El Mito — 13 enero, 2015 at 9:37 pm

Relato: El despechado Bernal

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Los problemas partieron de la manera más simple posible, como casi todos los problemas. Rojas y Bernal eran viejos amigos, compañeros tanto de colegio como de universidad cursando la carrera de Arquitectura. Inseparables y fieles el uno con el otro, tanto así, que en no pocas ocasiones se les apuntó como homosexuales. Pero no lo eran, simplemente los unía un fuerte amor por la literatura y profundas tendencias anacoretas.

O quizás no anacoretas, más bien sufrían de vez en cuando de un profundo hastío por los demás, una especie de soberbia insoportable que los hacía alejarse de las masas ignorantes, o que juzgaban como ignorantes.

Sin embargo, esto sólo puede ser una descripción a la rápida. Una licencia literaria que pretende crear dos seres netamente extremos. En el fondo Rojas y Bernal eran dos tipos normales, ni fascinados por su carrera ni muy aburridos de ella. De vez en cuando adherían al verso de Horacio Nunc est bibendum, nunc pede libero pulsanda tellus, es decir, Ahora hay que beber, ahora con el pie libre pulsar la tierra, para luego entregarse a los placeres de la botella. Generalmente recorrían los bares universitarios, por ahí por las calles del sur, donde se conjugan pubs, discotecas y restaurantes.

En materia sexual, su condición no difería mucho de la de cualquier muchacho, que estudie buena carrera, a los veintitantos. Algunos encuentros furtivos, algunas andanzas que no sobrepasan las 6 ó 7 semanas. Si bien es cierto, el alcohol es la mitad del camino a la cama- y en esas calles abunda el alcohol- Bernal y Rojas privilegiaban la conversación y el humor por sobre la conquista sexual.

En cierta ocasión, se dio el caso que Bernal conoció a Susana, una estudiante de enfermería de otra universidad, y engancharon. Pasaron la noche en el departamento de ella y, a todas luces, descubrieron que congeniaban, no sólo en los placeres de la carne, sino también en los gustos personales. Susana, al igual que Bernal, era seguidora de las películas de Stanley Kubrick, amante de la novena sinfonía de Beethoven y cultivaba un amor incalculable por las lenguas muertas, como el latín. Luego de esa primera noche, Bernal se preguntó si acaso había encontrado realmente a su media naranja.

Por su parte, Rojas no la había pasado muy bien. Se había sentido pésimo con un par de cervezas y había decidido marcharse a su casa cuando ni siquiera daban las dos de la madrugada. Este hecho propició, indudablemente, que Bernal, solitario, dirigiera sus intereses al sexo opuesto, alcanzado el óptimo resultado referido en el párrafo anterior. Por consiguiente, Rojas no encontró a su amigo en casa cuando lo llamó al otro día por la mañana para preguntar algún pormenor posterior a su ausencia en el pub. Por supuesto, concluyó de inmediato que Bernal había tenido suerte y sonrió.

Un par de días después, se juntaron. Bernal no sólo le contó lo sucedido, sino que le reconoció sentirse totalmente flechado y que había iniciado una relación seria con Susana.

-¿Cómo te sientes?- Preguntó Rojas sorprendido.

-Mejor que nunca- contestó Bernal.

-Pero ¿Mejor que nunca? ¿Realmente mejor que nunca?

Ita est.

Rojas se lo tomó con agrado. Mas, pensó que quizás con el tiempo tal relación significaría un probable enfriamiento de la amistad. Decidió que lo mejor era no entrometerse, darle espacio a Bernal para que hiciera su vida. Tal vez haría lo mismo, buscarse una buena mujer. Sin embargo, hay quien dice que no existe mayor vínculo que la amistad, que el verdadero amor no es, sino entre amigos. Por lo tanto, cada día Bernal y Rojas conversaban, deseando este último saber siempre un poco más acerca de Susana y de la nueva relación. Llegó a interesarse tanto, inmiscuirse tanto, saber tanto que llegó un momento en que sintió que quien había iniciado una relación no era Bernal, sino él, y que las vicisitudes de éste, eran las suyas propias. Por su parte, Bernal no supo poner límites a la situación. Es más, siempre buscaba el consejo en Rojas- ciertamente más experimentado en temas amorosos- y generalmente optaba por las resoluciones que le proponía.

Dos meses después de iniciado el romance, cuando le preguntaban a Rojas si estaba de novio, contestaba que sí y que ella se llamaba Susana. Igual que la novia de su compañero.

Por supuesto, estos hechos fueron ocurriendo de manera inconsciente. No se podría juzgar de mal intencionado a Rojas, ni decir que su mente sufría un trastorno grave. No obstante, la situación se fue tornando cada vez más caótica.

En cierta ocasión Bernal tuvo una discusión con Susana, un ataque de celos por parte de ella ante unas llamadas de una mujer al celular. Se enojó por un par de días, a pesar que  le explicó en todos los tonos que no era más que una compañera necesitada de ayuda con unos planos. Como es natural, Bernal se lo contó a Rojas, quien le advirtió que las únicas batallas que se ganan huyendo, son con las mujeres, que lo mejor era esperar que se le pasara el enfado sola, sin presiones. Lo dijo como de pasada, como sin darle importancia. Nada más equivocado. Rojas se lo tomó tan a pecho que una vez en casa, vio el amanecer- entre cigarrillos y cabezazos- reflexionando en cómo hacer que su novia (la  novia de su amigo), dejara de estar enfadada con él. Ni siquiera tenía el número como para llamarla y pedirle perdón- en nombre de Bernal- y tratar de arreglar las cosas. La desesperación llegó a tanto, que estuvo cuatro días sin ir a clases, apenas saliendo a la calle para comprar algo, dedicando el encierro a redactar una extensa carta en que- a nombre de su amigo, insisto- declaraba amor y fidelidad incondicional para con Susana. Afortunadamente, la carta no llegó a destino.

