(Diarios de vida y muerte o la tiranía del calendario)
por Felipe Reyes
«Hoy he decidido apuntar mis pensamientos contra la muerte tal como me vienen por azar, sin ninguna coherencia y sin someterlos a un plan tiránico. No puedo dejar pasar esta guerra sin forjar en mi corazón el arma que venza la muerte. Será atormentadora y alevosa, como a la muerte le corresponde.»
Elias Canetti, El libro contra la muerte
El núcleo del diario de un escritor absorbe y florece en el registro de lo íntimo, acata la anotación de la vida con filtro de literatura, y desde ahí se interroga por el valor de ese hábito –como disciplina, pasión u obsesión– de anotar algo cada día. Parapetado en el margen de la elaboración de una obra, conserva su status de escritura diferenciada, le plantea al escritor cuestiones y problemas relacionados con la técnica literaria y los límites del lenguaje cuando se propone fijar y representar fragmentos de vida, y que hoy devino en lugar común: la trillada metáfora del diario como laboratorio o simulacro (“La vida se completa con un sentido que se toma de lo que se ha leído en una ficción. La verdad tiene la estructura de una ficción donde otro habla”, anotó Piglia sobre uno de los mecanismos posibles del género).
El diario de un escritor fija en un pasado contingente sus afectos, anhelos y fantasmas -propios y ajenos-; se jacta de su carácter testamentario, de documento póstumo o de archivo. No importa si esas notas son de amor o de odio, de viaje o de de
spedida, pues todo diario está fundado en el principio de la posteridad. Se afana en desmenuzar el flujo de una vida en el apunte de un instante. Una idea fugaz, un flash del verbo. Un libro secreto que se develará cuando esa vida se haya extinguido para siempre, y su autor (el autor de esos días) ya no esté para sostener con su propio cuerpo la primera persona que confesó -apremiado por la tiranía del calendario, como decía Blanchot-. Preciadas minucias y odiseas triviales escritas al amparo, o bajo el imperio, de la cotidianidad; ese sentir permanente imposible de recomponer sino en el hábito del apunte: “desvanecidos los instantes que lo engendraron, toda reconstrucción parece una impostura”, anotó Luis Oyarzún en su Diario íntimo.
Al diario -género sin prejuicios con las formas, paraíso de la libertad de la escritura-, todo le sirve: pensamientos, sueños o pesadillas, fantasmas propios y ajenos, invenciones pasadas o futuras, comentarios acerca de sí mismo (y sobre los otros), acontecimientos importantes/insignificantes y sus horas de sosiego y ocio. “El diario es una almohada para la pereza: dispensa de profundizar los temas, se acomoda a todas las repeticiones, acompaña todos los caprichos y vueltas de la vida interior y no se propone objeto alguno. Es un engaña-dolor, un derivativo, una escapatoria. Pero ese factótum que reemplaza todo, no representa, debidamente, nada”, concluía en una anotación de julio de 1876, Henri-Frédéric Amiel en su Diario íntimo.
Hay diarios que dan testimonio de una época, o retazos de vida; escritos para confesar lo inconfesable, para mitigar la ansiedad, conjurar espíritus, para mantener entrenado el pulso y la observación, o para exponerse como un bicho cualquiera en disección, bajo el microscopio de la escritura; o como un examen de conciencia, o con el simple afán de “la sinceridad”.
¿Pero cómo leer un diario de muerte que fija una vida que se apaga, inapelable, por la condena de la enfermedad?
¿Cómo leer los signos de la muerte inesperada que ronda esos últimos días -que son también de despedida- de una existencia particular y todo lo que ella contiene?
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Diario de muerte de Enrique Lihn y Veneno de escorpión azul de Gonzalo Millán, son escrituras extremas que enfrentan esa sentencia. Se aferran a esos días terminales en páginas profundas y conmovedoras –no sobre, sino desde la inminencia de la muerte bajo esa sombra que comienza a oscurecerlo todo–, pero que están llenos de vida. Una escritura sobre el fin sin un final. Un enfrentamiento, un diálogo melancólico y desolador. La inutilidad de una cultura, y de una compresión intelectual sobre el trance de la muerte.
Estos diarios de muerte de escritores encaran la prohibición de ese tema hondo e insondable, que es evasión y rechazo tragicómico: es Paul Léautaud declarándole a su amigo Mallet que quisiera reposar sobre la tumba de su amada para “pensar en lo que ocurre allá abajo”; o es Baudelaire cantándole a la descomposición del cadáver: “Entonces, oh mi bella, diles a los gusanos que han de comerte a besos”; o es el pintor James Ensor, quien proyecta su destino y se representa como un esqueleto vestido, pintando.
