Entrevistas, Textos — 13 enero, 2015 at 10:00 pm

Alfonso Calderón: Las carnes del pasado

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“Como todo el mundo, sólo tengo a mi servicio tres medios

para evaluar la existencia humana: el estudio de mí mismo,

que es el más difícil y peligroso, pero también el más fecundo de los métodos;

la observación de los hombres; y los libros…”

Marguerite Yourcenar

 

La poeta, guionista, comunicadora audiovisual, y profesora universitaria Lila Calderón (58) nos recibe en su departamento ubicado en la calle Los Tres Antonios en Ñuñoa, una lánguida tarde de sábado de lluvias intermitentes y temperaturas oscilantes.

Magíster en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chile, Calderón ha obtenido diversos reconocimientos por su trabajo como el Premio de Video-Poesía de la Feria Internacional del Libro de Santiago de Chile; el Premio adaptación de guiones de cortometrajes Luchino Visconti del Ministerio de Educación, y el Primer Premio en el Encuentro de Cine y Video del Caribe con La Muerte de un poeta, en homenaje al poeta cubano Ángel Escobar.

Lila es acogedora y extremadamente generosa. Sabe que nuestra intención es hablar sobre su padre, y no tiene reparos al respecto. Es más, ella es la más entusiasta en hacernos un “tour” por la biblioteca de su casa, donde tiene reunida toda la obra de Alfonso Calderón. Lila tiene un ligero aspecto de gitana andaluza: pelo castaño crespo revuelto tomado por una coleta, menuda, ataviada de un vestido floreado, y siempre premunida de su inseparable abanico; nos regala el último poemario que publicó, Lo que ocultan los vestidos (Editorial Bordes), mientras nos invita una taza té para iniciar la conversación.

Al recordar a su padre, Alfonso Calderón, dice, “él no calzaba en ningún lugar ni en ninguna época. Él no era de ninguna parte. Yo diría que su personalidad era antigua; retraída en cuanto a su timidez y su diplomacia”, y explica que era un tipo cuidadoso y discreto como buen provinciano. “Así se relacionaba con la gente. Era fino y empático pero de trato muy breve”. Rasgo que –según asegura Lila- acentuaba su timidez: “él siempre quería irse luego”.

Lila Calderón relata que Alfonso siempre tuvo un verdadero interés por los antepasados y sus raíces; y este interés no se remitía exclusivamente a su familia directa sino que se extendía a su incesante inquietud por la humanidad misma. “Yo creo que esta curiosidad intelectual sumada a su timidez lo impulsó a leer mucho desde muy pequeño, y eso lo hizo fascinarse desde muy temprano con la escritura, la reflexión y el conocimiento”.

Y agrega un aspecto desconocido a la conversación: “Su preocupación metafísica estaba muy vinculada a la religión porque de niño fue monaguillo y sus padres eran católicos muy severos”. En cualquier caso, Lila asegura que Alfonso Calderón era un ateo inusual, “yo siempre le vi un cariz espiritual a su persona. En ese sentido, tuvo mucha preocupación por la dimensión mítica de las cosas. A él le dolía particularmente cómo se destruían los lugares sacramentares de cada ciudad que él conocía. Cuando derribaban edificios emblemáticos a él le dolía el alma”.

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La Provincia

“Pisas un durmiente y otro. Suenan las cigarras. Más allá, Colcura. La selva en formación, no sabías el copretérito, vamos, vamos, porque los pobres estudian ¿entiendes? y los ricos se van  a Niza, y los durmientes, marfiles negros, teclea y teclea, ritmo y ritmo. Es tu primera cimarra, la mejor, tus nueve miserables  años, y el piano te cogía por los pies, creando su propia zarabanda, el miedo, el miedo, y tú no sabías que la muerte  se atusaba los bigotazos, tú el orador de la plaza, el mentiroso (…)”

Como dice en su poema Yo soy del 30, Alfonso Calderón Squadritto nació desnudo en 1930, mientras volaban los dirigibles; Hitler ya había aparecido en escena y sus tías y parientes sicilianos morían de muerte natural en alguna parte de los cerros de Valparaíso. Calderón nació en la ciudad de San Fernando y luego, por años, vivió y se educó en el sur: Los Ángeles, Lota Lautaro y Temuco. Después, en 1948, se traslada a Santiagoa estudiar, primero en el Instituto Barros Arana y luego Pedagogía en Castellano y Periodismo en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile.

