Destacados, Portada — 8 octubre, 2022 at 11:35 pm

FOTOS MOVIDAS DE PROVINCIA

by
por Jorge Polanco

 FOTO ANÁLOGA

El niño está en el centro del encuadre
las primas en la mesa
el niño es tomado por la hermana mayor
lo sostiene desde la cintura
la mejor amiga lo observa con una cuchara en la mano su padre no ha llegado
pasa toda la noche trabajando
la madre se encarga de hacer la foto
en la puerta cuelga un calendario
y una virgen del carmen volando sobre una iglesia la puerta tiene una ventanilla
al estilo de las cárceles de alta seguridad
una niña sonriente mira atenta la cámara
todos se ven alegres bajo la cortina roja
y la televisión a color
la estufa gris contrasta
con las paredes verde agua
las poses están siendo guardadas para el futuro hoy es el futuro
el padre todavía no llega a buscar a su hija trabaja arduamente para la policía secreta.

Una foto siempre es algo extraño. Me cuesta reconocerme en el cuerpo que habito. Elijo al azar una imagen que evoca una sensación grata, aunque no tengo clara la razón. Atrás aparece el televisor que mi padre trajo de un viaje a Sudáfrica, ¿o fue Panamá? No lo sé. Eran los primeros televisores a color que llegaron al barrio. Supongo que tenía cuatro o cinco años, a comienzos de los ochenta. Detrás asoma la cortina roja que me acompañó hasta la adolescencia, cuyos motivos parecen figuras de Paul Klee pero en serie popular, y la silla arreglada por un vecino, ubicada al lado del sillón. Me encantaba la jardinera que traía puesta en la foto. Creo que la sacaron luego de una operación por la que estuve en cama durante algunas semanas. Por la pose y cierto relampagueo de la memoria, supongo que me pusieron a bailar. Vivíamos en El Belloto; el color verde agua de las paredes lo tengo presente, una ráfaga vívida, junto con las sillas pequeñas ―una de las cuales asoma en la imagen― donde jugábamos con mi hermana; la estufa que servía de soporte a la tele abre los recuerdos y sensaciones de los fríos inviernos de esa «ciudad dormitorio», en especial una inundación que invadió la casa de madera cercana a un estero. Creo que mi hermana aprendió a encender la estufa para los dos. Quizás sea un falso recuerdo. ¿A quién estaré mirando? ¿Quién habrá sacado la foto? En los rumores de mi interior percibo juegos, varias personas, algarabía, una pequeña celebración. ¿Habrá sido luego de la operación? ¿Un cumpleaños? ¿Cuál es el mapa de nuestro territorio?

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Perdí lo escrito sobre la segunda foto. En el análisis asomaba de nuevo la cortina roja, la lámpara que mi madre trajo de Catemu y las imágenes de S, mi amiga que no mira a la cámara, cuyo padre trabajaba en la cni ―lo supe después, reconstruyendo el pasado―; gracias a testimonios cercanos pude recomponer su historia y la de algunos de los personajes de la población. Relaté parte de su vida en una narración acerca de un ceneta pobre que vendía pájaros en la feria. En la foto asoma también un primo que se quemó en la cocina y no pudo reponerse del daño que sufrió en el cuerpo, se decía que había quedado retardado ante la quemadura. Asocio la foto a la responsabilidad de los niños, la crueldad, la culpa y cierto tono de celebración en la imagen. Escribí un poema.

