¿A qué grupo o asociación antisocial pertenecía?

Nadie pareció poner en duda la impronta ácrata del atentado. Tanto el modus operandi, como los elementos empleados (el puñal, el veneno) eran fuertemente simbólicos. Las autoridades políticas y policiales organizaron un rápido operativo a lo largo del territorio; se trataba de averiguar la procedencia de Ramón, en qué sitios había vivido, con qué gentes se relacionaba. Y también -lo más importante- el origen de su discurso. ¿Qué tipo de doctrina seguía? ¿Era socialista, sindicalista, wobblie? ¿Su ejemplo se podía considerar un precedente? ¿Era posible que otros lo imitaran?

Las respuestas a estas preguntas fueron asombrosamente apolíticas. Ramón era un solitario, no militaba en partidos ni asociaciones de ningún tipo. Había vivido en distintas regiones: la pampa nortina, la zona central de Chile. Incluso pasó una temporada en Mendoza. Iba de aquí allá, como tantos otros, en busca de trabajos ocasionales. Nunca se lo vio en mitines, asambleas, ollas comunes, ni escribió en periódicos libertarios. Ni siquiera estaba afiliado a algún sindicato. ¡Inaudito! El individuo Ramón había actuado por su cuenta y sin ningún tipo de ayuda externa.

Cuando el agente de Seguridad Pública, Zorobabel Prado, exhibió los resultados de sus pesquisas ante Franklin de la Barra, el juez instructor de la causa, la autoridad quedó boquiabierta. ¡No era posible, el atentado debía por fuerza provenir de alguna organización anarquista! En el imaginario del juez, probablemente, los procedimientos de Ramón se ajustaban estrictamente a las descripciones que Cesare Lombroso (3) había escrito en sus libros, tipificando y clasificando los ataques que aterrorizaron a la burguesía europea de fines del siglo XIX, en sus acciones de propaganda por el hecho.

Se ordenó repetir la investigación, y profundizarla. Con vanos resultados. Lo que el agente Prado obtuvo de su celo profesional fue básicamente lo siguiente:

Antonio Ramón había nacido en el pueblo español de Molvizar, Granada, en 1879. Hijo de Antonio Ramón Órtiz y de María Ramón Ortega. Si bien los progenitores no compartían un parentesco directo, como se especuló en cierto momento, el padre arrastraba un historial de enfermedades mentales y alcoholismo, detalle que influyó con fuerza en el juicio posterior. En efecto, Ramón Ortiz era conocido en su pueblo como alguien anormal, violento y bebedor. Había estado internado, en distintos períodos, en instituciones de reclusión psiquiátrica, factor que hizo aún más dura la infancia de Antonio.

Localidad rural, y muy pobre, Molvizar ahuyentaba a la población joven de su seno debido a su absoluta carencia de perspectivas vitales. Tal fue el caso de Antonio, quien trabajó desde pequeño en distintas faenas, errante por obligación. Fue así como llegó al norte de África, en 1902, donde -presumiblemente en Argelia- conoció a su hermanastro Manuel Vaca.

Habían crecido en pueblos vecinos, sin coincidir nunca en persona hasta ese momento. Manuel era oriundo de Lobrés, Granada, fruto de una relación ilegítima de Ramón Ortiz con una mujer de la zona; la fraternidad entre ambos nació de manera espontánea. Se convirtieron en inseparables. Compartieron trabajos, amistades, experiencias. Un modo de vida que los llevó a probar suerte y embarcarse hacia Sudamérica -ingenuos- en busca de mejores condiciones laborales. Pero sucedió que, mientras Antonio se quedó en Brasil, empleado en las faenas del ferrocarril, Manuel siguió rumbo a Argentina; poco tiempo duró ahí, según todos los indicios, enfilando pronto para Chile, a la región de Tarapacá, donde se requerían obreros para el salitre.

La correspondencia entre los hermanos era permanente. Al momento de la matanza de la escuela Santa María, Antonio se había establecido en el norte de Argentina y se enteró de la masacre a través de la prensa. Como las cartas de Manuel cesaron abruptamente, Antonio decidió cruzar Los Andes en junio de 1908, preocupado por la suerte de su hermano. Y en Iquique, corroborando sus sospechas, se encontró con la noticia terrible: Manuel había sido una de las víctimas de las tropas chilenas comandadas por Roberto Silva Renard.

De modo que no había necesidad de doctrinas para explicar el proceder del agresor. Sólo pena, dolor, vacío, y una profunda necesidad de justicia que ni los años, ni los trabajos brutales, ni las distintas geografías habían logrado mitigar. Todos quienes trataron a Antonio coincidían en describirlo como un sujeto tranquilo, educado, correcto, de muy buen trato, nobles sentimientos y costumbres apacibles, alejado de las luchas sociales y políticas. Justamente lo contrario de la imagen de un revoltoso agitador.

Con decir que Antonio Ramón ni siquiera bebía alcohol.

Insanidad.