Su hija Lila afirma que su padre era provinciano de origen pero no de mentalidad: “tenía aspecto de provinciano pero estaba adelantado a su época en otras cosas y no se sorprendía con temas que eran tabú para su época”. Alfonso Calderón amaba tremendamente Los Ángeles, cuenta Lila, “también sentía amor por Temuco. El sur de Chile era muy importante para él. Y por supuesto también recordaba con muchísimo cariño su natal San Fernando; recordaba constantemente la plaza de provincia, el cine, los quioscos donde compraba revistas, y las librerías de viejos donde adquirió sus primeros libros”.

 

Su padre, continúa, siempre se ponía nostálgico recordando las estaciones de trenes de su ciudad de origen porque le traían muchos recuerdos. “Una vez me llevó para que yo tomara fotos de todos los lugares en que él se había criado cuando era un muchacho”.

 

Con los cartones bajo el brazo, Alfonso Calderón vuelve a dejar la capital. Ahora, el destino será la IV Región. Entre 1952 y 1964, se desempeñó como profesor de castellano en el Liceo de Hombres de La Serena. De esta experiencia, Lila Calderón, recuerda, “en la casa que tuvimos en La Serena él tenía un gran escritorio donde conservaba un tocadiscos y paredes de libros que conformaban un verdadero laberinto borgeano. Nosotros vivimos en la cuarta región cuando Alfonso llegó a hacer clases. Allá conoció a mi madre, y por esa razón se quedó finalmente tanto tiempo. Ahí se casaron, y ahí comenzó una etapa difícil en la vida mi padre: fue padre de tres hijas y siendo profesor universitario su sueldo no era suficiente para proveer materialmente a toda la familia. Eso le mantenía angustiado, y se veía sobrepasado por la situación. Alfonso se justificaba diciéndonos: “Yo no soy millonario. Soy un profesor, y por esos les regalo cosas que a ustedes les van a servir por siempre. Quizás ahora no lo entiendan pero en el futuro verán los frutos de la educación que les doy: libros, películas y música”.

Luego, Alfonso Calderón regresa a Santiago, donde se radicará definitivamente – a excepción de los constantes viajes que realizará por todo el mundo- a trabajar en la Universidad de Chile. Se dedicará a la docencia en diversas universidades, incluso llegando a ser director de la Escuela de Periodismo de la Universidad Católica. El año ‘74, renuncia a su trabajo universitario debido a la ocupación militar.

De la experiencia en la capital, Lila apunta que, “él me contaba que le costó bastante hacerse un espacio en Santiago. Por aquella época existía una resistencia natural hacia los intelectuales que venían de provincia y muchas veces eran mirados en menos. Ese desprecio también se manifestaba cuando llegaban delegaciones de escritores de provincia a participar de la Feria del Libro y eran puestos en mesas retiradas de la actividad central. Existía un ninguneo constante al provinciano. El único circuito que se reconocía era el capitalino; lo otro era no existir”. A la larga, esta realidad, le dolió mucho prosigue Lila- “porque rápidamente se dio cuenta que la única forma de ganarse la vida como escritor e intelectual era viviendo en Santiago. Yo creo que si hubiese dependido de él habría vivido felizmente en regiones”.

