El Mito, Portada — 10 octubre, 2022 at 1:54 pm

SERGIO MANSILLA: «La “suralidad” es un sentir y una condición: un habitar entre el hoy y el ayer, pero asumiendo que se habita solo en el aquí y el ahora»

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por María José Cabezas Corcione | fotografías Samuel Salgado

 

El académico y poeta Sergio Mansilla publicó, en 2021, el libro Sentido de lugar: ensayos sobre poesía chilena de los territorios sur-patagónicos en la editorial valdiviana Komorebi Ediciones, un interesantísimo y extenso ensayo donde escudriña y propone nuevas visiones respecto a la poe- sía del sur y sus diferentes denominaciones de origen. El volumen está compuesto por veintidós textos que recorren la obra de destacados autoras y autores desde la selva valdiviana hasta la Patagonia, donde resaltan autores como Maha Vial, Verónica Zondek, Jaime Luis Huenún, Bernardo Colipán, Ivonne Coñuecar, Marlene Bohle, Christian Formoso, entre otros.

Convencidos de que algo particular se trama en la relación entre editor y autor, le pedimos a María José Cabezas Corcione, de Komorebi Ediciones, que entrevistara a Sergio Mansilla para profundizar sobre esta valiosa propuesta y cómo aporta al necesario rescate de las poéticas del sur de Chile.

DESDE UN ÁMBITO MÁS GENERAL, Y TOMANDO EN CUENTA LA IDEA DE QUE «LOS POETAS SABEN Y SIENTEN QUE EL LUGAR QUE HABITAN AL MISMO TIEMPO LOS HABITA A ELLOS», ¿PODRÍAS PROFUNDIZAR A QUÉ TE REFIERES CON ESTO Y CÓMO LO DESARROLLAS EN SENTIDO DE LUGAR?

Habitar en su sentido más primario alude a crear hábitos y actuar en función de ellos. Tener hábitos es actuar ante determinadas circunstancias de un modo reiterativo y familiar. Los lugares son circunstancias espaciales que nos obligan a adaptarnos a ellas. Y adaptarnos implica crear modos de acción que hacen que nuestro acontecer diario se torne familiar y con sentido. Siempre ocurre así; lo que sucede es que a menudo los lugares donde estamos o habitamos no son lugares fuertes, es decir, los vivimos simplemente como circunstancias externas en las que hemos sido depositados por el destino, por la vida, por decisiones con frecuencia puramente pragmáticas. Existen, sin embargo, lugares cargados de un aura identitaria poderosa, por distintos motivos; por ejemplo, porque tienen una larga historia, porque poseen paisajes de extraordinaria belleza, porque en ellos hay ya instalada una tradición identitaria marcadora de diferencias sustanciales en relación con los demás. Chiloé podría ser un ejemplo de este último caso. En Sentido de lugar parto de la idea de que el sur y la Patagonia son lugares fuertes; y no es una idea puramente arbitraria, pues al revisar la poesía escrita en y desde esos lugares, diversas marcas de lugar ingresan a la escritura a modo de huellas referenciales que nos obligan a transitar recursivamente entre el texto y su espacialidad (o espacialidades) referida, nombrada, mencionada, evocada. Creo haber puesto en evidencia este punto en los ensayos que componen el volumen.

Y dado que eso es así, creo que es lícito sostener que los lugares nos habitan, una formulación metafórica para decir que nuestras estructuras de sentir se hacen en y con nuestras experiencias de lugar, solo que tales experiencias no se reducen ya a la sola percepción de la espacialidad física, sino que incluye toda la trama social, cultural, familiar, vital que acontece en los lugares donde transcurre nuestro vivir. Desde este punto de vista, el lugar es también un acontecimiento. Y en tanto tal, puede ser, como muchas veces lo es, un acontecimiento flotante, no arraigado a ninguna geografía en particular que tenga un sello de singularidad no intercambiable, sino justamente al revés: un acontecimiento que habla más de una transitividad desarraigada, marcada por el nomadismo o la sola provisionalidad del vivir, como lo sería un hospital, una cárcel, un campo de concentración. Así es como he concebido la noción de «no-lugar» en el libro, si bien no dejo de hacer mención a Marc Augé, quien acuñó el concepto en el campo antropológico y sociológico.