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Los colores impresionan en las fotos análogas, ofrecen la sensación de pertenencia a un tiempo exiliado. La puerta es la entrada de la casa en El Belloto, ¿o será el patio? Recuerdo que este era grande y teníamos un pequeño cuarto con herramientas. Mi hermana aparece con la cara mirando hacia el lado y mi madre asoma con la misma pose. Teníamos una cámara vertical; eran singulares en ese momento: pequeñas y con un soporte al costado, podía capturar veinticuatro fotos. Es una escena de felicidad en el rectángulo de la toma que abre la materialidad de la mirada. La experiencia se construye, también, a partir de la imaginación; a veces me agota que nuestra literatura propenda a la tematización de lo real e incluso a una moralidad del realismo. Quizás sea la historia de los daños a la que todavía le falten relatos. Encuentro una cita en mis apuntes. «La salud como literatura, como escritura, consiste ―advierte Deleuze― en inventar un pueblo que falta. Pertenece a la función fabuladora de inven- tar un pueblo». La foto que miro resuena, prolonga las imágenes en televisión de los desastres naturales: calles inundadas en Valparaíso cual ríos que aumentaban su caudal cada noche. El amarillo de la foto despierta la sensación de proximidad húmeda con el verde; musgos de paisajes y memorias que se hunden hacia un lejano interior. Asimilo la casa de El Belloto a una lluvia torrencial; quizás porque el canal que pasaba cerca se desbordó mientras dormíamos, despertamos con los juguetes nadando y las camas asediadas por el agua. En esos espacios asomaban igualmente perros y gatos, cuya forma de habitar no era como las actuales mascotas, sino compañías más próximas a nuestra bestialidad; los niños que merodeábamos entre las casas de la población. John Berger escribió un hermoso texto donde habla sobre el modo cómo miran los animales; quizás estén más unidos a la infancia porque hay una remota conexión con la lejanía de los adultos, tan extraños e inhóspitos. A mi abuela paterna la veía como una amenaza; una distancia que replicaba la propiedad y la agresión, donde los niños funcionaban como objetos de sentido y sobrevivencia. ¿Qué habrá pasado con esas niñas y ese niño a mi costado que no reconozco en la foto? Sus pantalones denotan la procedencia de clase a la que pertenece- mos, la movilidad de los rastros de la vida que se extienden en el habla, los gestos y la ironía sobre las precariedades económicas. ¿Qué significa el territorio interior? ¿De dónde surge la imaginación?

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Didier Eribon regresa a Reims. No quería volver a ese pueblo al que pertenecían sus padres. Joven gay, se fue a estudiar a París con Bourdieu y Foucault, y se dedicó a dar cuenta de esta lucha, distanciándose de los obreros de su barrio quienes lo maltrataban por su identificación sexual. No tuvo necesidad ni ganas de volver; se alejó de su familia, casi definitivamente. Cuestiona en sus libros autobiográficos la idealización de la clase obrera, el feminismo culto y burgués, la proyección de los deseos de los intelectuales en la configuración política y, sobre todo, se interroga a sí mismo, al regresar al pueblo con la carga de su experiencia, después de la muerte de su padre. Identidad y rechazo, pertenencia y exilio, conversión y negación, vergüenza y desapego, llaman mutuamente a la puerta de su reconocimiento como persona. Tránsfuga de clase, dice de sí mismo, y en cierta medida le otorga un rasgo distintivo: su distancia con Foucault y Bourdieu proviene del lugar de procedencia. Eribon cuestiona a sus maestros, sobre todo a Bourdieu, por ensalzar a rufianes del barrio como movilizadores sociales, cuando eran justamente aquellos los que lo golpeaban por ser gay; le cuestiona su ingenuidad y la necesidad, del intelectual burgués y parisino, de buscar una cierta pureza en clases sociales que no conocen. Pero también Eribon muestra en su experiencia corporal y social el significado de la pertenencia y distancia del lugar donde nació. Aunque siempre alberga una huella mnémica del espacio vital de crecimiento de sus afectos, no podría haberse quedado a vivir allí. Es el territorio que habitan actualmente muchos estudiantes chilenos, primera generación en la universidad, que portan el doble filo del conocimiento que exilia y al mismo tiempo integra estos procesos en las bisagras de transformación social. Pertenencia de clase que no se olvida, aunque algunos la quieran borrar; desplazamiento de clase en un lenguaje que se articula en cuotas precisas de distanciamientos, aunque algunos la quieran simular. Es la elaboración que no necesita del arraigo, es decir, aquel territorio como identificación unitaria que excluye a quienes no pertenecen a ese es- pacio, desde el cual se piensa la patria, una cierta unidad espiritual de la comunidad o el auténtico conocimiento y arraigo en una ciudad; la concepción de lo Uno y lo Otro de los fascismos, derivada de la noción de pueblo como unidad y apropiación identitaria. Eribon escribe sus autobiografías en las ambivalencias de un territorio desterritorializado, donde el pueblo es una invención a la que le falta un nombre.

