Entrevistas — 16 septiembre, 2020 at 5:14 pm

CRISTÓBAL GAETE, DIRECTOR DE LA PALABRA QUEBARADA: “NOS ESTAMOS HACIENDO RESPONSABLES DE UNA TRADICIÓN DISTINTA DE LA PRENSA”

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Por Jonnhatan Opazo

 


La primera vez que conversé con Cristóbal Gaete fue el año 2015 vía correo electrónico. En ese momento lo entrevisté a propósito del relanzamiento de Valpore, novela rarísima dentro de la constelación de la narrativa local. Un texto —pienso ahora— que difícilmente podría haberse escrito en el centro de La Literatura Chilena, cuyo canon se dirime en los cafés de Providencia o Lastarria, a espaldas de la barbarie que se tomó Chile después del 18 de octubre.

De aquella conversación tiesa[1] (“se nota mucha cuando la entrevista te la hacen por correo”, me dice Cristóbal mientras busco la grabadora), me quedo esta perla que podría emocionar al vilipendiado gremio de reseñistas de Internet: “Yo no creo que haya algo más hermoso sucediendo que una persona destinando parte de su tiempo en comentar un libro ajeno para subirlo a la web sin que le paguen. Es un acto de amor a la literatura, es alguien escribiéndole una carta de respuesta a un autor, es la raja, incluso si el comentario no es positivo”.

Afectos aparte, el 2018, Gaete y un equipo conformado por Cynthia Rimsky, Priscilla Cajales, Hugo Herrera, Matías Ávalos, Raúl Goycoolea y Harol Bustos[2] aparecen en los kioscos con un suplemento literario llamado Grado Cero, refundado este año como La palabra quebrada. Lo mejor: el suplemento acompaña al periódico El Ciudadano, cuesta mil pesos y está en casi todos los kioscos de este pasillo del infierno llamado Chile.

En esas páginas de papel diario, el equipo critica libros, ensaya ideas, revisita obras olvidadas –Perdidos leyendo traducciones es el nombre de la columna mensual que Cristóbal Gaete escribe para el suple— y, por sobre todo, muta y se adapta a una realidad que, para decirlo con Montalbetti, se ha vuelto puro significante que se resiste tozudamente a la interpretación[3].

Con esa excusa y en medio de la pandemia, lo videollamé (sic)  para conversar sobre el trabajo detrás de La palabra quebrada, su formación como periodista y las derivas por las ferias libres de Avenida Argentina y Calle Paraguay, vitrinas-otras para el que se resiste al mesón de novedades de las editoriales multinacionales en librerías que parecen boutiques.

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Foto Raúl Goycoolea

 

¿Cómo surge la idea de armar un suplemento literario?

Bueno, el nombre Grado Cero estuvo varios años en El Ciudadano, de los cuales yo hice un suplemento durante 4 meses el 2011 y después comenté libros un par de años. En adelante me desconecté de la idea y esta fue recuperada el año 2018 a través de un Fondo del Libro. Hasta el 2019 se hizo como Grado Cero, pero al empezar el 2020 decidimos cambiar el nombre. Quisimos refundarnos con quienes hacíamos el suplemento más que representar una idea.

Lo otro a lo que le dimos énfasis fue a tener una redacción a la antigua. Vernos la cara. Tener reuniones y evaluar el suplemento en grupo. En el fondo, era hacer un suplemento desde Valparaíso. Yo no quería hacer un medio que fuera virtual. Porque entiendo que los medios hoy son muy virtuales y yo soy muy romántico, por algo hacemos el suplemento en papel en estos tiempos, que no son tan distintos a los tiempos de antes de la pandemia. Ya para mucha gente era extraño que alguien quisiera hacer un suplemento en papel y que la web fuera, si existía, secundaria.

 

¿Cómo fue que integraron a Cynthia Rimsky como colaboradora permanente?

Nos conocimos el 2018. Le pasé algunos números del suplemento y le gustó lo que estábamos haciendo. Cosa que no es tan común, porque la gente puede recibir un regalo, un impreso, en papel diario, cuando hoy muchas de las revistas culturales son en papel couché y cosas así. Ella se interesó y pasado cierto tiempo me dijo que quería escribir en el suplemento. Para mí fue bacán la idea de que ella quisiera escribir para nosotros. Es distinto a que tú invites a alguien.