EN EL LIBRO ABORDAS LA ESCRITURA DE POETAS QUE VAN DESDE LA SELVA VALDIVIANA HASTA LA PATAGONIA. ADEMÁS, REFLEXIONAS A PARTIR DE OBRAS DE AUTORAS Y AUTORES QUE EN CIERTA FORMA DISTINGUEN UN «LUGAR» —POR MENCIONAR, LA CIUDAD QUE HABITO (KULTRÚN, 2012; APARTE, 2021) DE VERÓNICA ZONDEK, TERRITORIO CERCADO (KULTRÚN, 2015) DE MAHA VIAL O REDUCCIONES (LOM, 2012) DE JAIME LUIS HUENÚN—, PERO A SU VEZ EXHIBES A OTROS AUTORES MENOS CONOCIDOS Y QUE SE DISTANCIAN DEL CANON METROPOLITANO O CENTRALISTA. A PARTIR DE ESTO, PODRÍAS COMENTARNOS LA MOTIVACIÓN POR RESCATAR A ESTOS AUTORES, POR EJEMPLO, RAMÓN QUICHIYAO Y SU «POÉTICA DE LOS BOSQUES», O MARLENE BOHLE Y SU PARTICULAR VISIÓN COMO MUJER SOBRE LA COLONIZACIÓN ALEMANA, Y QUÉ SIMBOLIZA ESTA INCLUSIÓN, DESDE EL SENTIDO Y CONSTRUCCIÓN DE UN LUGAR.

Mi interés por los poetas no metropolitanos, ligados a territorios periféricos, a la provincia, viene de muy atrás. Es parte de mi propia experiencia de vida. Me formé como escritor en la pro- vincia; en la provincia me formé como crítico. Incluso en los tiempos en que estudié en los Estados Unidos, lo hice en una universidad que geográficamente se ubica en el noroeste de ese país, cerca ya de la frontera con Canadá. Seattle es una ciudad grande, pero por su ubicación y por su historia (se funda en el siglo XIX) está, podría decirse, en los umbrales de la nación estadounidense. Su paisaje se parece mucho al del sur de Chile, de modo que las circunstancias de la vida me han llevado al sur incluso estando en el hemisferio norte. Siempre me ha interesado la poesía de todas partes del mundo en lo que concierne a mis lecturas como escritor, pero a la hora de estudiar sistemáticamente a autores u obras, he preferido siempre aquellos y aquellas que denotan periferia, no centralidad (ni geográfica ni canónica), si bien puede que algunos de esos autores lleguen a ser más tarde figuras paradigmáticas. Y si mis trabajos en algo contribuyen a ello, habrá valido la pena el esfuerzo. Se trata, podríamos decir, de una opción cultural-política en el sentido de poner atención en quienes no necesariamente la han tenido fácil para llegar a convertirse en escritores, no solo por el hecho de que es naturalmente trabajoso hacerse de un lugar en el campo literario sino, sobre todo, porque han tenido que batallar a veces duramente para asegurar la sobrevivencia propia y de los suyos. Naturalmente, situaciones como estas las hallamos en todas partes; pero mi interés por el sur y la Patagonia arranca también del hecho de que estos territorios han sido y son mi casa geográfica, mi casa simbólica, mi casa de memoria. Escribir sobre poetas de estas latitudes es también un reconocimiento a los míos.