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En La sociedad como veredicto, siguiendo a Annie Ernaux, Eribon compara a sus abuelas con su admirada Simone de Beauvoir. Descarnado, da cuenta de la distancia provocada por los lugares de clase. Recurre a la autobiografía como método sociológico, y le da un valor epistemológico al relato despreciado por las escuelas de los datos, las estadísticas y estándares en rúbricas. La reconstrucción genealógica del espacio de la memoria en las clases proletarias ―a diferencia de la prosapia de la clase alta― indica un enfrentamiento con una memoria ruinosa, albergada en una oralidad difusa; y también imbrica un confuso proceso de incubación de violencias populares transmitidas por los padres. Eribon muestra, además, los modos en que una clase obrera comenzó a votar por la extrema derecha, permeada por la ideología de la competencia con los inmigrantes, o el deseo de consumir objetos que no corresponden a la imagen que ciertos intelectuales tienen del «pueblo proletario». En Chile, esta historia de corto alcance está construida por nuestras lagunas propias de huacherío. Mi abuela paterna era violenta, golpeaba a mi madre, a su esposo, y se unía a mi padre en sus rituales de tortura alcohólica. Nunca me interesó rearmar su pasado santiaguino. Lo intuyo: la historia abrumadora de los lugares de nacimiento y crianza, los daños psíquicos profundos, las estrategias de sobrevivencia y aquellas formas de defensa subjetivas en un orden situado, un mundo donde deben aprenderse castraciones afectivas con rapidez para no sucumbir. Su alzhéimer final resultó una paradójica indefensión.

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La paradoja ―leí alguna vez― presenta en su eclipse lógico la posibilidad de un mundo paralelo: haber tenido una vida diferente a lo real dado. Comprensión, es una palabra difícil de volverla cuerpo. ¿Estaré construyendo un mundo distinto? ¿Hasta dónde continuó esa violencia íntima y externa? Mi abuela materna, por el contrario, era una mujer de campo, generosa, habituada a la vez a labores exigentes y a ocupar sus tiempos libres en las lecturas del diario y la Biblia. Doy con una cita, quizás no calce en este lugar, pero me interesa justamente por la afición imaginativa de mi abuela a combinar en la lectura el registro milenario con el de la novedad: «La pobreza no se define ―dice Rancière en La noche de los proletarios― en la relación de la pereza con el trabajo, sino en la imposible elección de su fatiga». A veces un nombre es una pequeña constelación o la seña de un mundo contenido. La brevedad de su nombre de pila, Rosa, evoca el paisaje del pueblo cam- pesino de antaño. Pasaron largos años para intentar comprender su historia ―todavía no lo logro completamente―, a través de los relatos de un tío y mi madre; en completa impunidad, su primer esposo y mi abuelo fue asesinado. Hace pocos años, cuando me puse a indagar, recién supe su nombre y pude conseguir una foto. Pensar en su asesinato, a la edad de treinta y cinco años, en 1948, me hizo sopesar las desapariciones anteriores a la dictadura. La cantidad de campesinos, humillados y ofendidos, que han quedado así como espectros de un territorio, sin que logre uno comprender la historia personal y social; constituyen uno de los aspectos de esa «violencia que se quiere legítima», como decía Armando Uribe. En Chile, esta relación es inextricable: la memoria individual coincide con la colectiva porque se encuentra casi fuera de la memoria, de archivos inexistentes, instituciones de héroes y sociedades historiográficas. Das Unheimliche, lo ominoso, lo inquietante, lo familiar que se vuelve infamiliar, dice Freud, conforma también esta experiencia de desalojos, expropiaciones y extrañezas que remontan a este «consabido secreto» y, por ende, no sabido, que podríamos contemplar en la historia de estas fotos del álbum familiar chileno. Una serie de expropiaciones de la memoria íntima que se vuelve extraña en el silencio de brutalidades, sueños y animitas de la provincia.

 

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Entramos a la casa de adobe

el abuelo, tendido en la oscuridad, murmura algo sobre sus hijos callamos lo suficiente
y lo escuchamos escondidos

desde el rincón de la pieza

el abuelo está solo tendido en la puerta
con sangre en las manos

la madre espera en la cocina tiene dos años
con pasos erráticos
pide que la subamos en brazos en las sombras de la habitación el abuelo dice su nombre

la madre agarrada a mis piernas pide que la cuide
le digo que todo está bien
que la vida es vasta

y que el abuelo de 35 años sobrevivirá

la acurruco
luego de hacerla dormir
le doy un beso en la frente:
una pequeña luz se refleja en su pupila la miro desde arriba
como se mira una hija en la cuna

la abrigo: es invierno,
el cerro ensombrece la ventana

 

