entrevista a Mauricio Valenzuela por Daniel Rozas
Mauricio me mostró las fotografías que aparecen aquí: son extra fomes, ciegas, mudas, niponas y poco espectaculares. Fotografías —como dice Enrique Lihn refiriéndose a la pintura de Edward Hopper— de una ausencia de acontecimiento. Si Cartier-Bresson toma una fotografía cuando pasa algo, Mauricio toma una cuando no pasa nada.
CLAUDIO BERTONI
Macul con Irarrázaval
a 3 o 4 cuadras del pedagógico
brumo (bruma y humo)
Carabineros armados hasta los dientes
Una mujer escarba la basura
Autos pasan en todas direcciones
y los temibles plátanos orientales
esta ciudad está condenada a desaparecer.
NICANOR PARRA
Para Mauricio Valenzuela (1951) la fotografía empezó desde cabro chico. El primo de su padre Enrique Alfonso era parte del Foto Cine Club de Chile; el primo de su mamá Tito Vázquez era un fotógrafo conocido; y su papá también fue fotógrafo. Cuenta que se juntaban los tres y hablaban de fotografía mientras él gateaba por la casa entre los ejemplares de las revistas Life. Siendo un niño allí leyó el legendario reportaje «Country Doctor», de Eugene Smith, uno de los primeros ensayos modernos sobre fotografía.
Su papá le enseñó a revelar. Lo sentaba en una cubeta y Mauricio veía cómo aparecían las imágenes. Pese a todo ese bagaje familiar, Valenzuela no quería ser fotógrafo. Su sueño de joven era ser pintor porque tenía facilidades para el dibujo. Entró a estudiar Pintura en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile el año setenta, pero eso duró hasta que llegó el golpe militar del 11 de septiembre de 1973. Ahí se quebró el mundo de la Unidad Popular y vino la nada.
Estuvo un par de años perdido. Le fue difícil soportar el peso de la realidad que impuso la dictadura, la violencia de Estado, la atomización de los individuos a través del consumo, la derrota de la izquierda y el triunfo del modelo neoliberal que impuso la Junta Militar junto a los Chicago Boys.
Por eso decidió irse a vivir a Quintero, donde vivió en un conventillo, hizo bolsos de cuero y arregló zapatos.
Cuando volvió a la capital se embarcó en un proyecto personal que lo convirtió en autor de dos fotolibros míticos: Mauricio Valenzuela (1983) y La niebla (2011).
Hoy vive en el casco antiguo de Santiago Centro, cerca de Cienfuegos, calle que aparece en su libro La niebla. Cuenta que vivió durante años en el Palacio Larraín con su mujer e hijos, ambos fotógrafos. «Pertenezco a este barrio. A pesar de que he salido por épocas, siempre vuelvo porque me marcó».
Llegó en tiempos de dictadura, pasó por la época neoliberal de la Concertación y dice que ahora, después del estallido social, el sector se parece más al barrio antiguo, cuando Valenzuela recién se instaló. «Cuando llegué al barrio vivíamos en piezas con baños comunes y en comunidad. Estaban los bares, los drogadictos de la esquina, las viejas, los verduleros».
Dice que durante las revueltas sociales quemaron un supermercado en el barrio, y se volvió a la economía informal que sostiene a Chile y que nadie reconoce. «Si dejara de existir, la cantidad de pobres se multiplicaría en números insospechados».
De joven se ganó la vida pintando letreros, trabajó en una tornería, y hacía fotos, pero no para vivir profesionalmente de la fotografía. Eso hizo que Valenzuela no le tuviera que rendir cuentas a nadie con sus imágenes. Tomaba fotos como un modo de vida.
Afirma que su mejor trabajo fotográfico es La niebla porque fue un instrumento de reflexión que no se guiaba por temas, sino que por sus estados anímicos.
Publicado por Ediciones La Visita y admirado por fotógrafos famosos como el británico Martin Parr, las fotos de Valenzuela son en su mayoría retratos de las calles de Santiago, en particular del barrio Mapocho.
Son imágenes líricas, existencialistas, elípticas, que a través de la neblina que cubría la capital durante las mañanas ochenteras en dictadura muestran la vida en un territorio opresivo, gris y triste.
