Destacados, Portada, Reportajes — 26 septiembre, 2019 at 1:46 pm

Curepto es mi concepto

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(tópicos y perspectivas de la ficción territorial)

Por Mario Verdugo

Fidel Sepúlveda, el autor que homenajeamos aquí con ese verso suyo que suena a fallido eslogan de Sernatur o a delirio hiphopero, dirigió el Instituto de Estética de la Universidad Católica y se impuso la tarea nada modesta de fundar un nuevo paradigma para el estudio del arte. La sofisticación de su trabajo epistemológico no parece coincidir con la insidia de quienes despectivamente lo tildaban de huaso, a menos que se adorne el adjetivo con algún prefijo esnobista: un post-huaso, un huaso-trans o un neuro-huaso. El poema en cuestión se publicó en un libro titulado Geografías, de 1974, y en él se sintetizan algunas de las experiencias más comunes en relación con el territorio. Dice Sepúlveda: “De Curepto, / mire amigo, / yo no acepto / que diga bellaquerías. (…)¿Que ahora está arruinado? / ¡Por honrado! / ¿Que lo han envejecido? / ¡Los años y lo sufrido! (…) Y por eso / yo no acepto / a ningún inepto / que diga bellaquerías / de Curepto. / Perdone lo que le digo, / amigo, / pero ese es mi concepto / de Curepto”.

No vale por ahora detenerse a desmenuzar las implicancias de esto que aparenta ser un objeto paraliterario o una tomadura de pelo, situada en lo que tal vez sea un caso ejemplar de pueblo abandonado, amén de terremoteado y escarnecido -no hace tanto- por el montaje performático de un hospital falso. Preferible que los versos de Sepúlveda, su temple reivindicativo, su probable ironía, funcionen como entrada a una historia no exhaustiva de la ficción territorial en Chile. El interés sería recorrer cuatro visiones dominantes, cuatro tópicos o topógenos, cuatro modelos de espacialización dentro del proceso en que las regiones, provincias o periferias han ido construyéndose y reconstruyéndose discursivamente. Más o menos a la usanza de Wolfgang Iser, el término ‘ficción’ adquiere aquí un sentido que va más allá de su empleo restringido en narrativa, actuando entonces como una matriz para generar significados y para abrirse al conocimiento de mundos imprevisibles y heterogéneos. Cero intenciones, por supuesto, de caer en una caza de brujas antirregionales o en la enumeración de un recetario geopolítico.

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1. Criollismo

En el topógeno criollista, durante la primera mitad del siglo veinte, la periferia aparece como un espacio que se exhibe, que se expande y del que se extraen insumos de toda especie. La patria chica de Gabriela Mistral y el rincón de Mariano Latorre se representan en tanto resúmenes de la chilenidad, partes quintaesenciadas del país, es decir, son espacios vistos como mónadas: se les reconoce, como diría Alain Roger, la capacidad de concentrar lo máximo en lo mínimo. Por ello y nada más que por ello estas partes se hacen dignas de exhibición: por una condición heterónoma o tributaria, de acuerdo con un imperativo que enajena su identidad. Ninguna aldea, ningún potrero, pampa o selva, ningún guanaco y ninguna bandurria valen por sí mismos, sino en la medida en que aportan un botín de imágenes para la celebración identitaria de Chile.

Además de una exhibición de mónadas territoriales, el criollismo propende a una ampliación sintagmática. Para decirlo de otra forma, el criollismo es un dilatado catastro que procura recoger informaciones valiosas en los extremos del territorio, ampliando con ello el ecúmeno, el mundo que la cultura ocupa y visibiliza por esos años. La expansión reproduce aquel tropo de la “tierra virgen”, típico del discurso colonial y pesquisable desde el corpus de los conquistadores castellanos hasta las bazofias etnocéntricas de Hollywood. Las regiones, con arreglo a dicho tropo, están pidiendo a gritos que unos agentes externos las ocupen, las cultiven, las penetren y las fecunden. En los extramuros de la metrópoli habría una despensa literaria: una página en blanco o un libro abierto, como afirmase a la sazón el crítico Armando Donoso. Mientras el primer término (“Chile”), acapara toda la inteligencia, el poder y la actividad, el otro (“la provincia”) debe contentarse con ceder sus tesoros a cambio de una suerte de desfloramiento cultural.