En el plano personal, Lila lo recuerda como alguien lúdico y juguetón. “Le encantaba ponerle sobrenombres a la familia. Desde niña me tocó educarme con un padre que nos educó sin un sentido clasista de la sociedad; lo único que nos dejó claro fue que él provenía de una familia de inmigrantes provincianos que trabajó mucho -su padre era un hombre de trabajo en la administración pública- y por lo tanto era de la idea que cada uno de nosotros debía gozar de total libertad para hacerse su camino en la vida”.

Sin embargo, agrega que Alfonso Calderón no era de hablar mucho con la gente. “Salvo cuando no conocía a nadie, y ahí si se sentía cómodo y trataba de entrar en contacto con la gente del lugar. Ahí hablaba y le preguntaba cosas al sujeto común. Él era muy respetuoso del juicio del hombre humilde. Y por eso le dolía horrores el hambre y la miseria de los más desposeídos”.

 

Diálogo con el pasado

“De niños, solitarios e imaginativos, amos y señores del mundo, podíamos estimar todo viaje desde la cocina al patio como un hallazgo contenido en el mapa de la Isla del Tesoro, como una página de la biblia, en la huida de Moisés y los israelitas, cruzando el Mar Rojo. Emilio Salgari fue el héroe mayor de nuestras fantasías viajeras. Sentíamos que algún día podríamos amar a Honorata de Van Gould; o luchar con los piratas de Salé o de Berbería, de la Malasia o de Mompracem, entre los filibusteros del Caribe, los formantes de Puerto Limón o los bucaneros de Bayona”.

 

Es complicado situar a Alfonso Calderón dentro de un tipo de producción literaria: por sesenta años publicó poemas, memorias, novelas, ensayos y un denso diario de más de 3000 páginas y siete tomos. En 1949 abre los fuegos con el libro de poemas Primer consejo a los arcángeles del viento; además, dentro de su producción lírica destacan: El país jubiloso (1958), Isla de los bienaventurados (1973), Poemas para clavecín (1978) -con el que obtuvo el Premio Municipal de Santiago en 1979- Música de cámara (1981) y Una bujía a pleno sol (1998) – que le valió el Premio Municipal de Poesía. Dentro de su trabajo como novelista destaca principalmente el libro Toca esa rumba don Azpiazú, un texto que según Lila Calderón “es una narración fragmentaria donde mixtura momentos personales con el telón de fondo histórico de la época. En ella se habla de la guerra, del amor, sus primeras transgresiones al mundo familiar, la pasión que sentía por el cine, y sobre todo, la curiosidad inagotable que lo llevó a crear una obra tan fecunda y variada”.

Dentro de los extensos y variados intereses que tuvo Calderón, sin duda que el aspecto más persistente está en su afán por rescatar y volver la mirada al pasado. Es necesario mencionar, en este sentido, la importante influencia que tuvo Joaquín Edwards Bello en su formación, tanto como literato, como en el sentido memorístico que le dio a su obra. Títulos como Cuando Chile cumplió 100 años (1973); Memorial del viejo Santiago (1984); Cuaderno de Chiloé (2001); Cuaderno de la Serena (2001); Benjamin Subercaseaux: noticias del ser chileno (1998), o Ventura y desventura de Eduardo Molina (2008), entre otros, destacan la intención de la obra de Alfonso Calderón por revalidar la vida de otros tiempos. En este sentido, el académico y rector de la Universidad Diego Portales- donde Calderón trabajó sus últimos años- Carlos Peña, dice como ocurre con Edwards Bello, en Calderón la escritura está indisolublemente atada a la memoria, como si escribir fuera el permanente intento de domesticar algo que se agazapa en los recuerdos y que no sabemos bien qué es. Como si escribir fuera la única manera de rescatar otro texto que hubiera sido escrito alguna vez y que la nueva escritura, paradójicamente, borra y al mismo tiempo rescata a pedazos”. Lila Calderón, respalda esta comparación, afirmando que su padre, admiraba con vehemencia a Edwards Bello. Cuenta que por esa razón lo fue a conocer, y luego comenzó a crear antologías de sus crónicas: “lo admiraba tanto que lo citaba a cada rato y, por lo mismo, nosotros en la casa lo conocíamos de memoria; era como una familiar más”.

