Ensayos — 5 enero, 2015 at 10:37 pm

RAUL RUIZ: LA INMORTALIDAD DEL CHARLATAN

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Por Vittorio Farfán

“El bar es para mí un lugar de meditación y

recogimiento, sin el cual la vida es inconcebible”

Luis Buñuel

 

Para mí siempre ha existido una ambigüedad entre las palabras oficio y profesión.  En Chile, al parecer, en sus desfasadas formas de tiempos, existió una época que todos eran oficios, incluso formaban  parte de las familias, venían con los apellidos.

En esa época remota existían más alternativas: no sólo eras obrero o el que mandaba a ese obrero.  Era un país con un ritmo más lento, podías levantarte el lunes a las once de la mañana sin nada que hacer y no sentirte culpable por ello; no se pensaba mucho en el futuro, no se sentían inseguridades por dos días feriados y, en esos benditos días,  nunca hubiésemos atochábamos los supermercados como si fuera una apocalipsis. Se podía ser cigarra, se practicaba algo que ya se ha perdido la llamada, “filosofía y alquimia de cantina”.

Las cantinas eran los lugares ideales para conversar, en  donde muchos movimientos culturales se consolidaron, fue donde manifiestos  artísticos fueron firmados/manchados con pipeño. Las revoluciones políticas se gestaron en baruchos, en esa habladuría de cantina de obreros, borrachos locales, infinitos personajes.  Éstos fueron los lugares donde este sureño, hijo de marinero mercante, llamado Raúl Ruiz, decidió ver a qué se podía dedicar en este mundo. Los bares eran como un campo de cultivo bacteriológico, existían muchos prototipos artísticos confundidos: un día eran pintores, en el verano se volvían poetas negros. Era tan difícil ser algo claro en esos tiempos, había espacio para ser todo a la vez, se tenía que ser revolucionario incluso con uno mismo.  Es difícil pensar que a tipos como Raúl Ruiz los podría haber convencido sólo una disciplina: el teatro era una línea, la poesía era otra recta, todo lo demás parecía ser sólo una paralela.

Para poder hacer todo y nada a la vez,  tomar tus escuálidos conocimientos encerrarlos en un disfraz y decir soy cineasta, surge la  necesidad de convertirse en el divino charlatán que requiere una sociedad. El charlatán es una necesidad, es un personaje crucial que se construyó una época olvidada por el Chile ISO 9001/ imagen país. El charlatán daba esperanzas, se atrevía a cruzar mares. Era una forma de subsistir, de no morir en el olvido como el recordado Chico Molina, un turnio que plagiaba textos de Hermann Hesse recitándolos como si fueran de su autoría. Esto tiene muchas necesidades sociales que ahora las suprimen otras basuras como el consumismo y la farándula televisiva.

 

El charlatán era un personaje pintoresco, complejo, era el  nexo en los inciertos, en lugares donde no puede entrar ni el oficio ni la profesión, ahí donde los profesionales por sus aires de grandeza tenían las puertas cerradas, allí donde el hombre de oficio necesitaba un guía. Ese ser extraño, con su mezcla de conocimientos, desde Dante hasta nociones de física newtoniana, lograba dar una esperanza desde el mundo abstracto, ¿es chanterío puro? Generalmente sí, pero el talento de grandes charlatanes como Ruiz, era la capacidad de entender lo frágil e inestable de la realidad. Con un poco de ironía, a ratos melancolía y en algunos momentos pesimismo.

El oficio del charlatán y el del cineasta son parecidos: ambos cumplen una labor de mentirosos, grupientos  a 24 cuadros por segundo – ósea mentirosos sofisticados- tan mentirosos que terminan diciendo la verdad a través de sus patrañas.  Eso diferencia las formas de armar el cine de Raul Ruiz, sus películas son un juego de convergencias de la realidad, los sueños, las contradicciones del ser humano;  las contradicciones de la sociedad;  las contradicciones de él mismo, su ironía, su tristeza, sus nostalgias: todo eso está presente en sus películas, no sólo en lo que relatan,  también en su forma de hacerlo. Eso lo hace ser un charlatán, un buen charlatán, con mucho orgullo y digno de ser admirado.

El denominado estilo “a lo Ruiz”, que vendría siendo  algo así: un viaje en  aviones gigantes que llevan pasajeros, pero en realidad son muñecos de paja y pese a eso logras planear sin estrellar el avión (a veces, claro,  lo estrellaba,  volviéndolo a estrellar) logrando un aterrizaje forzoso en algún granero, donde justo te esperaban tus amigotes para celebrar este descenso exitoso-fracasado con algún comistrajo lleno de vino y  patas de vaca.

Ya quedan pocos panteones charlatanescos, no confundir con especuladores y ratonescos emprendedores – no mezcle estas castas de hombres que sólo hablan por y para el dinero- ser charlatán  es una forma de vivir basados en el conocimiento mediante el ocio y para guiar en lugares donde nadie quiere o se atreve entra. El charlatán,  a pesar de todo, es un mago de la palabra, crea espejos usando conocimientos dados en el pasado. Recrea con más sinceridad la verdad que la misma verdad. En un país forjado con las certezas de señoritos profesionales, con peinaditos y especuladores vendedores de burbujas que se revientan, extraño cada vez más a personajes como Ruiz con su pimpa roja, el diario en el otro brazo y la cabeza en 4 dimensiones a la vez.

 

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