Los vínculos entre el país y su periferia, como puede entreverse, involucran la participación de un tercer actor, que goza del privilegio de nombrar, mapear y organizar. Este actor es el centro, el núcleo vital del Estado. Desde allí se enfocan los territorios mostrados e incorporados y es allí donde se acopian los recursos extraídos. Tal perspectiva no admite disensos, con la salvedad, acaso, de los reclamos de Ernesto Montenegro contra ese turismo narrativo, esa rueda de mirones que se aprovecha de la periferia para entregarla al consumo de los lectores urbanitas. Montenegro, no obstante, pondera en contrapartida a quien es de seguro el más escoptofágico, el más intruso de los criollistas o precriollistas, nuestro Peeping Tom Federico Gana, cuyos Días de campo se encuentran enteramente modelados por la mirada supervisora del “patroncito”, a un nivel –diríamos– casi panóptico. La figura encargada de la extracción corresponde en cualquier caso a lo que llamaríamos un baqueano literario: un guía por los caminos del hinterland. En conjunto estos baqueanos componen una avanzadilla de expertos que trepan, que bajan o que se internan por el territorio con un alto sentido patriótico, y que luego elaboran esas materias primas en sus novelas o poemas. Son en general  era esperable – hombres de la ciudad, oriundos o afincados en Santiago, y el destinatario de sus reportes es igualmente un público metropolitano. Quien se apersona en la periferia, como escritor o como personaje, lo hace con una limitación temporal y sin el deseo de establecerse. Es alguien que solo está ahí por un tiempo y que llega movido por una expectativa de usufructo.

Al respecto se diría que el criollismo comporta también el despliegue de toda una geo-erótica, puesto que, bajo su férula, las relaciones amorosas y sexuales, el atractivo y la potencia, se determinan según el espacio en el que se reside o se quiere residir. Así se aprecia por ejemplo en la novela Ully, donde un pintor de Santiago se instala por un rato en el sur para inspirarse en el bosque virgen – recolectando bocetos para una posterior exposición en la gran urbe-, y que de paso se relame con la virginidad de una lugareña a la que no tarda en abandonar. Algo semejante ocurre con los cuentos de Hernán Jaramillo, donde un santiaguino protomillennial llega a Pelluhue buscando recobrar sus energías decrecientes. Luego de libar su medicina durante algunos meses, nada menos que la leche que brota “espontánea y dadivosa” desde el pecho de una nativa, el santiaguino se despide con “académica oratoria” y vuelve revitalizado a su tertulia de la capital, en tanto que Clarisa -la pelluhuana de pechos esquilmados- se deshace de sus carnes, enflaquece y muere. Podrá replicarse que se trata de un episodio ridículo, un alarde kitsch, pero lo cierto es que el mismo esquema se reitera ad nauseam en el medio siglo de auge criollista. La relación entre las partes y el todo, entre las regiones y el país, adquiere las características de un contrato leonino, inclusive por boca de quienes serían los próceres de aquella generación: Latorre despotricando contra la barbarie de Zurzulita o Fernando Santiván sugiriendo que a los niños del Llaima debía educárselos como a deficientes mentales, antes de reconvertirlos, claro está, en aras de la promisoria economía nacional.

