“Las utopías rurales no son literatura de campesinos
sino de ciudadanos, que encuentran en el campo
un motivo de ensoñación”
B. Sarlo
John Wayne se aleja despacio, cansado, hacia la inmensidad del desierto. La cámara nos muestra una habitación de madera – sombría por el contraste con la llamarada de colores que ingresan desde el exterior-, una puerta abierta, un corredor de tablas con decorado rococó y la espalda del héroe que escapa de la felicidad del hogar para adentrarse a la infinidad de sol y arena del far west americano. Andrés Caicedo, escritor colombiano considerado de culto por una novelita de los setentas, dice que el gran valor de Más Corazón que Odio -película dirigida por John Ford y que finaliza con la escena descrita anteriormente- es la capacidad de conjugar de manera tan acertada la diferencia entro lo íntimo y lo rural. Caicedo es preciso al decir que: “Tenemos entonces dos mundos: el doméstico y el rural: colectivo uno, solitario el otro. El mundo doméstico, en su perfecto desarrollo en torno al conocimiento que se va teniendo del mundo rural ya que se va complementando y enriqueciendo por la creciente nostalgia de los personajes (…): se trata de una épica de lo familiar, y si se quiere, de lo íntimo”1.
El film relata el drama de Ethan Edwards (Wayne) un antiguo soldado que enfrenta las adversidades del mundo exterior, un Monumental Valley imponente y trágico y -el infierno propio- para recuperar a su sobrina raptada y rescatar una mínima porción de humanidad en un hogar destruido. Aquí, y de manera inolvidable, se representa a lo rural como lo que está fuera de lo íntimo, fuera de las bisagras de lo seguro, de la tibieza y las sonrisas que existen incluso en las moradas más desgastadas.
La lógica nos diría que el opuesto a lo rural sería lo urbano; esta hipótesis tiene que ver, sin duda, al entender que “urbano” es sinónimo de ciudad y, por el contrario, “rural” es una acepción que redunda en el campo, en lo campesino.
En el caso de Chile -comparable con una gran cantidad de países del sector- durante el último tercio del Siglo XIX y la primera mitad del XX, se produjo un fuerte éxodo del campo hacia las ciudades. El motivo principal de esta migración fue la búsqueda de una mejor realidad económica; las principales fuerzas exportadoras nacionales pasaron de ser productos agrícolas a insumos relacionados con la minería. Además, durante el correr del siglo pasado, se comenzaron a mecanizar faenas agrícolas, se redujo en número de inquilinos, disminuyeron los salarios y existió un reemplazo de los trabajadores permanentes por temporeros. Pese al esfuerzo que se hizo por revertir esta situación, principalmente a través de la Reforma Agraria, las migraciones del campo a la ciudad fueron irreversibles.
Los atractivos económicos y los beneficios han confluido a que este proceso de traslado se haya mantenido e intensificado con el paso de los años. Naturalmente, el aumento masivo de nuevos habitantes a las ciudades ha generado serios problemas de convivencia y de ordenamiento: la falta de viviendas, los bajos salarios, la polución y un largo etcétera que a estas alturas no es necesario mencionar, porque resulta obvio.
Ahora, ¿las raíces y las tradiciones del campo desaparecen al llegar a la ciudad? Pese a que, sin duda, el modelo de vida cambió drásticamente para los nuevos habitantes en varios aspectos, los recién llegados fueron acomodándose de manera azarosa; a medida que aparecían iban asumiendo la distinta realidad. Henri Lefebvre, filósofo marxista, es claro en ese sentido al decir “mientras la realidad urbana con sus instituciones e ideologías, mientras los modos de producción sucesivos, con sus estructuras, nadaron en un medio rural y reposaron en una vasta base agrícola, los hombres de los medios y clases dominantes apenas prestaron atención a los campesinos. Se les prestaba la misma atención que al estómago y al hígado cuando funcionan bien. La vida campesina apareció como una de esas realidades familiares que parecen naturales”2.