Vemos fotografías en medio de la bruma, como si fueran sueños, carteles de cines antiguos, personas encorvadas caminando por bermas, gente desorientada, árboles mochos, mujeres chilenas caminando apuradas rumbo al colegio o el trabajo, esquinas del centro de la capital, peladeros, el río Mapocho, neblina, figuras solas, autos que parecen sacados de los años cincuenta.
Escribe Antonio de la Fuente: «La memoria está hecha de niebla y estas fotos de Mauricio Valenzuela son pura memoria».
DEAMBULAR FOTOGRÁFICO
Mauricio cuenta que, entre 1980 y 1983, dejaba a su hijo Emiliano en la guardería hasta la hora de almuerzo y se lanzaba a deambular por las calles del centro de Santiago, cesante, sin un peso: «Lo que pasaba por mi cabeza en ese tiempo era un poco complejo. Vivía en una pieza, había construido mi cama, compré una estufa a parafina y todas esas cosas estaban enlazadas. Las idas a comprar el pan, llevar a la guardería a mi hijo o las conversaciones que tenía con mis amigos. Éramos una familia y vivíamos de una manera precaria, pero al mismo tiempo llevábamos una forma de vida original. Nuestra casa quedaba en el Palacio Larraín (en calle Moneda) y nos venían a ver amigos fotógrafos como Lucho Prieto, Óscar Wittke, Claudio Bertoni, Felipe Riobó, Paz Errázuriz, Leonora Vicuña o Álvaro Hoppe. Pasaban por mi casa y, como en ese tiempo se hacía fotografía análoga, todo estaba conectado. Yo tenía un pequeño laboratorio donde hacía copias para sobrevivir. Entonces claro: al hacer copias tenía químicos frescos, tenía papeles que les compraba a las personas que me pedían tres o cuatro copias para una exposición, y me pedían contactos. Como Claudio Bertoni no tenía laboratorio y no sabía revelar, yo le hacía las copias. Incluso recuerdo haberle revelado a Gertrudis de Moses (fotógrafa y escritora chileno-alemana). Y había fotógrafos que iban a revelar a mi taller porque yo tenía un cuarto oscuro. Este cuarto oscuro era en realidad una pieza que estaba abandonada y que en otro tiempo había pertenecido a la servidumbre de ese enorme palacio. Era la bodega donde dejaban los aperos de los caballos. Los dueños eran Larraín, pero en esa época ellos vivían en otro lugar de Santiago. Y estos caserones no los podían demoler porque eran monumentos históricos, entonces arrendaban las piezas. La vida estaba conectada con la fotografía y con la forma en cómo yo vivía».
MIENTRAS LA MAYORÍA DE LOS FOTÓGRAFOS DE LOS AÑOS OCHENTA BUSCABAN IMÁGENES DE DENUNCIA, FOTOS DE PROTESTAS, TÚ CAMINABAS POR SANTIAGO Y FOTOGRAFIABAS. LA DICTADURA INTERIOR. TRAZASTE UN MAPA VISUAL INTRANSFERIBLE. REGISTRASTE UNA CAPITAL PRECARIA, SIN GRANDES ACONTECIMIENTOS. CREASTE UN TERRITORIO PERSONAL. ¿ESTÁS DE ACUERDO?
Yo no puedo explicar la fotografía de los demás, pero mi fotografía, en mi reflexión, tiene que ver con un proceso muy doloroso de ser una persona de izquierda, derrotada, y tener que vivir en una dictadura de derecha que invadía toda mi existencia. No es que yo me haya planteado un plan de trabajo. Más bien mis reflexiones surgían de las conversaciones que tenía con mis amigos con respecto a cosas concretas de la fotografía. Como esas conversaciones continuas en el tiempo que tuve con Claudio Bertoni.
¿DE QUÉ HABLABAN CON BERTONI?