Solo con Cynthia hacemos la excepción de que no esté en Valparaíso porque es una autora que admiramos. Nuestra forma de ver la prosa está muy influenciada por su escritura. En mi caso, por ejemplo, yo la leía en La Nación en los años 2000, cuando escribía las columnas de Poste restante. Entonces es como un destino.

Ahora, quiero decir esto: en general las escritoras son muy accesibles. Tengo la impresión de que no necesariamente es así, desgraciadamente, en los escritores. Entonces no me sorprende tener a Cynthia ahí.

Por otro lado, su entrada fue una señal de que había que refundar el suplemento y buscar nuevas formas de pensar las reseñas, los contenidos, los fragmentos. Me interesa un suplemento que sea dinámico porque la realidad es dinámica. Desde octubre en adelante la realidad se dinamizó. Antes como que vivíamos en el Día de la marmota. La idea es que esté vivo y no que sean cajas en las que vas colocando “la realidad”.

 

A propósito de tu relación con La Nación, con los diarios, con la “cultura del quiosco”, en varios textos de Perdidos leyendo traducciones hablas de esos libros que llegan a esos espacios más asequibles. Lo mismo con los periódicos.

Por suerte estamos en una cultura literaria que no siempre ha sido de élite, que es más transversal. En mi casa, como en las casas de muchos escritores chilenos, no había tantos libros, pero sí había una cultura de comprar el diario. Entonces, cuando llegué a estudiar a la U me encontré con profesores que había leído, ¿cachai? Ponte tú, los primeros autores que yo leí, viviendo en La Cruz, que es una comuna de la provincia de Quillota, fueron los de la Zona de Contacto, por ejemplo, que a veces hacían especiales decentes. Por ejemplo, así conocí la obra de Pablo Palacios, un autor ecuatoriano delirante. Estaba leyendo todo el tiempo y de repente aparecía una pista, que en el fondo es lo que creo que hace la prensa literaria.

De vez en cuando la Revista de libros, cuando era revista y no un pedacito del Artes y Letras, también traía contenidos buenos. Recuerdo un especial de autores secretos latinoamericanos, que debe haber sido publicado el 2000 o el 2005, ponte tú. Y ahí conocí a César Aira o Mario Bellatín. En La Cruz no iba a preguntarle a un vecino quién era Jack Kerouac, por ejemplo. Esas pistas aparecían ahí, en los diarios.

Una vez, tomé en un taller con Alfonso Calderón y él contaba que se levantaba temprano a comprar el diario para leer a Edwards Bello. Para mí el papel de diario no es menos que otro papel. He ido cambiándome de casa por años arrastrando un archivo propio.

 

¿Un archivo de diarios?

Claro, no tan extenso, pero sí he ido guardando algunas cosas que me gustan porque me recuerdan por qué yo quise entrar al mundo de la prensa. Por qué quise ser periodista. Entonces para mí la prensa es algo que me llena caleta. Cuando llegan los suplementos ya impresos es una emoción.

Sé que hay quienes piensan que el diario ya no vale nada, que los suplementos culturales no tienen mucho que decirnos, pero es porque han cambiado mucho y uno tiene que defender ese lugar. Porque en el fondo, ¿por qué no voy a poder escribir como quiero? Cuando he investigado los diarios donde escribía Carlos Pezoa Véliz o Sarmiento, ellos tenían mucha libertad en su escritura y yo creo que es un lugar donde uno puede hacer muchas cosas. Por otro lado, no tiene la responsabilidad de libro, que es un producto súper estreñido y aséptico. Si tu libro tiene erratas, no lo van a leer.

Entonces, esa libertad es fundamental para mí. Cuando yo reviso la prensa de Pezoa Véliz, revistas como La comedia humana o Suceso, me doy cuenta que tenían un montón de libertad para escribir. Frente a esa seguridad, pienso: bien, no estoy tomándole el pulso a cómo se escribe en la prensa de mi tiempo. Nos estamos haciendo responsables de una tradición distinta de la prensa.

 

Tú además trabajaste una colección con la editorial Garceta donde compilas textos de autores como Darío, Sarmiento y Pezoa Véliz en la prensa porteña. Cuéntame un poco sobre ese trabajo.