En este contexto es que he puesto atención en Ramón Quichiyao y Marlene Bohle. Se trata de autores nada estudiados hasta ahora, con obras de muy escasa circulación, pero que, desde mi mirada, ofrecen poderosas representaciones de su entorno-lugar-comunidad. Quichiyao habla de la selva valdiviana, aunque no desde una perspectiva meramente paisajística: propone una especie de conversación con el bosque cuyos interlocutores son los árboles y los humanos que han vivido o viven en él. De manera que su poesía es una incursión en la memoria, en su memoria, en la de su comunidad, mas también es una incursión en la botánica, en la geografía. Veo en la mirada de Quichiyao una forma simbólica de relacionarse con la naturaleza que va a contracorriente del modo más conocido de tratar la naturaleza en la literatura latinoamericana: como expresión o representación de la barbarie, de lo monstruoso. O bien al revés: como un espacio idílico. Aquínoesnilounonilo otro. Es, nada más, el espacio del transcurrir de vidas signadas por una memoria trágica de despojos causados por procesos de colonización intranacionales (siglo xix principalmente). En el caso de Bohle, me llamó la atención su mirada femenina sobre las mujeres de su pueblo de origen, Salto Chico, cerca de Puerto Montt. Sobre todo, porque explora situaciones asociadas con la colonización alemana o germánica, que revelan una cara nada conocida de ese proceso: el rol subalterno de las mujeres, no solo de las de origen germánico, sino de todas quienes, por una razón u otra, no han sido las vencedoras de ninguna historia: las locas, las suicidas, las infieles, las mujeres solas después de los cuarenta años, las oficiantes de trabajos paupérrimos, las que se convencen de sus propias fantasías. Estas situaciones también son las marcas identitarias del sur de Chile.

UNO DE LOS ASPECTOS QUE ABORDAS Y PROBLEMATIZAS CORRESPONDE A CONCEPTOS QUE ESTÁN PRESENTES EN LA LITERATURA CONSIDERADA «DEL SUR» Y QUE HAN DEVENIDO EN CLICHÉ DURANTE LOS ÚLTIMOS AÑOS, TAL COMO «SURALIDAD», «LARISMO» O «TERRITORIO». SE PUEDE ENTENDER QUE A LO LARGO DE ESTOS ENSAYOS INTENTAS DISCUTIR Y PONER EN TELA DE JUICIO ESTAS PRELECTURAS Y APORTAR OTRA MIRADA DESDE DONDE ABORDAR LA ESCRITURA DE ESTOS LARES. SI PUDIERAS EXPLICARNOS DE QUÉ SE TRATA ESTA IDEA O BÚSQUEDA POR DESMITIFICAR LAS NOCIONES USUALMENTE ASOCIADAS A «LO SUREÑO».

Los lugares necesitan ser cartografiados de alguna manera para diversos efectos. Para la literatura chilena sureña, en particular para la poesía, el peso de la tradición lárica es enorme y a veces no deja respirar, en cuanto que a lo lárico se lo suele tratar como una marca registrada total e indeleblemente caracterizadora de la identidad y naturaleza de la poesía chilena contemporánea del sur. Riedemann reparó hace ya un tiempo en el efecto pernicioso de este estereotipo de lo lárico para comprender y apreciar la poesía chilena sureña en su diversidad y polivalencia. Introdujo, creo que con enorme acierto (lo digo en el libro), el concepto de «suralidad». Y yo me apropio de este hallazgo teórico, pero hago un esfuerzo por complejizarlo un poco más de manera que el resultado final sea no un simple rechazo a los estereotipos, sino un esfuerzo por ver la dimensión de verdad y de no verdad que puedan tener tales estereotipos y las propias categorías analíticas utilizadas, confrontados ambos con una visión historizada de la realidad de la que la poesía se hace cargo. Si lo conseguí o no, eso lo decidirá el lector. El ejercicio de desmitificación es esencial a la crítica, y la crítica literaria no es ajena a esta tarea, por supuesto. Pero tampoco hay que perder de vista que la desmitificación puede volverse también otra forma de mitificación. Mi esfuerzo, en consecuencia, propone una forma de leer que opere en varias dimensiones, de manera que lo que se ve válido en una dimensión, no necesariamente lo es si cambiamos la dimensión de la mirada. ¿Lo lárico tiene validez como marca singularizadora de al menos cierta poesía del sur? Sí lo tiene, lo cual no quiere decir que sea «copia» de la estética de Teillier, y si aun lo fuera, ¿por qué no pensarla como resultado de un modo de tratar con la realidad material de los lugares y no como simple extensión de una cierta tradición poética? Existe también lo que se suele llamar afinidad de sensibilidades, que obedece a respuestas similares ante circunstancias similares, aunque puedan pertenecer tales circunstancias a tiempos muy diferentes. Esta es la tesis que deslizo en un capítulo cuando sostengo que el «larismo» sureño (que no define en absoluto a toda la poesía de esta latitud) es más una «coincidencia» de circunstancias con las de Rilke en su tiempo, que una simple prolongación de la poética teillieriana.

