Ensayos — 13 enero, 2015 at 9:06 pm

El arte y el artista en Adolfo Couve

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Aproximaciones sobre La Lección de Pintura

couve1cortadoLa intención de estas páginas es dar cuenta de los conceptos Arte y Artista, que pueden extraerse de la novela La lección de pintura (1979) de Adolfo Couve. Es importante destacar que el autor consideraba que en este texto, había logrado fusionar equilibradamente sus facetas de escritor y pintor y, por tal motivo, fue con esta obra con la que se licenció en Teoría e Historia del Arte, en la Universidad de Chile, el año 1981.

Para entender las implicaciones de los conceptos de Arte y de Artista, presentes en esta novela, conviene adentrarse en tres ámbitos de significación plenamente imbricados en el orden fictivo: 1) la idea de que el auténtico artista posee un talento natural y un conocimiento inmanente, 2) las relaciones entre arte y vida como experiencia de conocimiento y 3) la posición del autor acerca de la función del arte y las vinculaciones entre el mundo representado, y el contexto de época en que la novela fue escrita.

ARTE Y DESTINO: HACIA LA CONSUMACION DEL TALENTO

Uno de los aspectos principales desarrollados en La lección de pintura, se remite a que el verdadero artista nace con un determinado talento y que, por lo mismo, no requiere una formación artística convencional. Necesita, únicamente, que se den las condiciones para que su talento natural se desarrolle y pueda cumplir con la misión para la cual fue destinado, ésta es, crear belleza.

En el caso de La lección de pintura, y al igual que los niños genios de las biografías de la antigüedad (a partir de la historia de Giotto o de Polidoro da Caravaggio, nacen una serie de narraciones de pastores, que durante el Renacimiento devienen en artistas a muy temprana edad), el personaje Augusto también deberá, para lograr potenciar su talento, sortear obstáculos como ser hijo de madre soltera, ser pobre y vivir fuera de la capital, entre otros. Tales escollos podrán irse superando cuando aparezca en su vida el farmacéutico y amante del arte, Carlos Aguiar, quien, además de contratar a la madre del niño como empleada de la farmacia, decide encargarse de la educación de éste.[1] Comienza a pavimentarse así el camino del genio y empiezan a darse las condiciones para que el talento del niño pueda desarrollarse en el futuro inmediato.

Al poco tiempo reproduce, de memoria, una carreta alojada fuera de la droguería, y más adelante solicita copiar el cuadro de un alquimista que cuelga de una de las paredes. El resultado del ejercicio realizado, trae consigo la consumación de una obra de arte, cuya diestra factura impresiona al farmacéutico por su madurez y perfección artística:

“Lo que (Aguiar) tenía entre sus manos era una pequeña obra maestra, de una perfección técnica increíble. La limpia aplicación de los colores, el orden inteligente de su ejecución, las soluciones, la síntesis y economía de medios, eran dignas de un gran pintor”. –Dios santo, este niño es un genio exclamó con la boca abierta, mientas no atinaba sino a apoyarse contra el muro (193).

Augusto empieza a cimentar una vida que será digna de inscribirse, según piensa su tutor, en la genealogía de los grandes artistas: “Y ante los ojillos ávidos de Aguiar volvieron a pasar las innumerables páginas de sus biografías de artistas, confundiéndose entre ellas la del pequeño Augusto. Tenía entre sus manos uno de esos talentos, pero esta vez vivo, nuevo” (194). El impulso por la pintura irá adquiriendo forma en el contacto mismo con los materiales y no en el aprendizaje formal. Vivencia el arte como una experiencia interior, que busca ser traducida de la manera más nítida posible. Maestro y discípulo conviven en él, en un proceso creativo a través del cual las cosas del mundo podrán alcanzar el espesor de la representación.