O una variable trágica del contrato tácito del escritor propuesto por Alfred Fabre–Luce en su libro La muerte ha cambiado: “En líneas generales el público, cuando se le habla de la muerte, espera dos cosas: 1) escapar del tedio mediante una impresión fuerte; 2) que se lo vuelva a instalar en seguida en su sillón tranquilizador mediante un consuelo final. Hay un contrato tácito entre el escritor y la sociedad: ‘ Cuento contigo –le dice ésta– para que me proporciones la manera de utilizar, olvidar, retardar, encubrir o trascender la muerte. Para eso te he contratado. Y si no cumples tu función, serás despedido’ (es decir, no se te leerá más)”.
“Un lugar equidistante entre los vivos y los muertos”
Desahuciado, Lihn comenzó a trabajar en un cuaderno –en el que anotó en la primera página el aciago título póstumo con el que se publicaría un año después– entre los meses de marzo y junio de 1988. Recluido en su departamento del tercer piso del edificio de la calle Passy 061, escribe versos sarcásticos y llenos de amargura. En un espacio intermedio, en una tensión permanente, padece el contraste trágico entre las intenciones de la medicina y la imposibilidad de curar su enfermedad: un cáncer propagándose en un pulmón, su sombra proyectándose en el otro y sus emisarios colonizando el resto del cuerpo.
Escribe: “Pido a la medicina si es que ella sabe algo/detrás de su imponente fachada/y de sus sórdidos interiores/que me mate sin dolor/no comparto el dolor como forma (gratuita) de conocimiento/nunca he asistido a sus cultos religiosos detrás de su fachada impotente/qué chuchas puede enseñar el dolor a un agonizante/ni siquiera en compañía de la resignación/no hace más que degradarla”.
Lihn convoca una sucesión de imágenes que son los reflejos -un espejeo- de poemas anteriores. Una fuga, que avanza hacia atrás con la fuerza de una escritura de urgencia, en el precipicio, en el límite (entre la palabra y el silencio) de su poesía situada; intenta crear vida, encontrar un arma, una defensa, “un lugar equidistante entre los vivos y los muertos/donde se divisen, quizás juntos/el fundamento y el sentido/(si lo tiene) de la obra”, anota Lihn, al que ahora leemos con todo su sentido, que reafirma todo lo dicho antes en cada uno de sus libros, en sus textos sueltos. Advierte otra vez, y dice: “Si algo pudiera desearse desde la tumba, preferiría, personalmente, a los discursos fúnebres en que todos los muertos aparecen despersonalizados por la atribución de unas mismas virtudes, la evocación más cruda de mi propia personalidad en blanco y negro, el examen de mi trabajo con sus valores y desvalores”.
A pesar del malestar y la incertidumbre y el desgaste y el dolor de la enfermedad, trabaja aun con esa certeza, con esa inutilidad, “no va a firmar un decreto de excepción que lo devuelva a la vida. Mueve su mano como un imbécil que jugara/con una piedra o un pedazo de palo/y el papel se llena de signos como un hueso de hormigas”.
Persiste -en la escritura y en la vida- en aquellas cosas perfectamente inútiles, “pero que siempre vuelven a renovar su encanto”; poseído por “esa especie de locura con que vuela un anciano/detrás de las palomas imitándolas/me fue dada en lugar de servir para algo”, como lo había escrito varios años antes.
Junto a la espera de la muerte, en esa vigilia que aguarda su llegada, Lihn escribe con la presencia de Kafka y Baudelaire en ese espacio de la “economía del sentido”. Escucha Madama Buterfly, de Puccini, mientras dibuja personajes satíricos de opereta; elude los medicamentos para conservar la lucidez frente a la muerte como un derecho que exige con firmeza. Ya en el delirio, habla de “la isla” sin lograr la comprensión de sus cercanos (refiriéndose al cuadro “La isla de los muertos”, de Arnold Böcklin, el que posteriormente ilustraría la portada de su Diario de muerte). Pronto se perdió en esa experiencia intransferible, se quedó en silencio, y murió el 10 de julio de ese mismo año.
La celebridad póstuma -su leyenda-, le ha otorgado un galvanizado de brillosa estatua o milagrosa animita, transformándolo en esa categoría letal que llamamos “ícono”, con todo “su carácter de mitología para uso interno”, como se refiriera él mismo a Gabriela Mistral.
Su muerte vivifica su palabra, mantiene el latido intenso de su escritura. Sin el soporte físico queda su voz -grabada- leyendo su propia escritura. Una voz hecha de mármol, con “los vicios de un viejo actor” -cómo el mismo dijo-, de pulida dicción, con sus pausas y cadencias rituales (un Álbum de toda especie de registros de YouTube). Una voz profunda, de una edad indeterminada, que abre un abismo entre la vida y la obra, entre los días de Lihn, que fueron efímeros, y sus poemas, que son indelebles.