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2. Larismo

El topógeno lárico se define por una simultánea maniobra de deslocalización y relocalización. Desde 1950, proliferan los discursos que ponen en tela de juicio el valor nacional, monádico, atribuido a la periferia del territorio. No costará mucho ningunear a Latorre y a lo que se comienza a considerar un agotador desfile de yuntas de bueyes. En sus metatextos, Teillier desecha el sello descriptivo que había orientado la relación con el referente en el segmento previo, sustituyéndolo por un retratamiento de las materias locales en función de su verdad oculta, secreta, universal, trascendente, metafísica, profunda. Al paisaje – se dice – hay que verlo más allá de las apariencias, o como un signo que esconde otra realidad. Al territorio se accede ya no de manera directa sino por medio de una convención. En lugar de pueblos vistos y transcritos, se hablará de pueblos leídos y prescritos o reescritos.

En cuanto a la identidad de los enunciadores láricos, lo más importante es la postulación de una lateralidad o de una marginalidad que contrasta con el centralismo de los baqueanos criollistas. Este cambio tampoco se halla libre de sospechas, y así lo pondrán de manifiesto quienes ven a la buena nueva   como un producto de la estadía en la metrópoli y no como como la posición que el poeta intenta estipular, o sea, ni arriba ni en el centro, sino al lado de (los objetos referidos) y al margen de (la sociedad moderna y capitalina).

Aunque la axiología lárica no es estable, puede decirse que aquí la provincia asciende sin que le haga falta modernizarse. Reivindicar un espacio renuente a su dinamización, ese tan manido “orden inmemorial de las aldeas”, desde luego que conlleva un riesgo político. A Teillier se le reprocha su afán por reforzar el estancamiento en tiempos libertarios. La contradicción se resuelve mediante un bucle o un “hipérbaton histórico” – dicho al modo del oriolano Mijaíl Bajtín – que ubica en un mismo territorio tanto al pasado remoto como al futuro deseable. Sabemos, sin embargo, que sujetos como Enrique Lihn nunca se terminarían de tragar este sermón, y que no son pocos los que aún repelen al lar como una poética repetitiva y hasta majadera. Según recuerda Luis Oyarzún, algún crítico de la época retomaría la célebre frase de González Martínez para recomendarle a Teillier que le torciera el cuello al ganso, en irónica alusión a esas “jocundas aves que croan más de una vez en sus versos”.

Con evidentes diferencias, la obra de Teillier, la de Efraín Barquero y la de Rolando Cárdenas comparten, por un lado, un vaivén entre diversos grados de referencialidad y, por el otro, la exposición de un horizonte que excede a la nación. En el larismo disminuyen las nomenclaturas endémicas, las loicas y los peumos antaño mimados por los héroes del criollismo, aunque las remisiones a toponimias concretas siguen constituyendo un punto crucial, de forma que el pueblo fantasma o el país de nunca jamás se relocalizan en espacios ejemplares como Lautaro, La Frontera o Magallanes.

3. Regionalismo

Sugerimos aquí como fecha de arranque a 1973, cuando las botas militares -a decir de René Jara- han hecho que la modernidad empantane ya definitivamente las aguas de Lautaro. Es una fecha, vale aclararlo, que marca no tanto un comienzo absoluto como una considerable intensificación. De lo que llamaremos regionalismo hay antecedentes al menos desde 1908, año en que Carlos Soto Ayala edita su Literatura coquimbana, el parnaso regional más antiguo del que se guarden registros. ¿Cuáles son los rasgos del tercer topógeno? El empleo de paratextos que en vez de nacionalizar materiales diversos -como sería usual a inicios de siglo- se empeñan ahora en “nortinizarlos” o “ensurecerlos”; el sello ponderativo, la exaltación de una comunidad subnacional con ayuda de la literatura allí localizable; el aumento de las enunciaciones proferidas desde las regiones, o sea, un nuevo cambio deíctico; y, por último, la relación histórica con el proyecto regionalizador impuesto por la dictadura pinochetista.