OTRO ELEMENTO ATRACTIVO QUE SE PUEDE ASOCIAR AL «LUGAR» O «TERRITORIO» DE LOS POETAS, Y QUE SE INSINÚA EN SENTIDO DE LUGAR, ES LA CONCEPCIÓN Y VALOR QUE TIENEN LOS SÍMBOLOS Y EXPERIENCIAS ASOCIADAS A LA INFANCIA. SABEMOS TAMBIÉN QUE EN TU FORMACIÓN COMO POETA, EL HABITAR EN CHILOÉ FUE DETERMINANTE EN TU ESCRITURA Y EN LA REFLEXIÓN DE OTRAS POÉTICAS. EN ESE SENTIDO, ¿CÓMO CREES QUE INFLUYE EN TU INFANCIA CHILOTE EL CONCEPTO DE «CHANGÜITAD»?

Changüitad es en realidad un topónimo. Alude a un sector rural ubicado a unos cuatro o cinco kilómetros al norte de Curaco de Vélez por la costa, en la isla de Quinchao. Ahí me crie («me crecí», diríamos en Chiloé). Hace ya muchos años que no vivo ahí. La casa de infancia, construida por mi abuelo probablemente en la década de 1920, ya no existe. Solo la tierra permanece, librada ahora de sus habitantes que la cultivaban, que la rozaban, que le arrancaban los necesarios frutos y bienes para sostener la vida humana en un lugar paisajísticamente muy bello, pero también muy hostil, sobre todo en una época como las de los años de 1960 cuando ir a la escuela nada más era un esfuerzo enorme. Debía yo caminar una hora para ir y otra para volver por la playa. Ese mundo ya no existe. Ha sido reemplazado por formas de vida propias de la modernidad consumista, aunque también con facilidades inimaginables en mi infancia: caminos pavimentados, luz eléctrica, comunicaciones globales, apertura al turismo a gran escala, acceso mucho más masivo a la educación avanzada. Soy de aquella parte de la humanidad que ha sido testigo de la desaparición de su mundo de infancia y la sustitución de este por un mundo nuevo, con todo lo bueno y lo malo de ambos mundos. Por eso la memoria, la conciencia de lugar, transita entre mundos antagónicos, y, en consecuencia, a menudo nuestra literatura parece contradictoria, oscilante entre la nostalgia y la aceptación de un presente en el que no llegamos nunca a sentirnos completamente en casa. Tampoco la nostalgia es la solución estética ni menos ética, sino solo un sentimiento que aparece y desaparece como los catricos, esos ríos subterráneos que asoman a la superficie de tanto en tanto. La «suralidad» es un sentir y una condición: un habitar entre el hoy y el ayer, pero asumiendo que se habita solo en el aquí y ahora en realidad. La literatura en este entorno con frecuencia es un homenaje a la memoria de esos seres humanos que sufrieron el territorio o el lugar, que a su manera trabajaron para que sus descendientes no vivan las estrecheces y sacrificios que ellos vivieron.

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