En la tercera foto aparecemos con mi hermana luego de la operación. Arriba está el oso de peluche, no sé si era de mi madre o mi hermana; las zapatillas son las clásicas de ese entonces y muestran quizás un buen momento. Están los juguetes que me regalaron después de la operación y que algunos niños robaron en el patio; el avión y la patrulla de policía que una vez un tío ―tratando de arreglarla― terminó quemando. Las frazadas y la cama son jeroglíficos de una memoria extraña; aunque creo recordar cuándo las trajeron, esta foto me da una sensación onírica. Desperté en el hospital y luego en casa, cuidado por mi madre y acompañado por mi hermana más cercana en edad. Tengo una sensación grata de ese momento. Supongo que los regalos provienen del esfuerzo materno. Las zapatillas llaman la atención porque mi hermana tuvo meningitis y pasó mucho tiempo con médicos tratando de intervenir su crecimiento, probando alternativas a sus piernas. Tiene un pie más pequeño que el otro debido a las operaciones. Sus piernas siempre fueron un asunto, incluso cuando se las fracturó al saltar del techo arrancando de una agresión. En ese periodo, mi madre tuvo un aborto terapéutico. Una vez hablamos sobre lo mejor que fue para esa niña no haber nacido en el ambiente en el que vivíamos. Mi madre funcionaba como muro de contención a la violencia paterna que reproducía la cadena anterior, y que en cierta medida expresa la falta de contención, a su vez, de ese niño explotado desde chico, quien fue su esposo a los dieciocho y logró controlar después de la mitad de la vida, y con muchas dificultades, sus arrebatos de ira. ¿Ganó experiencia en el arrepentimiento al ver nacer a sus nie- tas? ¿Será que la natalidad como apertura de mundo ―que Hannah Arendt opone a la política del ser para la muerte― permite no solo a los recién llegados empezar de nuevo? Quizás la ausencia de su padre ―mi abuelo asesinado― y las habituales golpizas de su padrastro a mi abuela hayan habituado a mi madre a esta «cultura de la resiliencia». Es la historia de la vida como sometimiento en la provincia chilena (dicho sea de paso, gran parte de Santiago también es provinciano); el traslado de la brutalidad a todos los niveles en este largo y angosto campo de concentración.

 

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Una experiencia colectiva que practica golpes de estado cotidianos, sedimentando resentimientos de larga data. Con todo, me resisto a la idea de cierto realismo que propende a quitarles imaginación a las clases proletarias; las sustrae de la potencia de la ficción y recorta los relatos a una mera reproducción de lo que puede o debe representarse, justamente como proyección de las clases altas sobre las miserias de los de abajo (¿dónde quedaría alojado el humor y sus desvíos?). Me da la impresión que es lo que ha ido pasando con ciertas lecturas estereotipadas sobre Bolaño y las provincias latinoamericanas, pero también con escrituras que ocupan los poblados para prebendas individuales o convenientes simulacros en periódicos de circulación na- cional, que en los últimos años, con las redes sociales y la pandemia, parecen copias vetustas de sí mismas. Quizás por esto me agota la literatura de campo cultural. Prefiero el movimiento continuo entre el territorio y la desterritorialización (Deleuze suma la reterritorialización como tercer eje en el flujo), que vuelve al eterno retorno de lo desconocido, indicando con estos desplazamientos escrituras que no tienen origen fijo o autenticidad impoluta. Algo pasa con la identidad en este país terremoteado, se nota en quienes detentan su prosapia en apellidos y repartos de tierras ―a un profesor doctorado en Inglaterra le gustaba indicar su genealogía frente a nosotros, los provincianos proletas―, mientras que la historia del huacherío barrunta esta borradura inicial. Es el otro comienzo de la letra: mi madre guarda sus cuadernos desde cuando empezó a escribir. Caligrafías en gótico, manuscritas y con tinta en hermosas curvas y paralelas, cuya dedicación da cuenta de cierta protección que generaba la enseñanza. La lengua materna se cultivaba en el colegio. Mi abuela tuvo once hijos, los más grandes quedaban a cargo de los más chicos, mientras ella trabajaba todo el día; la ensoñación de las composiciones de esa niña que luego fue mi madre, expresa la importancia de los profesores y la hermana mayor que la cuidaba. ¿Desde dónde viene la imaginación? Palabras, imágenes y territorio interior se sedimentan también, expandiendo la cuadratura del cuaderno. A veces una ventana se abre y anima los relatos de cada espacio, cada dibujo de la letra, permitiendo salir de la asfixia territorial de la realidad. ¿Las líneas de los cuadernos de caligrafía habrán sido como los espacios apaisados de la zona central?