El engendro prototípico de este período es el parnaso regional, que podría ser descrito como un catálogo a menudo voluminoso, generalmente una antología o un diccionario, en el que se celebra el territorio propio valiéndose de los poetas y narradores que en esa región han nacido, o de los que allí se han avecindado, o de los que sobre ese lugar han escrito o garrapateado. Los parnasos a veces rayan en la magnificación, como lo demuestran los 320 autores que Matías Rafide une a la literatura del Maule, o los quinientos que Matías Cardal integra a la del Biobío, o la cifra similar de reseñas que Ernesto Livacic agrega a su Historia de la literatura de Magallanes. Si un excelentísimo poeta escribió que de la virginidad prolongada a la prostitución hay apenas unos pasos, el regionalismo parece oscilar en cosa de segundos entre la radical pérdida de autoestima y el pseudotriunfo o el autobombo, entre el fracaso humillante y las fantasías de un narcisismo de las pequeñas diferencias.

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Sea a través de mamotretos o breves notas de prensa, los regionalistas fluctúan entre la percepción quejumbrosa o enfurruñada de su desmedro frente a la hegemonía del centro, y la ostentación hiperbólica de los méritos literarios (temáticos o biográficos) de cada zona. El orgullo por nuestros paisajes, nuestros libros o nuestros poetas, desemboca casi siempre en un gesto de canonización compensatoria, que permite a los productores de mamarrachos líricos   el solo mérito de su oriundez o su afincamiento— figurar en compañía de premios nacionales o de premios Nobel. Quienes quedan marginados de las bellas letras chilenas, rentan así del consuelo de ser aplaudidos como poetas iquiqueños, chillanejos o temuquenses.

El operador regionalista se presenta como alguien de ahí, y que permanece ahí al momento de pergeñar su respectivo parnaso, no habiendo salido aún del entorno inmediato (como lo hiciera el migrante lárico), ni habiendo vuelto ya enriquecido a la metrópoli (como estilaran los baqueanos). A contrapelo de este arraigo que se dice voluntario, el regionalismo sigue muchas veces las directrices del rediseño castrense, que concibe a la región como un modo de pertenencia alternativo, en vistas del peligro supremo que revestirían las juntas de vecinos y otros focos de contagio marxista. Es el centro el que decide combatir la concentración de oportunidades en Santiago (tenido de costumbre como un falso El Dorado), puesto que tal concentración termina frustrando a las provincias y haciéndolas presas fáciles de la anarquía, de la lucha de clases y de la subversión que suelen tentar también a los rosendos que se desplazan hacia los márgenes urbanos. El topógeno regionalista, como lo insinúa un muy bizarro florilegio de la dupla Montes & Orlandi, se acoplaría entonces al deseo militar de generar identidad cultural entre conregionales.

4. Provincianismo

La cuarta visión que reseñamos es, ahora sí, propiamente un tópico, “un material preformado que se mantiene en la tradición, pero cuyos orígenes son ignotos” (es la definición precisa de María Isabel López Martínez). El tópico de la provincia se funda en un modelo al que podemos designar geoestatus, a saber, la hipervaloración del centro y la minusvaloración de la periferia en un contexto subnacional. Su efecto de Perogrullo es la verticalización valorativa del par centro-periferia, de manera que el primer término queda instalado también “arriba”. Por de pronto, la capital aparece como el único lugar deseable, el único lugar de llegada, el único horizonte de realización individual y colectiva. Si lo consideramos como una réplica a escala de los imperialismos modernos, veremos que este esquema se reitera inclusive entre quienes se mueren de rabia o de pena por los abusos que comete el Primer Mundo. Es como si lloriqueáramos por las palizas que nos da el matón del colegio y enseguida llegáramos a nuestra casa a flagelar al hermano chico. No estaría de más preguntarse qué pasaría si la mitad de las monstruosidades o bellaquerías que hasta hoy se predican sobre los sujetos de provincias se dijeran también a propósito de un negro, un judío, un mapuche o una mujer. Lo provinciano es todavía una otredad condenable con total impunidad, una otredad demasiado ligera, por ejemplo, para los paladines postcoloniales o para las conciencias espabiladas que promueven las leyes antidiscriminación.