“Conmover al almendro florido con mis toses”
A comienzos de mayo de 2006, el poeta Gonzalo Millán supo que un cáncer al pulmón estaba mermando su cuerpo, en medio de inagotables volutas del humo. Dos semanas después, comenzó a escribir su bitácora final en cuadernos y libretas que fue fechando rigurosamente –la primera anotación es del 20 de mayo, la última del 2 de octubre–. Con esa punzante certeza va de su departamento-taller en la calle Eleuterio Ramírez, en Santiago centro, a la casa conyugal junto a María Inés Zaldívar (Eme en su diario), en la calle Peragallo, en Las Condes, anotando hora tras hora, observando y observándose, procesando la dimensión de esa condena, de ese demoledor diagnóstico, sin soslayar la clausura de su existencia.
En una de sus primeras anotaciones escribe: “Superada la consternación y la congoja causada por la noticia, un asteroide en Yucatán. La muerte, bomba, la explosión de un hongo atómico en la sangre. El anuncio del fin, el movimiento de la puerta que se junta sin viento dejando una grieta”. Pese a la crudeza del dictamen, en una de sus últimas entrevistas Millán asegura que hay dos alternativas frente a la partida: reencarnarse o salirse. “¡Lo que no tenís que hacer es cagarte de susto!”.
Quiere tener esperanzas, intenta curarse con el veneno de escorpión azul de Cuba: el “cangrejo” de su mal iba venciendo a la “tortuga”, que era él mismo; como un bicho de insectario clavado al alfiler del cáncer. No abandona la marihuana, pero sustituye los pitos por las galletas, que resultan ser el calmante más eficaz contra las náuseas, y además provee visiones, las que parecen subrayar la desnudez lúcida de esa ingrata rémora. Llena sus cuadernos como una forma de resistencia y sujeción. Escribe:
Rayo como el furtivo homicida
unos débiles papeles. Pero en vez de
blasfemias e improperios y soeces
maldiciones, borrones, garabatos,
extiendo una cuidadosa línea
de encogidas palabras.
Pero la vida sigue su curso, inalterable, ajena e indiferente al ocaso de una historia, en un círculo interminable: “¿Quién es el sujeto que muere? A nadie le importa, nos basta un efigie del deudo de consuelo. La idea del nunca más, del nevermore, es un martilleo insoportable en mi mente”.
Días tras día da cuenta de sus angustias y dolores, vuelve a reencantarse con sencillas minucias cotidianas. Escribe, sensitivo, abierto a múltiples aspectos, sentidos y símbolos, como toda su vida. “¿Cómo veo el mundo? Descripciones sin explicaciones o explicaciones sin descripciones”, anota Millán, mientras persiste en ese “Diario de un moribundo, moribundia. El diario del moribundo siempre quedará trunco. Un texto sobre el fin sin un final. Un libro supuestamente por fuerza póstumo”.
Conciso, lanza apuntes penetrantes como haikus: “No consigo conmover al almendro florido con mis toses”.
Registra imágenes y epifanías de esos últimos días antes del viaje final. Con la certeza de la derrota asumida por un expulsado de la vida, anota: “Te has desprendido de la masa de hielo y en adelante serás un flotante/ flotarás como témpano solitario y errabundo. El cambio que introduce el peligro/ amenaza de muerte. El fin”.
Al igual que Lihn, también está la imagen en movimiento y la voz de Millán dando cuerpo a su escritura: al final del documental Salvador Allende, de Patricio Guzmán, queda fijada esa escena–cita–única de su obra, y en la que el rictus de angustia contenida de su boca modula esos versos en rewind y blanco y negro como si se tratara de un cuerpo enfermo que quiere expulsar el mal albergado y sus irremediables secuelas. En el poema “48” de La Ciudad, Millán evoca un país en ruinas, intentando resucitar la utopía de un tiempo ido, como la muerte. Un testimonio poético que da cuenta de la catástrofe. Su presencia y su voz están ahí, vivas, hechas del silencio de la ausencia.
Cinco meses después, ya sin energías, con la enfermedad suprimiendo su existencia (“En vez de la lucha, la renuncia serena a la vida”), abandona todo registro escrito, se extingue su palabra. Doce días después, Millán muere el 14 de octubre, poco antes de cumplir sesenta años de edad, no sin antes advertirnos: “Nadie llore ni honre en tono fúnebre mi muerte./¿Por qué? Porque todavía mis versos vuelan de boca en boca”.