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Un hecho trascendental en el proceso de maduración del niño artista, se produce cuando el farmacéutico decide enviarlo a la casa de sus parientes en Viña del Mar, los hermanos Arnaldo y Adelaida De Morais, para que estudie pintura en una academia. La directora, Doña Lucrecia Valdés, ya en la primera clase, quedará admirada ante las extraordinarias condiciones del niño, quien sin poseer formación académica alguna, realiza un dibujo perfecto de una cabeza de Cicerón: “La construcción era perfecta, y el achurado del claroscuro tan transparente que tenía la calidad de la obra de un maestro” (213)

Respecto a una eventual explicación del talento natural de Augusto y de su destino de artista, el texto sugiere dos posibles interpretaciones: la primera remite a una clave esotérica donde lo vivido puede entenderse como un proceso alquímico encarnado. Se insinúa, entonces, que el niño ha comenzado una etapa de transformación que va desde un estado de precariedad inicial, hacia un estado superior donde el talento podrá más adelante develar, en parte, la belleza.[2]

La otra variante interpretativa alude a la posibilidad de que sea una presencia sobrenatural la que esté protegiendo el desarrollo del niño artista. Es elocuente que su madre, una vez que le adjudica a Cristo el que su hijo haya encontrado quien lo ayude, mire “la plazoleta de la cruz vacía” y crea “ver la imagen de Cristo que las lluvias y el viento habían disuelto”. (199) Esta segunda opción elevaría el talento natural a la categoría de un don, es decir, un regalo que la divinidad hace a determinados seres humanos.

ARTE Y VIDA COMO NARRATIVA EXISTENCIAL

El segundo núcleo de significación relevante en La lección de pintura, tiene que ver con la dimensión existencial que alcanza la escritura al vincular el arte con la vida. En vez de una lección de pintura, puesto que el saber artístico ya lo trae consigo, lo que ha adquirido el niño es una lección de vida. El arte le ha permitido develar una faceta de la naturaleza humana en cuanto a la oposición entre apariencia y realidad.

 Los momentos finales de la aventura condensan la lección de vida recibida. Al despedirse en la estación de trenes de la profesora, de quien siempre había desconfiado, Augusto valora un instante de autenticidad que la profesora deja traslucir. Surge en él, por primera vez, “una admiración no sustentada en los valores artísticos, sino en otros más profundos y valederos.” (224). Adquiere, al mismo tiempo, conciencia de lo doloroso que debe ser vivir en “un disimulo perpetuo” (224).

El niño descubre que un artista nace artista y que su destino estará marcado por una responsabilidad ineludible. Dicha lección la ha podido extraer de la trama vital de seres anónimos, insignificantes socialmente, que no poseen incidencia en el entramado social. Se observa aquí el intento por rescatar la pequeñez de la naturaleza humana, a través de personajes a los que la vida parece superarlos. Sin embargo, esta especie de patetismo en sordina se liga, como ocurre en toda la narrativa de Couve, a una particular compasión y ternura por los personajes, siempre de alguna manera perdedores, que habitan sus mundos ficcionales. Entre ellos se despliega la belleza y se potencia la mirada realista. Según palabras del autor:

“El realismo se conmueve con las personas anónimas, una espalda, los zapatos de una persona. A mí me gustan los perdedores, no me gusta el éxito, me gusta el dolor humano. El realismo es lo menos elitista que hay, por ese amor por lo cotidiano, por los personajes perdidos; eso me interesa a mí, encuentro que hay mucha intensidad en lo marginal. Todo eso colinda con la belleza. La belleza se da siempre por el lado de lo áspero, yo sé por donde va. La belleza no va por lo lindo.”[3]

En La lección de pintura se advierte una equilibrada ecuación entre la búsqueda de la belleza, los personajes y escenarios escogidos, y una lección moral extraída de la vida. La toma de conciencia respecto a su condición de artista y de ser humano, le permite a Augusto confirmar la impronta existencial del creador y el costo que por ello debe necesariamente pagar:

“Y al arrancar el tren sintió desprecio por su propia persona, le pareció halagada sobremanera, y conoció por primera vez la soledad que aguarda en este mundo a los más afortunados” (225)

El momento conclusivo de la novela enfatiza la idea de la predestinación y entra en consonancia con el postulado de Couve que enfatiza: “El arte no es algo que se escoge. Es un destino. Y se nace artista.”[4] Poder captar lo engañoso del mundo, tener un talento, crear belleza y estar condenado a aquello, genera las condiciones de la soledad como destino. Este sentimiento, que es a la vez una elección, insinúa tres posibilidades de interpretación. La primera de ellas remite a la idea de la soledad como un sentimiento doloroso, producto del tipo de vinculación que el niño artista seguirá desarrollando con sus congéneres. Como puede apreciarse en el transcurso de la historia, tanto su mentor como el mundo del arte lo intentarán cambiar, pues él no sigue las corrientes artísticas vigentes, sino que se inserta naturalmente en la tradición realista. Según Couve, como señala en su tesis de licenciatura: “Al niño el mundo artístico le será hostil y lo intentará desviar de su contacto con la naturaleza, su experiencia con los maestros antiguos.[5]