Nos interesaba la fotografía. En ese momento la fotografía en Chile estaba en una situación de desarrollo. Las cámaras fotográficas eran casi imposibles para gente de clase media. Y yo era pobre. Me acuerdo que llegaron unas máquinas rusas, las Zenit, que eran asequibles. Eso hizo que la fotografía fuera posible. Y no hay que olvidar que el país venía saliendo de tres años de Unidad Popular, donde la cultura se había democratizado. Las personas en esa época nos sen- tíamos con el derecho a pensar en la fotografía. Los planteamientos que se hacían, las preguntas que surgían tenían que ver con el quiebre generacional e ideológico. Entonces nuestras preguntas eran si las herramientas con que se enfrentaba un fotógrafo eran las correctas o no. Y en esas respuestas estaban los gérmenes de una fotografía que tenía que ver con los individuos. No éramos una generación homogénea. Hay una serie de fotógrafos, diciéndolo de forma muy genérica, que participaban de la protesta social. Por ejemplo, Álvaro Hoppe y Chino López son fotógrafos que tienen personalidades distintas. Y otros fotógrafos eran simplemente free lance: trabajaban para agencias extranjeras y había toda una red que yo desconozco porque no me metí. Políticamente estábamos en la misma trinchera, pero esas reflexiones que cruzaban por el lugar donde yo vivía ―porque yo no me alejaba mucho de mi casa― se transferían a mi deambular por la fotografía. Y mi reflexión fotográfica era respecto a la vida, la muerte, la tortura, la dictadura, la condición existencial. Pero más que una reflexión teórica era un estado anímico. Como yo era buen dibujante, la fotografía para mí era una forma de grabado.
¿EL HILO CONDUCTOR DE LAS IMÁGENES, ES DECIR, EL CIELO SATURADO POR LA NEBLINA MATUTINA FUE UNA DECISIÓN PREMEDITADA?
El hilo conductor de la niebla era porque mi estado de ánimo hacía que todas las cosas que yo veía fueran de un color así. Comprendía el mundo de esa forma. Hay que entender que la fotografía tiene que ver mucho con el tiempo. No con el tiempo del reloj, sino que con el tiempo en el que uno vive, cómo se desarrollan los núcleos de memoria y cómo se engarzan entre ellos. Y yo veía que las cosas eran muy difíciles en ese tiempo, que desaparecían personas a mi alrededor, que la gente se tenía que esconder en casas para no ser detenidas o torturadas.
BERTONI DICE QUE TUS FOTOS SON MUDAS, CIEGAS. EN TUS FOTOGRAFÍAS DE LA NIEBLA NO APARECEN ROSTROS. ¿POR QUÉ?
La fotografía trabaja con la memoria. Cuando piensas en el pasado o en el futuro, te imaginas una cápsula del tiempo. Es una cópula entre una imagen y lo que uno recuerda o siente. Y esa relación es tan natural en nuestra vida cotidiana que se reproduce en la imagen. Ese es el arte de la fotografía.
PERO TU FOTOGRAFÍA SE DESMARCA DE LO QUE ESTABAN HACIENDO LOS REPORTEROS GRÁFICOS EN LOS OCHENTA. NUNCA BUSCASTE LA FOTOGRAFÍA DE LA PORTADA.
Creo que hay una diferencia importante en la militancia ideológica en la fotografía. De alguna manera siento que la fotografía es ideológica en la manera en cómo entendemos el mundo. Mi formación de clase, política, me llevó a tener una visión de la fotografía que tú la caracterizas de esa manera. Esa era la respuesta. Mis fotografías tienen esa forma porque había algo que yo tenía muy claro: las ideologías producían estados de ánimo y los estados de ánimo eran las formas de comprender la realidad de ese tiempo. Yo viví tres años de Unidad Popular, donde se ideologizó la realidad chilena a un grado máximo. Todo era ideología. Teorizamos sobre la realidad, y yo a pesar de ser de izquierda vivía en un submundo. Siento que los intelectuales de esa época nunca hemos hecho un mea culpa. Debiéramos decir: «La cagamos».
¿POR QUÉ ELEGISTE EL BARRIO MAPOCHO COMO TERRITORIO FOTOGRÁFICO?
Hay una cosa que es mágica y que la gente no se da cuenta. Y es que, en ese sector, no hay cables eléctricos como en las poblaciones. La electricidad va bajo tierra, entonces cuando tú inundas con niebla ese cielo abierto, la luz blanca puede ser brutal contra el cemento.