Cuando me empecé a meter con Pezoa Véliz, me di cuenta que era injusto ir a buscar a un solo autor. La colección surgió para ordenar algunos textos publicados por Pezoa Véliz, Rosario Orrego, de Sarmiento y de Rubén Darío en diarios o en impresos de Valparaíso o en impresos. Hay algunos que tienen un aporte más limitado, como el de Darío, porque eso se puede ver en la obra de Silva Castro. Hay otros que tienen otros méritos. Por ejemplo, en lo de Rosario Orrego incluí los textos de las hijas y los textos firmados por la redacción, que no habían aparecido en antologías anteriores. Ahí uno siempre puede encontrar cosas.

Además tengo un rollo con el presente. Por ejemplo, mi consumo de libros es súper episódico. Soy de ir a buscar libros usados a la Avenida Argentina. Antes de que decretaran la cuarentena acá, fui hartas veces a buscar libros. Porque siempre en tiempos de crisis aparecen los libros en la calle porque alguien necesita sobrevivir con eso.

 

Acá en Chile se estila mucho la escritura en prensa. Autores que van dejando un archivo disperso, una escritura en tránsito, que muchas veces suele funcionar como una suerte de autobiografía fragmentaria, por ejemplo. Ahí entra la figura del editor, que propone un criterio para aunar ese conjunto de textos. ¿Cómo te enfrentaste a ese criterio?

Me interesaba mostrar que en la prensa no te ibas a encontrar a un Pezoa Véliz o a Sarmiento escribiendo crónicas tradicionales. Respecto a lo que dices, creo que no todos los escritores son cronistas. Hay textos que están mucho más ligados a la columna de opinión, que siempre es contextual o necesita del contexto. Entonces son géneros distintos, con exigencias distintas. La crónica es un árbol sencillo, por decirlo de alguna forma.

Ahora, a mí estos cronistas me interesaron porque me hicieron ver que la prensa era mucho más libre que la de la época que a mí me tocó vivir. Más que elegirlo a ellos, es rescatar el contexto histórico donde escribieron.

 

A propósito de esa libertad de escritura, quiero parafrasear algo que dijo Lorena Amaro en la conversación que tuvo con Hugo Herrera hace poco: a pesar de que el panorama editorial se ha diversificado, no ha pasado lo mismo con las escrituras. Creo que eso se vincula a lo que me dices sobre esta “libertad”, o riesgo, al momento de abordar un texto, sea para prensa o para un libro.

Yo creo que llegó un punto en que interesa mucho que los libros estén bien escritos. En el mundo escritural de los libros, si están vivos, creo que ese escribir bien no es tan prioritario. Será por la unificación que hacen las escuelas de literatura creativa o el miedo de los autores. Pero efectivamente la edición independiente es una promesa hacia la literatura que no se ha cumplido. Pienso en La filial de Matías Celedón o Leñador de Mike Wilson, pero aparte de eso no hay mucho más. Entonces tengo la impresión de que no se buscan formas nuevas.

Y creo que un escritor tiene que arriesgar algo. Ese riesgo te puede colocar en el lugar más ridículo o bien lograr algo interesante. Entonces no puedo entender que un autor haga un libro en una editorial independiente y quiera escribir… como escriben todos.

 

Perdidos leyendo traducciones tiene un poco que ver con eso, ¿no? Un espacio personal para proponer un mapa de escrituras que te interesan. Un poco retomando esa idea de Piglia de la crítica como autobiografía.

En realidad, yo tengo efectivamente un rollo: no puedo leer traducciones. El nombre parece un chiste, pero no lo es tanto. Por otro lado, es mi relación con el lenguaje. Volviendo a la referencia que hacía de Palacios, a mí me gusta la torsión del lenguaje hecha en Sudamérica y también la literatura llena de polvo que me da la Avenida Argentina o la calle Uruguay en Valparaíso. Entonces, una sección así me permitía acércame a cosas que no estuvieran necesariamente en el presente y me conectaran afectivamente con cosas que leí.

Después me siento con esa idea básica, me pongo a escarbar y la lectura va entregando sus propias cosas. Me interesa además que no sea una página programática. Si bien he leído a Piglia y he leído libros de columnas de autores argentinos como Forn, yo no soy programático. Intento ir conectándome con algo y, por lo menos unos días al mes, escribir algo que yo quiera mucho escribir, pero que no sabía que quería escribir. Un poco lanzarse al misterio.

 

 

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[1] Publicada acá: https://loqueleimos.com/2015/10/cristobal-gaete/

[2] El crossover entre Moby Dick y el tarro de jurel tipo salmón debe ser lejos el dispositivo gráfico más lindo que he visto en años.

[3] En El lenguaje con un gran hueco en el medio (2014).

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