Una segunda vía de interpretación de la soledad como destino, se refiere a la opción que debe tomarse para lograr cumplir el mandato para el cual se ha nacido. El niño deberá asumir la soledad como la condición que le permitirá crear libre de las presiones antes mencionadas. Gravita aquí el ideal rilkeano, que entiende la soledad como el estado natural de quien nace destinado al arte. En la ya clásica carta dirigida a Franz Xaver Kappuz, Rilke plantea que: “Las obras de arte viven en medio de una soledad infinita y a nada son menos accesibles como a la crítica. Solo el amor alcanza a comprenderlas y hacerlas suyas: solo el amor puede ser justo con ellas.”[6] El artista, por lo mismo, no puede depender del elogio o la suspicacia de la crítica, sino únicamente ser fiel a su instinto estético; debe crear en la plenitud de la soledad y volcarse hacia su interior, pues allí encontrará el móvil que lo impele a crear.[7]

Por último, una tercera forma de entender esta opción por la soledad, es a través de la tensión existente entre la figura del genio y la percepción que de él se tiene en la sociedad contemporánea. Según Peter Sloterdijk,[8] la pasión política burguesa que se impone en nuestra época de masificación es la deslegitimación de cualquier diferencia y la inexistencia de toda forma de nobleza e igualdad. Desde esta perspectiva, cualquier diferencia antropológica es ilegítima, puesto que todos los seres humanos nacen de la misma manera. La figura del genio parece atentar en contra de esta tendencia a negar toda diferencia. El genio se convierte en sinónimo de algo escandaloso, eliminándose así la aristocracia del talento. Esta forma de repudio tendría como origen el rechazo de la burguesía a la nobleza, en cuanto ésta se apoyaba en el supuesto talento y genio “natural” de la aristocracia. En definitiva, la figura del genio en la actualidad parece ser una incomodidad social, puesto que “para quien lo posee, sólo es una trampa; para el que no, sólo constituye una contrariedad” (86).

LA LECCION DE PINTURA: UNA PARTICULAR FORMA DE RESISTENCIA

Según José Promis, en el período dictatorial gran parte de la literatura chilena fue de carácter contestatario y entró en abierta disputa con el discurso oficial. A pesar de ello, igualmente pueden observarse interactuando dos discursos novelescos opuestos: los de la novela acomodada y los de la novela contestataria. Respecto a la primera, tanto la visión de mundo como las estrategias narrativas, no hacen más que confirmar la ideología del régimen militar. La novela contestataria, por su parte, tensiona el discurso oficial y deja al descubierto los antivalores predominantes. Promis coincide con quienes apuntan a las diferencias que se generaron entre los escritores que se quedaron en Chile y los que se fueron al exilio. Así como los del exterior privilegiaron la temática en torno a los años de la Unidad Popular y sus consecuencias, la novela del interior soslayó la presencia de la historia, trabajó argumentos ahistóricos y se concentró en episodios de la infancia o en historias incontaminadas por el mundo exterior.[9] Por su parte, Manuel Jofré plantea que “las pocas novelas que se publicaban entre el 73 al 80 eran vistas como excesivamente autónomas, muy descontextualizadas, en cierto grado escapistas o imposibilitadas de aludir a la circunstancia nacional sin riesgo. Las novelas del 73 al 80 tienden a no referirse explícitamente a la historia inmediata de Chile. Presentan mundos cerrados, volcados hacia el pasado o hacia la infancia, que tienden a no referirse explícitamente a la historia.”[10]

Esta última cita pareciera describir con bastante exactitud los soportes de representación de la narrativa de Couve, aunque no ilumina mayormente las razones de existencia de los mismos. El universo narrativo del autor no es susceptible de clasificar fácilmente en las categorías que los críticos recién citados, lúcidamente señalan. El hecho de que su narrativa no denuncie explícitamente lo que estaba sucediendo en Chile en tiempos de la dictadura no significa que su obra pueda catalogarse como novela. Al interior del mapa cultural del momento, la narrativa de Couve tensiona el discurso de las ideas de la época, justamente en su imposibilidad de clasificación. La asimilación de los códigos del realismo francés y la concepción de mundo que de ellos emerge, es la forma con que su obra contribuye a la compleja escenificación del tiempo histórico. Como el mismo autor señala:

“Los que nos quedamos en Chile después del golpe tuvimos que hacer obras muy bien hechas y pensadas para que resistieran una situación que era mucho más           fuerte que la literatura. Una situación extrema como la que nos tocó pesa y exige mucho en cuanto a la estrictez de la forma, porque al estar en un caos lo que se busca desesperadamente es la estructura”.[11]

La narrativa de Couve es difícil de situar al interior de alguna tendencia de la narrativa chilena, ya sea en lo pertinente a la visión de mundo, la poética implícita, las técnicas narrativas utilizadas, etc. Lo inactual de sus historias, los argumentos que discurren en línea recta, su esfuerzo por lograr una descripción perfecta y plástica de la imagen, la eliminación de lo accesorio, la búsqueda incesante del equilibrio entre forma y fondo y su preocupación por alcanzar la belleza a través de la escritura, hacen de su obra una expresión divergente de las propuestas narrativas actuales. Como puede apreciarse en La lección de pintura, tanto el arte como la belleza son el destino que el artista debe cumplir aún a su pesar. La literatura deviene así en experiencia de conocimiento que sobrepasa lo artístico para rozar una realidad inefable que se desea traducir. En ese intento, la práctica de la escritura se encomienda a sí misma la labor de buscar trascender la contingencia. La teoría del arte por el arte y el anclaje en el realismo, más allá de un eventual anacronismo antojadizo o una práctica esteticista, significan para Couve una forma de fe, y una posibilidad cierta de creer firmemente en algo.

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Ilustración: Estefanía Tarud

[1] La idea de que un artista necesita un contexto para poder desarrollar su talento es coextensiva a la condición humana en general. Al respecto, C.S. Lewis plantea que: “Una criatura sin un medio ambiente adecuado no tendría la posibilidad alguna de efectuar una elección; es por eso que la libertad, al igual que la conciencia de sí mismo (…) requiere para el yo la presencia de algo diferente al yo”, C. S. Lewis, El problema del dolor, Santiago: Editorial Universitaria, 1991, p. 30.

[2] Hay que destacar que el universo de los colores es fundamental para entender las fases del proceso alquimista como un desarrollo químico de transmutación. Como advierte Carl Gustav Jung: “Habría cuatro fases caracterizadas por colores de pintura ya mencionados por Heráclito, a saber: ennegrecimiento, emblanquecimiento, amarilleamiento y enrojecimiento.”, Carl Gustav Jung, Psicología y alquimia, Barcelona: Plaza & Janés editores, 1989, pp.213-214.

[3] Entrevista realizada en el programa “La belleza del pensar”, de ARTV, el 13 de noviembre de 2003.

[4] Adolfo Couve, Revista Libros de El Mercurio, 1989.

[5] Adolfo Couve, en Adolfo Couve: una lección de pintura, de Claudia Campaña, Santiago: Editorial Eco, 2002, p.71.

[6] Rainer María Rilke, Cartas a un joven poeta, Madrid: Alianza Editorial, 2006, p. 26.

[7] Según Rilke, la gloria y la búsqueda de fama atentan contra el verdadero arte. En su libro sobre Rodin afirma que “la gloria, finalmente, no es más que la suma de todos los malentendidos que se forman alrededor de un artista”, Rainer Maria Rilke, Rodin, Barcelona: Ediciones de Nuevo Arte Thor, p.11.

[8] Meter Sloterdijk, El desprecio de las masas, Valencia: Pre-textos, 2005.

[9] José Promis, La novela chilena del último siglo, Santiago: Editorial la Noria, 1993, pp. 217-221.

[10] Manuel Jofré, “La novela chilena: 1965-1988, en Chile: 1968-1988, Los ensayistas, Georgia Series on Hispanic Thought, 1987 / 1988, N.22-23.

[11] Adolfo Couve, Revista Libros de El Mercurio (24 de octubre de 1993).

 

 

Por Cristian Montes Capó

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