Una temática común, en las diversas disciplinas del arte en la última centuria, ha sido la compleja adaptación de sujetos de raigón rural y sus vicisitudes en las grandes ciudades. Zola, Pasolini, Jean Jenet, Rosselini y los italianos del neorrealismo y Luis Buñuel son algunos de los ejemplos que saltan rápidamente a la memoria. En Chile, este tipo de discursos críticos con el sistema y que relatan las injusticias y las deplorables condiciones de vida en las ciudades -distintas en la forma pero similares en el fondo con la realidad actual- han sido una de las expresiones, sobre todo en el campo de la literatura, más explotados y comunes en el último siglo. Los nombres de D´Halmar, Edwards Bello y Orrego Luco destacan en la primera oleada de este gran género denominado Realismo Social. Ya metidos en el siglo pasado, son otros los que se hacen cargo de la tarea de describir el devenir de la vida citadina; los nombres de Carlos Droguett, Manuel Rojas, Alfredo Gómez Morel, Luis Rivano, Alfonso Alcalde, Enrique Araya, Armando Méndez Carrasco y Luis Cornejo, son algunos de los que brillan dentro de un estilo cargado al relato de injusticias, desastres y ruinas.
En la novela Sombras contra el Muro, de Manuel Rojas, se describe de manera clarísima la dicotomía de la cual hablamos: primero relata el origen de los protagonistas y luego la situación de vida de los mismos: “La ciudad ha crecido. Ha llegado gente de allá, de los campos del sur: el mocetón campesino, hijo de inquilino o de peón, y a veces el peón y el inquilino ha aumentado la población.(…) Gran parte vive en barrios construidos al margen de la ciudad y de la llamada civilización; y de los cités y de los conventillos, de las poblaciones que crecen de la noche a la mañana y hasta de las casas que no parece que hubiera necesidad de pensar en el porvenir y de querer ser algo, salen hombres y mujeres que ambicionan o quieren llegar a ser algo. No se trata de grandes deseos, aunque a veces también los hay, sino, en infinito caos, sólo de subsistir comer, habitar en alguna parte, cubrirse procrear”3.
Pese a la categoría y reconocimiento que han alcanzado, tanto a nivel nacional como en el mundo, varios de los escritores anteriormente citados, es en el cine donde -me parece- está la escena que mejor relata la difícil e incómoda relación que se da entre el pasado, el bagaje del campesino, interactuando en las superficies pequeñas, en el escenario frío e impersonal de la ciudad. Las imágenes a las que hago mención están en la denominada escena “velorio del angelito”, presente en la película El Largo viaje de Patricio Kaulen. En el seno de una pobre familia, que vive en una pequeña habitación dentro de un conventillo compartido con otras familias, muere el hijo recién nacido. La tradición campesina, arraigada fuertemente en los mitos católicos, dice que los niños pequeños se van al cielo inmediatamente; se transforman en angelitos. En la única habitación se dispone una especie de altar para adorar al pequeño que está sentado en una sillita de mimbre -ataviado como un ángel: con un minúsculo vestido vueludo , con un gorro de lana y con unas alitas de papel, que impolutas destacan salvajemente con el rostro amoratado del niño- rodeado de velas encendidas e imágenes religiosas. Alrededor del altar las viejas, las necesarias “lloronas”, alternan sus lloriqueos, su moqueo y los suspiros con el murmullo del rosario. El resto del cuadro lo componen los hombres, incluido el padre y el abuelo de la creatura, que parecen esperar que termine la parte sufrida y empiece la fiesta. La guitarra y las voces agudas de las cantoras inician con cuecas lamentosas pero van aumentando su intensidad, mezclándose con el alcohol que ya va haciendo desaparecer las penas. El rito, que se nos mostraba como una fiesta religiosa, como una sufrida y sentida despedida al niño muerto, termina en una orgía borracha, calenturienta, violenta y chocantemente humilde, periférica. La triste ceremonia se desarrolla en un caserón antiguo y destartalado, lleno de cachibaches, con la ropa colgada en el patio común, mientras una mujer mira por la ventana desde su departamento de lujo, esta brutal fiesta que no llegará a entender nunca.