 

Alfonso Calderón Squadritto fue admitido como Miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua en 1981 y recibió el Premio Nacional de Literatura en 1998. Falleció el 8 de agosto de 2009 y sus restos fueron incinerados, según sus deseos.

 

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ENTREVISTA

¿Hay algún libro que te parezca fundamental para entrar en la obra de tu padre?

Sí, Memorial del viejo Santiago (1984) y, para entrar en el mundo provinciano, me parece fundamental una libro que se llama Toca esa rumba don Azpiazú (1970). En esa novela, están todas las claves y los recuerdos de su infancia: sus amistades, la vida en provincia, la llegada a Santiago, el trabajo en la capital y la reinvención fragmentada de sus recuerdos narrados de una forma sumamente experimental”.

¿Con qué escritores se sentía afín?

Sin lugar a dudas la lista empezaba con Joaquín Edwards Bello. Era por lejos su referente más importante en Chile. También tenía especial entusiasmo por la obra del memorialista Luis Oyarzún quién le parecía muy interesante. Fuera de Chile, sentía devoción por Marcel Proust pero su escritor favorito y modelo era Honoré de Balzac.

¿Sabes si se interesó en algún momento por rescatar a algún escritor chileno joven?

Se acercaban muchos escritores jóvenes a pedirle ayuda. Sobre todo desde la universidad. Él siempre era una fuente de consulta inagotable de bibliografía para los escritores noveles. Eso sí, era muy mañoso con el tema de prestar libros. Siempre decía: “¿Por qué me piden libros y luego no me los devuelven? Para mí tienen la misma utilidad que el martillo para el carpintero: son mis herramientas de trabajo. ¡Si tengo que escribir un artículo yo necesito de mis libros para poder hacer una cita! Muchas veces le pasó ir a la calle San Diego a buscar libros de viejo, y encontrarse con sus propios libros marcados con sus fichas; eso le daba una rabia infinita. Él lo sentía como un abuso de confianza”.

¿Cuál era su relación con la modernidad?

Mi padre nunca se pasó a la era digital. Hasta el fin de sus días el siguió trabajando con sus dos máquinas eléctricas. Él tenía una velocidad increíble para escribir y no quiso aprender nunca a manejar internet. ¡El sufría una verdadera angustia al no ver el papel! Pero hasta cierto punto también te diría que esa resistencia hacia la modernidad se extendía a otros ámbitos como por ejemplo la arquitectura. Él consideraba horribles los edificios nuevos, y tenía una verdadera aversión hacia el feísmo. En ese sentido era un digno heredero de su máximo referente: Joaquín Edwards Bello. Mi padre veía como una aberración estética la manera de construir los nuevos arquitectos, y creía que todo esto era parte de una maniobra política para atomizar a la masa y quitarle la capacidad de emanciparse y encontrar su propio camino.

¿Crees que existe algún escritor en la actualidad que siga la línea de tu padre?

Me parece que Roberto Merino es uno de los autores que sigue la línea de trabajo de mi padre. Yo creo que existía bastante afinidad entre los dos. Mi padre trabajó en la Editorial Universidad Diego Portales, y ahí sintió un reconocimiento muy grande por parte de las nuevas generaciones. Él iba dos o tres veces a la semana a la UDP, y trabajaba como profesor de taller de crónicas. En aquellas oportunidades aprovecha de salir a almorzar con Roberto Merino con quien compartía el interés por el rescate patrimonial de Santiago.

¿Qué motivaba a tu padre?

Para él siempre fue fascinante la recuperación histórica, y siempre andaba detrás de lo que él denominaba las carnes: ir a averiguar la leyenda en torno a lo que pasó ahí, lo que la gente dice, los fantasmas del pasado y las anécdotas. Nada podía ser frívolo. Todo tenía que traer voces del pasado. El siempre recalcaba la importancia de dialogar con el pasado.

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