Por Claudio Maldonado
La señora Zulema había preparado charquicán. Poco alentador para el hambre de Carloncho, que saludó de ceja a los pensionistas sentados en el living, que veían por la tele el cuarto esfuerzo del campeón curicano por tocar el cielo boxeril de la región. Carloncho caminó directo al baño, para poder hacer tiempo y comer solo, para no tener que hablar de los goles del Alexis y del Messi, tampoco de los descuentos por planilla en el trabajo.
–¡Hola Carloncho! ¿Vamos a jugar al ludo? Mañana no tengo que ir a la escuela, estamos de aniversario. Mi abuelita Zulema demás que me da permiso.
Carloncho cerró la puerta, se miró al espejo y se mojó la cara. Luego se bajó los pantalones y se sentó en el water. Abajo del botiquín, en algo así como un revistero de cholguán, nutrido de catálogos de tiendas, Atalayas y suplementos deportivos, Carloncho extrajo un libro de poesía: Purgatorio de Raúl Zurita, Editorial Universitaria Santiago de Chile, 1979. Carloncho abrió el libro en una página cualquiera:
“Les aseguro que no estoy enfermo créanme ni me suceden a menudo estas cosas…”
En ese instante Rolandito, el nieto de la señora Zulema, comenzó a golpear la puerta del baño.
–Aló, aló, aló, ¿Quién está en el baño? ¡Apúrese por favor, que estoy que casi que me hago y el otro baño también está ocupado!
Era otra ocasión para el infierno vestido de cielo, la locura o la cordura, la eterna charla de lo bueno, la dulce labia de lo malo. Al centro de aquel mundo había un nombre, una voz, una carne sostenida en tierra firme, un ensayo de palabras repetidas, la conciencia de aferrarse a la certeza. Carloncho acarició su cabeza, balbuceó las razones de la calma: «Ya pos Carloncho, cálmate. Que el Rolandito no se te acerque, déjalo que toque la puerta, ya se aburrirá. Es que hay veces que lo miro y me vuelvo loco, pero tengo que frenarme, lo tengo claro, que yo le caiga bien no significa que yo le guste. Está claro. Además, es el nieto de la señora Zulema, que me ha tratado muy bien desde que llegué. A lo mejor es la prueba que el destino me está dando. Y no es llegar y decir, porque cuando estoy acá en la pensión sufro con el Rolandito y cuando estoy en la fábrica me da la tontera con el hijo de mi jefa. Todos los días el Enrique sale de su colegio y pasa a buscar a mi jefa a la oficina. Y yo, apenas lo saludo, tengo que ir de vuelo al baño a calmar la pasión. Si sigo así no pasará nunca esta cuestión, mejor me olvido y sigo leyendo el libro de poesía. Mejor termino de cagar, me acuesto y duermo tranquilo. Que siga tocando la puerta, ya se tendrá que aburrir. Porque yo, Carloncho Bernardino Benavides, deseo ser un tipo equilibrado, llegar a ser estable en mi locura. Cansa pensar en estas cosas, olvidar las cochinaitas de cabrito, que me llevaron las cochinás de cuando grande, que me tienen ahora como ahogado, con una estaca de miedo que yo no más siento. Si parece que se me congela el alma cuando el cuerpo no para de caliente. Mejor sigo leyendo, no, mejor me hecho una mano, mejor voy cortado, mejor descanso en paz.
“pero pasó que estaba en un baño cuando vi algo como un ángel»
«Como estás perro» le oí decirme”
– ¿Sabe qué más? Si el que está adentro no me habla y no me quiere abrir, voy a entrar igual no más. Total si nadie habla y el otro baño está ocupado.