El tópico completo o algunas de sus estabilidades campean en Martín Rivas, en las crónicas de Jotabeche, en las comedias de Barros Grez, en las novelas de González Vera, Daniel Belmar, Adolfo Couve o Gonzalo Contreras, pero además en otras literaturas (partiendo por Madame Bovary y cierta porción de la narrativa francesa decimonónica) y en otras latitudes y en otras hechuras semióticas (desde Fellini a Borat, desde Dogville a Smalville o Pleasantville o Springfield). La condena no nace acá de un factor sexogenérico, etnorracial o socioclasista, sino de la capacidad impregnadora de un espacio tan nocivo que acaba lisiando a sus habitantes. El geoestatus es un ejercicio de petulancia cultural y una práctica clasificatoria basada específicamente en el territorio.

Son seis estabilidades, a lo menos seis pilares narratológicos los que integran el tópico provinciano. Ninguno de estos pilares podría existir si no existe el geoestatus. 1) Minusvalías: Como se supone que la provincia es un espacio que no cambia o que no se moderniza, prosperan las patologías de la movilidad (cojera, parálisis), del hábito (alcoholismo, tedio, rutina) y de la visión (miopía y ceguera, o aquella mirada corta que, de acuerdo con Martí, era típica del aldeano convencido de que en su terruño se encontraba el eje del universo). 2) Sedentarismos: La obstinación del provinciano en “quedarse”, redunda en una experiencia mitigada o espuria de la modernidad. 3) Huidas: El provinciano quiere y debe irse, su relación con el espacio-tiempo prestigioso es también una modernidad vicarial, manifestada como un permanente deseo de centro que en ocasiones desemboca en una laboriosa resocialización (léase Martín Rivas siendo reevaluado a ojos de los Encina). 4) Retrasos: Los vecinos de la provincia exhiben su aspecto degradado como un espectáculo cómico y demodé; el “ser” provinciano se revela en el “parecer” y a la primera ojeada. 5) Topofobias: Visitar la provincia es un constante padecer, narrarla equivale a un continuo devaluar; los pueblos de Chile asquean, enferman y contaminan a los forasteros. 6) Esterilidades: Las uniones endogámicas no pueden sino engendrar más minusválidos; el capital erótico se distribuye entre dominatrices, inseminadores y sementales metropolitanos; aldeanas desechables y pueblerinos sexualmente indigentes.

Lo que no se mueve, se corrompe. Descrito mil veces no como un remanso sino como una charca, una noria insalubre donde se pudren los proyectos, un espacio sin posibilidades de elección o transformación, un comodín de vida detenida cuya única función es servir de trasfondo para el dinamismo de afuera, la provincia parece ser, pese a todo, el bodrio que un Chile tragón de territorios ha ido arrojando desde hace más de un siglo y medio en sus producciones literarias.

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5. Prespectivas

A Clifford Geertz podemos rapiñarle dos imágenes que confirman de manera aparatosa el carácter cambiante de los ordenamientos espaciales. En la primera, el rey Hayam Wuruk sale de la capital de Java presidiendo un desfile por doscientas localidades dispersas entre más de veinticinco mil kilómetros cuadrados. Este desfile avanza por senderos que apenas soportan el paso de medio millar de carretas y un muy efectista elenco de monos, elefantes y camellos. A la caravana la escoltan multitudes de aldeanos perplejos que rivalizan en el monto de sus tributos. En la segunda imagen, la nomadía capitalina se convierte en una condición perenne. A fines del siglo XIX, la corte de Mulay Hasán de Marruecos es más bien un campamento que dura apenas unos días o unos meses antes de instalarse en otra región. Las expediciones por todos los rincones del país, sin que llegue a establecerse nunca una metrópoli fija, son vistas como un signo del vigor y de la divinidad del monarca, a tal punto que sus ministros deciden proseguir con la marcha incluso cuando Hasán es ya un cadáver hediondo, risiblemente escondido dentro de una tienda en la que todavía se depositan regalos y manjares.