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¿Qué habrá soñado mi abuela? ¿Cuáles fueron los deseos que tuvo para sus hijos y nietos? El pueblo donde vivió, Cerrillos, era una sola calle adonde se entraba como en la ilustración infantil de un castillo. Un canal separaba la entrada del antiguo fundo, la casa enorme ―ya en decadencia― cubría un vasto terreno con una piscina que se veía, a los lejos, rodeada de hermosas palmas chilenas; luego venía lo demás: la fila de casas de los inquilinos. El canal era caudaloso, las acequias cruzaban distintas construcciones de adobe y la calle no tenía iluminación. Una vez fuimos a visitar a una amiga de mi abuela, caminamos largas horas por cerros y terrenos negros de minas, hasta llegar a una casa en medio de la nada. Su amiga tenía corderos, gallinas y todo lo necesario; la conversación se concentró en las humitas y el puma que había matado algunos de sus animales. El encuentro entre las amigas estuvo ambientado con risas y anécdotas. Muy mayor, la anciana vivía en la soledad y riqueza natural; ¿quiénes habrán sido sus hijos? Lo digo todo en pasado porque la descripción de estos paisajes se ha modificado; los regímenes de explotación han secado canales y ríos; los deseos están entramados de deudas y el pinochetismo campea en varios familiares. Algunos primos cambian sus autos todos los años y al mismo tiempo ―supongo― les gustaría una nueva Constitución, no por convicciones seguras (¿quién las tiene en esta época?), sino por el deseo de «igualar oportunidades». Pero estas ambivalencias no impiden plantear las preguntas de otro modo. La acumulación de los daños se enlaza tal vez a cierto duelo; en la persistencia de la destrucción se atisba una nueva provincia digital, compleja y hetero- génea. El consumo se une a la necesidad de colectividad. La extrañeza es un lugar sin alambradas; síntomas donde se pierde la localización de la herida. La escritura socava un acontecimiento que desvalija; testifica en Chile distintos derrumbes. A menudo la escritura pasa por un vacío, el crecimiento de su territorio se cultiva en una ausencia. La ficción indica una promesa, quizás. Imagino a mi amiga con su padre de la cni. ¿Qué habrá soñado esa niña? ¿Cómo se repara lo irreparable? ¿Cómo nos hemos hecho huéspedes de lo inhospitalario? ¿Los exiliados ―pregunta Bonnefoy en El territorio interior― dan testimonio contra el lugar del exilio?

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Observo la última foto. Ahora viene de un sueño: están mis hijas, mi madre, mis hermanas, mi abuela materna; en otro lugar, los retratos retocados a color que mi abuela tenía de sus hijos y su primer esposo. En lugar de una escena primordial ―écfrasis de la memoria―, asoma la imagen borrosa de una promesa. La provincia es el apaisado de un cuadro común, imaginativo y experiencial de la reparación. Alguien se va derrumbando en su interior, lleva sobre sí los escombros, y construye al frente una escollera entre el océano y la tierra. La partición del espacio es una sensación que procede de cuerpos desaparecidos, olvidados y espectrales que merodean en las habitaciones. Mutilación, quiebres y rajaduras por donde las rendijas del lenguaje dejan sentir la desolación mistraliana. El término de Rivera Garza, «necroescrituras», pareciera tener que ver con todo esto, pero no creo que sea lo mismo. No sé si calce la cita, opto por dejarla en suspenso, aunque me da la impresión que existe un espíritu parecido sobre el retorno de los muertos. ¿Un vacío anterior que crea en el silencio un hospedaje? Sin este desfondamiento, ¿aparecerá la escritura? En Puerca Tierra, Berger aborda esta experiencia de vínculo y barrera; el lugar de la escritura como un espacio sin territorio propio. La extraterritorialidad es la comunicación de una experiencia abierta, remite al pasado de generaciones anteriores y sus expecta- tivas, continuadas por el retorno espectral y utópico de sus desapariciones. Ausencias y violencias a las que aún les falta nombre. Cuesta tanto hablar. Cuesta tanto escribir. Vuelvo a Deleuze en La literatura y la vida, sin coincidir del todo en su alegría: «La literatura está más bien del lado de lo informe, de lo inacabado. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en vías de hacerse, y que desborda toda materia vivible o vivida». La casa del lenguaje, la provincia heideggeriana, todavía tiene ese olor a la clausura del suelo paterno (la patria), aunque siempre hubo algo que la traspasaba y derrumbaba; un poema parece un horizonte que está atrás de quien escribe, una casa a cada rato terremoteada; doy la vuelta y veo un segundo el deterioro chileno como la mujer de Lot. Nuestra larga herencia de animitas y huacheríos.

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