Los versos de Zurita volvieron a ser interrumpidos. La luz del baño a encenderse y apagarse. Carloncho dejó el libro a un lado y se puso de pie, de puntillas para alcanzar la ampolleta, pensó que podía estar suelta, la envolvió con una toalla y la apretó. Sin suerte. Algo andaba mal con la energía. Zurita quedaría para otra vuelta, ahora hervía la necesidad de masturbarse, no sólo por placer, también para calmar el diablo, para no escuchar los reclamos de Rolandito. Mal que mal, la señora Zulema había sido tan buena persona. Sentado en el water inició su faena. Cerró los ojos y comenzó a imaginar su fantasía, un escenario donde gozar sus cinco minutos de gloria. El lugar fue el baño de los directores de la Fábrica de Cecinas Cerdiricas. Como por acto de magia apareció en su mente, apoyado en el lavamanos, con los pantalones hasta las rodillas y los puños apretados, Enrique Monroy, el hijo de Marión Peñafiel, la jefa del personal de aseo de la fábrica. Enriquito tenía un cuerpo regordete y unos cabellos claros. Sus orejas, demasiado grandes, le daban un aire de enano irlandés, de esos que sueñan con la olleta de monedas al final del arcoíris. El pequeño pertenecía a la inocencia de esos sueños, aunque en esos momentos no se encontraba en un bosque de hadas, tampoco en un castillo con fantasmas. Se encontraba, sin saberlo, en la ilusión febril de un Carloncho en trance. Figurada la presencia de Enriquito procedió a desabotonarle la cotona. Carloncho imaginó que todos los empleados estaban en la hora de la colación y no había problemas. Enriquito no hacía intentos por escapar. Entonces Carloncho le sonreía y le decía cosas bonitas. Todo bajo control. Se acercaba lentamente a su cuerpo, los minutos corrían como lava trepando cerros. A Carloncho poco le importaba que Enriquito le sonriera desde la lejanía, con una mueca forzada, como un aborigen que al ver los barcos del rey ofrece desde lejos sus mejores joyas, para así no ver a sus mujeres perforadas por extraños. Carloncho ancló sus brazos en las caderas del doliente. No le extrañó que el pequeño carcajeara cual payaso, pues era su fantasía, de él y de nadie más. La espada del tirano echó atrás sus vestiduras. El verdugo apretó con fuerza al indefenso. Enriquito obedecía y entonces la espada se inclinó directa.
Fue en ese instante cuando la señora Zulema apareció por el pasillo principal de la pensión. Desde hace un rato que observaba a Rolandito desde la cocina. El pequeño había estado todo el rato prendiendo y apagando la luz del baño ocupado por Carloncho. De pronto un quejido desgarrador, un grito mezcla de bufido y trino rebotó entre las paredes de paja y barro. Los pensionistas, atónitos frente al televisor, no escucharon nada. No lo podían creer, a los dos minutos del primer round, Furgencio Agenor Astudillo, era el nuevo campeón regional de los Minimoscas.
La señora Zulema pensó que los chillidos de Carloncho eran un manifiesto repudio en contra de la jugarreta de Rolandito. Situación que colmó la paciencia de la doña, que con cinturón en mano dio rienda suelta al correctivo.
–¡Te dije chiquillo de mierda que no anduvieras molestando a los pensionistas! ¿No sabes que hay otro baño?, ¿no tienes bacinica en tu pieza?
Carloncho abrió la puerta. Su rostro denotaba un cansancio singular, un desgano tal, que a sus ojos le costó enfocar lo que tenía al frente: a Rolandito llorando en el pasillo, intentando decirle a su abuela que nunca más lo haría, que se iría a dormir apenas terminara de comer el charquicán.
–Disculpe Carloncho, pero lo castigué por atrevido, él sabe que debe respetar a los mayores. ¿Cómo es eso de andar apagando las luces? Está bien que eche de menos a la mamá, pero tiene que portarse como un niño grande. Carloncho, usted tiene la calma de un santo, apenas se enojó con Rolandito. Sé que no le gusta el charquicán. Le voy a preparar un churrasquito con papas doradas, el pan está calientito.