El Mito — 24 diciembre, 2014 at 1:52 pm

DESDE UN TERRITORIO SIN SENDEROS

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Por Rodrigo Sheward

Imperceptible, tal vez como su nom­bre, aparece el pequeño caserío de Cuchi desde la nueva carretera costera que atraviesa el tramo entre los ríos Mataquito y Maule; el camino corre flanqueado, a un costado, por bosques de pino insigne y, al otro, por el inmenso campo dunar de Jun­quillar. Apenas visible aparece este asentamiento rural, establecido en medio de arena y pajonales, y aún más difícil que percibirlo es compren­der cómo y por qué está habitado este lugar donde el viento lo borra todo.

Recordando territorios cordilleranos, como los faldeos del volcán Villarrica y Choshuenco, en donde las referen­cias que otorga el paisaje, mediante sus altas cumbres y pronunciadas quebradas, son acompañadas siempre por sinuosos senderos que sortean de la mejor y más económi­ca manera los arduos obstáculos al paso. Justamente al paso es como se entiende el quehacer local, que circula en búsqueda del día a día desgastando el musgo y la piedra de altura. El sendero acompaña el ir y venir diario de andinistas en búsque­da de lograr vencer el tramo y de habitantes que deben regresar a casa con leña y comida.

Otro es el caso de Caleta Tortel, en donde los senderos artificiales sobre la roca marina y los erosionados bor­des de cerro, son la manera de orde­nar el paso cotidiano respondiendo a las mismas condiciones del sendero cordillerano pero a una escala más acotada pero no menos importante en su valor diario para los habitantes.

Cuchi, inserto en el centro de una inmensa duna, sólo aparece al acercarse a un pequeño cúmulo de eucaliptos y pinos que develan, des­de la carretera, este asentamiento; ésta pequeña conformación vegetal los protege del viento, permitiendo la permanencia, habitando bajo estos árboles.

Una vez dentro de Cuchi se comien­za a entender cómo logran dominar esta superficie dunar agobiada por fuertes vientos que transforman y moldean este territorio día a día, borrando huellas y desplazando pequeños valles y cumbres de arena. Este pequeño pueblo, de pescado­res y extractores de machas, está ubicado a tres kilómetros de la costa, teniendo que atravesar diariamente la duna para llegar a la orilla donde antes del amanecer comienzan las labores de extracción.

 

UN FARO DE TIERRA” nos respondía el pescador al preguntar por una inmensa vara anclada a la arena que yacía en el horizonte, de camino desde su casa a la orilla: “es nuestra manera de orientarnos en medio de la duna para obtener el tramo más corto desde la casa al mar”.

Las referencias naturales de los mon­tes cordilleranos o la posibilidad de construir un sendero artificial como el de Caleta Tortel, son aquí meras utopías. En Cuchi la única solución son las artesanales señales aéreas ancladas a la arena, el resto desapa­rece por el dominio de los vientos que cada día desplaza los livianos granos que conforman su suelo.

VIVIENDO DE LA RESACA

La herencia del oficio dominaba la mano plenamente y otorgaba la mejor respuesta a los encuentros que solicitaban los distintos materiales recogidos tras cada temporal que conforman las viviendas, cercos y galpones sorteando los vientos, la sal y la humedad a través del nudo y la amarra con la misma maestría que enmiendan las redes pesca tras pesca.

Visualizando la desgastada soga que amarra dos piezas de madera tinglada conformando un paramen­to; distintos desechos que ordenados de tal forma les permiten un refugio contra los vientos; algunas planchas de zinc y un pequeño bote invertido que conformaba la techumbre del pasillo de la vivienda, es cuando se logra entender la dependencia del habitar con el territorio en distintas escalas. Desde la manera de empla­zarse hasta que cada material que ahí utilizan, es recolectado luego de cada temporal que azota la zona.

El temporal nos entrega lo que a lo ancho de Chile le arrebató a otros”, haciendo referencia a cómo entien­den que el río Maule trae consigo tal cantidad de materia y materiales que arrastra de cordillera, pasando por los valles y descargándolos al mar; devolviéndolos a las orillas tal como el mismo río descarga los se­dimentos que conforman el campo dunar de Junquillar.

Tablas de alguna rancha destruida por un temporal en Armerillo o plan­chas de zinc arrastradas desde las orillas de La Puntilla, conforman los muros y divisiones que construyen sus viviendas donde se refugian esperan­do volver, tras cada temporal, a las orillas para completar o ampliar su vi­vienda y seguir dominando, desde la mano , este territorio que no admite senderos y que no guarda memoria del paso de sus habitantes, pero que se hace presente a través de aéreas señales esbeltas en el horizonte que develan su refugio y su paso.

 

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