 

En su primera declaración ante las autoridades judiciales, Ramón fue absolutamente transparente en cuanto a las motivaciones de sus actos. Citemos su testimonio: “Yo soy el autor de las lesiones del general Roberto Silva Renard, y las he perpetrado en venganza por haber sido el general Silva Renard quien dirigió el fuego contra los obreros asilados en la escuela Santa María, en Iquique, entre los cuales estaba mi hermano ilegítimo Manuel Vaca, que pereció a consecuencia de la descarga de la tropa.» (4)

Las múltiples heridas que Ramón infligió en el cuerpo de Renard no bastaron para matarlo, pero sí influyeron decisivamente en el declive final del derrotero del militar. Una lesión permanente en su órgano ocular le impidió en lo sucesivo dedicarse a labores de terreno. Pronto ni siquiera se vio apto para tareas de oficina. En 1918 se retira del Ejército y muere dos años después, el 7 de julio de 1920, en condiciones de salud paupérrimas y miserables; impedido de alimentarse, de comunicarse oralmente, visiblemente deforme, el otrora Verdugo de Iquique pasó a ser, como señala Igor Goicovic, el Monstruo de la calle Viel.

Ramón, por su parte, se vio enfrentado a un largo proceso judicial que atravesó distintas etapas. Ya que la conspiración anarquista se había revelado insostenible, su defensa adscribió la tesis de la venganza pasional como aquello que gatilló el ataque. Pero existía un elemento desfavorable en ese argumento: la premeditación. Algo que podía enfrentar al victimario a una larga condena de parte del Estado chileno. Por ello se decidió, probablemente, por una estrategia más cauta, basada en el alegato de locura.

Los antecedentes familiares de Antonio, en Molvizar, otorgaban un sólido respaldo a esa hipótesis. Algo que pareció rendir sus frutos, en conjunto con los resultados de la comisión médica liderada por Germán Greve. Ramón fue examinado y analizado en la Casa de Observación (posteriormente llamada Casa de Orates, actual Hospital Psiquiátrico José Horwitz). Bajo esa óptica, la impresión moral que le produjo la noticia de la muerte de su hermano habría iniciado un proceso de deterioro mental que fue “socavando sistemáticamente sus últimas reservas de lucidez”. A medida que esto se acentuaba, su obsesión por la idea de la venganza fue creciendo hasta “nublar por completo su entendimiento”. Y así hasta desarrollar una “doble conciencia”, que emparentaba al agresor con la figura del doble dostoyevskano. Se explicaba, de este modo, el tiempo transcurrido entre la masacre de Iquique y el acto vindicatorio final, en Santiago. Pero el punto de la premeditación permaneció siempre en una ambigua nebulosa jurídica, algo que nunca se terminó de resolver. Como resultado de lo anterior, la Corte condenó a Ramón a diez años de cárcel.

Destino.

La causa de Antonio Ramón se revisará numerosas veces en los años sucesivos -el Ejército quedó muy poco conforme con la sentencia-, comenzando un nuevo proceso en donde brilló el nuevo Procurador de Turno en lo Criminal, Carlos Vicuña, quien sostuvo osadas y radicales tesis jurídicas para su época (5). Lo concreto es que, tras incontables recursos y apelaciones, un fallo de la Corte Suprema desestimó el alegato de locura y redujo el delito a la figura de intento de homicidio, con lo cual Ramón, en la práctica, debió salir en libertad el 19 de noviembre de 1917. Una situación que, al parecer, nunca se produjo.

Su fecha de muerte se establece en 1920. Todo indica que no habría abandonado la Penitenciaría de Santiago.

A pocas cuadras de esa cárcel, hoy, en la esquina de Viel con Rondizonni, un monolito de piedra recuerda la gesta de aquella mañana de 1914. La memoria del justiciero, aunque presente, se desdibuja por los efectos propios del tiempo. Además de una historia oficial que no gusta de recordar a seres como Antonio Ramón. Por suerte, existen otros medios para evocarlo. Como la novela de Sergio Missana, El Invasor (1997), inspirada en los sucesos que aquí se han resumido. O el esfuerzo de la Compañía de Estudiantes y Egresados de Teatro de la Universidad de Chile, quienes llevan algunos años montando la obra Ramón Ramón, la Venganza Popular de Santa María de Iquique. Una pieza itinerante que busca rescatar el rol educativo y subversivo del teatro, tomando como espada la historia de este individuo que osó rebelarse contra la cíclica impunidad que -casi- siempre beneficia a los asesinos institucionales en la sociedad chilena.

Notas.

            (1) La descripción de este suceso, así como la mayor parte de la información para este artículo, fue extraída del excelente monográfico de Igor Goicovic Donoso: “Entre el Dolor y la Ira. La Venganza de Antonio Ramón Ramón. Chile, 1914» Editorial Universidad de Los Lagos; Osorno, 2005. Edición electrónica

            (2) Los detalles del proceso contra Antonio Ramón se pueden encontrar en el Archivo Nacional (AN) de Santiago de Chile, en el Fondo Judicial de Santiago, Legajo 1670, Pieza 3: “Proceso contra Antonio Ramón Ramón, por heridas graves al general Roberto Silva Renard».

            (3) Las teorías criminalistas de Cesare Lombroso, y en particular su análisis sobre los “tipos anarquistas», ejercieron una poderosa influencia en las esferas juristas latinoamericanas de la primera mitad del siglo XX. Se pueden leer en su libro “Los Anarquistas» Editorial Antorcha, edición electrónica http://www.antorcha.net.

            (4) Testimonio de Antonio Ramón Ramón, en el mencionado proceso conservado en el Archivo Nacional.

            (5) El detalle de estas argumentaciones se pueden leer en el monográfico de Goicovic, esp

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