En el libro Borges, un escritor en las orillas, la intelectual argentina Beatriz Sarlo, propone una tesis interesantísima sobre la obra del escritor bonaerense. Sarlo apuesta a que el trabajo de éste es una nave que se mueve por fuertes corrientes literarias tan distintas y antagónicas que es difícil definir al escritor en un solo puerto. Para ella, por un lado, Borges es ya un clásico de la literatura occidental. Ésta parte del mapa borgiano proviene de la vertiente de la gran erudición del autor, que mama la
lectura iniciatica, en lengua inglesa, de El Quijote; su pasión por Chesterton, Kipling, Stevenson y Shakespeare; sus estancias en Europa; La Divina Comedia; su fascinación por Oriente; sus amigos argentinos de avanzada como Xul Solar o Arlt y un profundo etcétera que han creado el mito de la Biblioteca Eterna del escritor. Pero, por otro lado, argumenta Sarlo, existe otro Borges, que es un Jorge Luis que escribe desde su cercanía con la poesía gauchesca; desde su ferviente amistad, heredada del padre, por Macedonio Fernández y una concepción, una añoranza por un mundo que se iba diluyendo en las aguas agitadas, modernas y cosmopolitas de su Buenos Aires. Beatriz Sarlo dice: “La casa de su infancia, metida en esta escenografía de un criollismo bastante previsible, encerraba una biblioteca de libros ingleses, en la que Borges leyó por primera vez las Mil y una noches, Stevenson, Wells, y, por supuesto, el Quijote en una versión inglesa que, por mucho tiempo, le pareció superior a su original. (…) Al mismo tiempo, burlando la vigilancia materna, Borges leía el Martín Fierro, poema considerado por su familia como una bravuconada literaria digna del federal que había sido Hernández. El pliegue produce dos espacios: alto y bajo, letrado y popular, y Borges va a trabajar sobre ellos.”4.
Nuestro MedioRural pretende avanzar creando un discurso que se mueve por y desde las orillas. No nos interesa plantear un redescubrimiento de lo pasado como si fuera una figura folclórica, con un olor a pachulí chauvinista y simplón. Ni tampoco pretendemos definir a lo urbano como un escenario digno de los laberintos de Kafka, habitados sólo por las fieras, los políticos y los burócratas. Nuestra propuesta, humilde, se justifica en la búsqueda de los relieves e imperfecciones presentes en las orillas; pretende contar historias que transiten en ese limbo de la realidad: donde no podemos dejar de ser lo que fuimos -ese espacio solitario que descubre Caicedo- pero donde tampoco podemos deshacernos del todo de nuestras aspiraciones vergonzosas, mundanas, ambiciosas y urbanamente educadas.
El epitafio de esta bienvenida, del cartel que salta a la vista al abrir nuestra publicación, no podría ser de otro que de Pablo de Rokha, ese totem inabarcable, el buey verborreico, poseedor en sí de un “contra sentido absoluto”5; por un lado, la voz más arcaica y, por el otro, campeón erudito y capataz crítico de un mundo que se movía demasiado lejos de su tierra de piedra.
Como todo de Rokha, este canto, no puede ser a medias tintas:
“El mundo no lo entiendo, soy yo mismo
las montañas, el mar, la agricultura,
pues mi intuición procrea un magnetismo
entre el paisaje y la literatura.
Los anchos ríos hondos en mi abismo,
al arrastrar pedazos de locura,
van por adentro del metabolismo,
como el veneno por la mordedura.
Relincha un potro en mi vocabulario,
y antiguas norias dan un son agrario,
como un novillo, a la imagen tallada.
Un gran lagar nacional hierve adentro,
y cuando busco lo inmenso lo encuentro
en la voz popular de tu mirada”6.
1 Andrés Caicedo, Ojo al Cine, 2009.
2 Henri Lefebre, De lo Rural a lo Urbano, 1978.1 Andrés Caicedo, Ojo al Cine, 2009.
3 Manuel Rojas, Sombras contra el muro, 1973.
4 Beatriz Sarlo. Borges, un escritor en las orillas, 1995.
5 Pablo de Rokha. Escritura de Raimundo Contreras, 2008.