SÉ QUE CUANDO NO TOMABAS UNA FOTO, LA ESCRIBÍAS. SON FOTOS SIN CÁMARA INCORPORADAS EN EL FOTO-LIBRO LA NIEBLA.
Escribía las imágenes en papel y Felipe Riobó, que fue el editor de Ediciones Económicas, me dijo que pusiera las fotos escritas. Y las coloqué. No te podría decir muy bien por qué escribí esas fotos. Lo he hecho toda mi vida. Pero nunca he mostrado lo que he escrito. No soy un publicista.
¿HACIA DÓNDE DIRIGÍAS TU MIRADA EN ESA ÉPOCA?
Mis fotos son sobre la ciudad. Santiago como metáfora de mi generación, los que vivimos en dictadura. Toca lo político, pero es lo político a través de lo personal. Mi trabajo lo he hecho fundamentalmente con cámara análoga porque trabajo con el tiempo. A medida que avanzo en la edición, las voces que definen mi fotografía son voces bastante oscuras.
TE ESCUCHÉ DECIR QUE TE SENTÍAS MÁS CERCA DE ROBERT FRANK QUE DE CARTIER-BRESSON. ¿POR QUÉ RAZÓN?
Cartier-Bresson fue muy lúcido al hablar del instante que él llamó «decisivo». El instante que llamó decisivo tiene que ver con que las fotos pueden girarse y siempre van a estar equilibradas desde el punto de vista de la armonía visual. Cartier-Bresson tenía una estética muy depurada. Pero esos instantes que iba capturando, que para él eran decisivos, a mí me parece que tenían una prefabricación precisamente por su gran capacidad estética. Sus imágenes eran una representación del mundo que, al ir juntándose, a la vez se iban alejando de la relación que tenían los objetos entre sí. En cambio, la fotografía de Robert Frank a mí me impactó cuando la conocí. La relación que existe con el tiempo y con el espacio en Frank no es una burbuja esteticista, sino que tiene una relación que toca la realidad directamente. Y no te hablo de la fotografía de Los Americanos. Robert Frank tiene un segundo libro donde las imágenes son mucho más cercanas porque son crudas. Por ahí tengo mayor afinidad con Frank y con Sergio Larraín.
¿QUÉ TE INTERESA DE LA OBRA DE SERGIO LARRAÍN?
Tiene que ver con una cosa espiritual. A mí me influenció mucho el zen. Leí sobre el zen gracias a Bertoni. Claudio se acercó a mí y me dijo que mis fotografías eran zen. Los poetas americanos de los sesenta como Gary Snyder o Allen Ginsberg también estaban conectados con el zen. Y no sé cómo llegó a mis manos unos ensayos sobre el budismo zen que escribió Daisetsu Teitaro Suzuki. Él había llegado a Occidente y había escrito ensayos para explicar el zen. Gracias a esas lecturas tuve acceso a algo que buscaba desde chico. Cuando yo era un niño, mi madre me pasó un libro de Jean-Paul Sartre que se llama Los caminos de la libertad, sobre el existencialismo, y me marcó. Y en los tres años de la Unidad Popular tuve acceso a una cantidad portentosa de lecturas. Tenía la Antología de la poesía surrealista de Aldo Pellegrini que era una maravilla. O libros de poetas como Rimbaud o el conde de Lautréamont.
¿QUÉ POETAS CHILENOS TE GUSTAN?
De mi generación, Rodrigo Lira. Primero lo conocí porque él estaba dentro de esta pequeña ola generacional en la cual yo vivía, esta manada vagabunda de intelectuales en dictadura hambrientos y apaleados, que andábamos por todas partes pululando. Él me fue a visitar a un lugar donde yo vivía en Ñuñoa, una especie de casa okupa. Él estaba enamorado de una pendeja que vivía ahí y de hecho me pidió que le tomara una foto para un libro que quería publicar. Fue alucinante porque me dejó tomarle tres negativos. En una de las fotografías él aparecía con los ojos cerrados. Y Lira me dijo: «Quiero esa, la que salgo con los ojos cerrados». Yo perdí los negativos, pero él como poeta me gusta cuando escribe esas actas, esas declaraciones y deambula por esos senderos del pensamiento tan extraños.