Con una serie de modelos espaciales hemos querido mostrar lo que por estos lados constituye la lógica de visualización hegemónica: maneras de ver y de representar que a veces influyen en la percepción y el uso social del territorio empírico. Se habrán notado, por una parte, las consecuencias nada enaltecedoras que estas imágenes tienen de vez en cuando para las provincias, así como las tensiones internas que el proceso exhibe. Lo que queda momentáneamente afuera es inmensurable —Cristo de Elqui, Lugar sin límites, tierra del Valle Central que Juan Luis Martínez atesora en una bolsita, etc., etc.—, pero para finalizar convendría más referirse a ciertos incidentes que plantean opciones, cartografías críticas, otras estructuras del sentir.

Ante el tópico y su pretensión de calco, de verdad indiscutible y fatal (es decir, escribimos sobre pueblos de mierda porque esos pueblos de mierda efectivamente existen), una solución es la metaficción y la parodia. Así lo muestran las obras de Marcelo Mellado y Andrés Gallardo, donde la condena se dirige ya no al espacio per se, sino al discurso que lo construye o lo tematiza, ya no a Curepto (en nuestro caso) sino al concepto que tenemos de Curepto. Lo significativo es que estas narrativas se mantienen dentro de la misma trama textual, pero retorciéndola. Ocupan los viejos nombres (paleonomios los llamaba Derrida), pero reubicándolos en un rango diferente. Lo de ellos sigue siendo provincia, pero una nueva provincia, que es el título de una gran novela de Gallardo. Sería casi una inversión o una dignificación del insulto, como ha ocurrido en un ámbito distinto con el término marica o queer.

Si a la provincia se la desprecia por su falta de movimiento, por esa condición de agua estancada y viciosa, otra reacción posible es mostrar que la inmovilidad no es necesariamente un disvalor. El movimiento constante, el criterio ascensional -como en su hora expresara el argentino Rodolfo Kusch- no es más que un deporte mesiánico de la modernidad urbana, indiferente para quienes buscan no tanto desarrollarse como domiciliarse, no tanto “ser alguien” como “estar siendo” o “estar no más”, vivencia apreciable, sin ir más lejos, en los libros de Carlos León. Por lo demás, si hablamos de estancamiento, difícil que haya algo más estancado que el mismo tópico de la provincia, con sus situaciones estándar y sus personajes sinónimos, por décadas y décadas, hasta el hartazgo.

El desprecio del espacio regional como localización epistémica, aquel estereotipo que habla de una escritura ingenua y pasada de moda, se contradice efectivamente mediante la formación de contracampos o subcampos literarios, lo que sucediese en los sesenta con grupos provincianos como Trilce y Arúspice. Y al establecimiento de un mapeo único, donde a las regiones solo les cabe rendir tributos económicos y simbólicos a la nación o a su capital, puede contestarse con recorridos a la deriva, aleatorios, alternativos a ese atlas nacional que siempre se construye de norte a sur (país de rincones y loca geografía) o teniendo al centro como foco o como meta. Habría por cierto otros mapas ficcionales, mapas menos represivos, como el que late en la rokhiana Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile, y también otras direccionalidades, silenciadas por la imposición vertical nacionalista, como aquella que se afirmara en sentido oriente-poniente, cuando el Maule era un río navegable y era también la base de una geocultura, mucho menos comunicada con Santiago que con Argentina —a través de las sendas transcordilleranas— y con Perú, Ecuador y hasta California —a bordo de los faluchos que salían del puerto de Constitución.

Pero burlarse no está mal, como lo hacen los poetas de San Antonio en los relatos de Mellado o los separatistas de Coelemu en Gallardo. Dicen que el propio Fidel Sepúlveda, cuando le querían sacar fotos en Santiago, es decir, cuando le querían disparar, cuando lo querían fijar, cuando lo querían capturar, posaba siempre muerto pero muerto de la risa. Todo vale, en suma, con tal de escapar a la inmovilización perversa que se atribuye a nuestros pueblos abandonados.

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