Un par de meses después, Susana terminó la relación con Bernal, quien, sensato, se lo tomó con tranquilidad, pues estas cosas pasan. Sin embargo, para Rojas todo se convirtió en un caos mayúsculo. Perdió el apetito, y el insomnio lo tenía al borde de la locura. Faltaba un par de meses para terminar el año y ya era un hecho indefectible que reprobaría varias asignaturas. Se sentía en el más terrible abandono, en el fondo de la más miserable de las desdichas. Ni siquiera realizaba el par de llamadas semanales que hacía a sus padres. Su única comunicación era con su compañero, cuya inocencia no comprendía que todo se debía a su propio final con Susana.

No obstante, el tiempo cura todas las heridas y se pudo ver a Rojas saliendo a la luz pública, asistiendo a clases (las pocas que le permitió la facultad) y amando nuevamente la vida. “¿Cómo está la salud?” le preguntaban los conocidos, a lo que respondía con frases particularmente preparadas: “Cada día mejor”, “De viento en popa”, “No podría estar más perfecta”. Habían vuelto a parrandear con Bernal y en más de una ocasión se enredaron en las sábanas de otras mujeres borrachas. Todo se comportó bajo estricta normalidad hasta la fatídica noche en que se encontraron con ella.

Fue en la fiesta del amigo de un amigo- nos cuenta Bernal- y en medio de un gentío atroz, sobresalía Susana, cual rosa en un jardín de ortigas, si me permiten citar a Tolstoi. Como es natural, nos saludamos y nos informamos mutuamente de nuestras últimas historias y anécdotas. Sin embargo, algunos tragos de más no me permitieron distinguir en qué minuto me alejé de ella y echado en un sillón, totalmente incapacitado físicamente, presencié su encuentro con Rojas. Vi que discutían; vi que Susana estaba asustada; vi a Rojas muy enojado; vi a Rojas tomarla de un brazo y jalarla hacia él; vi que Susana lloraba; vi a mucha gente dando tumbos; vi unos zapatos en el suelo, los zapatos de mi amigo. Luego, me quedé dormido. Al otro día me explicaron todo. Rojas había enloquecido y le pedía a Susana que volviera con él. Yo pregunté si le había pedido que volviera conmigo y me respondieron que no, que claramente le exigió volver con él. Me explicaron que cuando ella comenzó a gritar y Rojas a tirarla del cabello (“de las mechas” dijeron), decidieron intervenir. Lo redujeron a punta de patadas y lo expulsaron de la casa.

En efecto, Rojas fue expulsado de la casa y gracias a la intervención de un compañero de arquitectura, lo acercaron a un centro asistencial (los paramédicos lo encontraron a media cuadra). Sufría de heridas leves, sin embargo, un par de exámenes y scánners posteriores dieron a conocer que, en cortas palabras, Rojas había perdido la razón. Fue dado de alta una semana después y guardó reposo en casa de sus padres, en el sur.

 De vez en cuando sufría de rabietas infundadas que lo llevaban a un colapso nervioso fácilmente superable  con un par de bofetadas y unas copas de agua ardiente. Por supuesto, estaban prohibidos los nombres “Susana” y “Bernal” que lo ponían claramente de mal humor (el primero de un mal humor algo melancólico; el segundo, de un mal humor violento). Curiosamente, la sola mención de su apellido “Rojas” también lo ponía inquieto, por lo que sus padres, gente sabia de campo, optó por llamarlo como cuando niño: “Palote”. Sin embargo, el día que encontraron a Palote tambaleándose, con sus reflejos vitales luchando por la existencia, con su cuello atado a un cordel amarrado a una viga del techo y una carta en el suelo con la tinta fresca dirigida a Susana, sus padres supieron- en medio de lamentos- que ya no tenían nada que hacer, que se les había escapado de las manos y tomaron una difícil decisión: Entregarlo al cuidado de la ciencia.

Así encontramos a Rojas, recluido en el sanatorio “Lautaro”. Sólo recibe la visita de sus padres, una vez cada dos semanas. Religiosamente su madre llora y su padre  pregunta al director del establecimiento: “¿Tiene remedio el cabrito?”, recibiendo una negativa suavizada por la compasión.

Su rutina consiste en estudiar latín; poner a todo volumen su radio portátil escuchando la Novena sinfonía de Beethoven; y mirar por la ventana en silencio, como cualquier loco normal. Los otros internos llaman a Rojas el “Despechado Bernal”, debido a que cada vez que conoce a otros dementes- tan dementes como él- se presenta a sí mismo con cierta triste pomposidad: “Arquitecto Bernal, a sus órdenes… Aquí, por culpa de una mujer”, como si la última frase perteneciera a un bolero.

Por Luis Herrera

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