Ensayos — 9 agosto, 2024 at 4:58 pm

Por un wéstern chileno

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Por  Simón Soto

 

 

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El precedente ineludible para comprender cómo ha sido la evolución del wéstern en nuestra literatura, es la antología Diez cuentos de bandidos [1] realizada por Enrique Lihn, en 1972, para editorial Quimantú.

Vamos a hablar de wéstern, específicamente de wéstern chileno, y ensayaremos la posibilidad de entenderlo como un subgénero autónomo en nuestra literatura. Uno acotado, con pocos exponentes. Pocos, pero virtuosos.

En la denominación o catalogación del wéstern como subgénero va a pesar antes la calidad literaria que el mercado. Esto es relevante para lo que vendrá a continuación.

En 1972 se reúnen los textos (dispersos, todos escritos durante la primera mitad del siglo xx) que constituyen la matriz para esta subforma narrativa en nuestra tradición. Existen escasos relatos y novelas que abracen sin pudor la matriz del wéstern, que se entreguen a ella con todos sus condicionantes, sin abandonar calidad literaria, es decir, sin sacrificar lenguaje, estructura, complejidad en tono y hondura en personajes. Pienso que ese ciclo, el de nuestro wéstern, de alguna manera, se completa con la publicación de Tríptico del Secano (2021), novela en tres partes de Antonio Gil. Y a su vez, Tríptico… completa un ciclo narrativo que Gil arranca en su primera novela, Hijo de mí (1992), que leída bajo la óptica de Tríptico…, aparece como un wéstern existencial, donde un Diego de Almagro en decadencia y abandono se aferra a sus gestas pasadas, en la víspera de su propio fin.

Pero estábamos hablando de Lihn y su antología para Quimantú. Más allá de la resonancia simbólica (la editorial popular del gobierno de Allende, proyecto cultural emblemático de la up, punta de lanza para ilustrar al proletariado chileno de los setenta), lo relevante es que allí, en ese libro, Lihn toma consciencia de la contundente y robusta creación literaria en nuestro país con respecto al tema del crimen en los espacios rurales. Se enfoca y ensaya un canon de una literatura que toma por personajes a víctimas y victimarios del crimen, tanto en la provincia como en los confines más alejados de la urbanización. Crímenes que ocurren en espacios distantes de la organización en torno al Estado y a los dispositivos que este utiliza para prevenir, perseguir y castigar las diversas manifestaciones del delito. Una tierra salvaje, incierta, azarosa, entregada a las pulsiones y a las pasiones de los hombres y mujeres que habitan o simplemente atraviesan esos espacios de la provincia.

Para el tema que aquí abordo, no es cualquier provincia, sino que principalmente el Valle Central, el secano costero y el valle próximo al secano. En ese espacio tan característico y reconocible del país, ocurren los hechos narrados por Antonio Gil en Tríptico del Secano, novela ambientada en 1886, previo y posterior a la elección presidencial en la cual fue candidato único José Manuel Balmaceda, electo Presidente de la república.

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No vamos a hablar solo de la antología Diez cuentos de bandidos ni solo de las obras de Antonio Gil. También sumaremos a un autor capital, desde mi punto de vista, de la literatura wéstern contemporánea en Chile: José Miguel Martínez, autor de Hombres del sur (2015) y Tríptico de Granola (2020) entre otros libros, todos con una fuerte influencia de los subgéneros habituales del pulp norteamericano: el mentado wéstern, el policial, la ciencia ficción.

También abordaremos el fenómeno de las «editoriales de autopublicación», un modelo de negocio donde escritores pagan por imprimir sus libros, ausente cualquier proceso de selección editorial, sin edición tampoco, ni distribución. Los volúmenes, en manos de los clientes, dependerán de la astucia y la pericia en el uso de las redes sociales, donde se comunica la existencia de aquellos libros. Pienso a Gil y a Martínez como escritores enfrentados a la estandarización que representan las editoriales de autopublicación. A Gil y Martínez les importa, ante todo, el estilo, o ese algo inexplicable que diferencia a la escritura literaria de cualquier otra forma de comunicación escrita.

 

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Ensayar un wéstern chileno, con obras que trasciendan el folletín, el far west, como lo llama despectivamente Lihn en su texto introductorio. Es importante esta aclaración: Lihn bordea la conexión con el wéstern, tantea aproximaciones, busca referentes en la ficción escrita, pero no se anima a entrar de lleno en la clasificación. «Las historias del far west, un desafío a la verosimilitud», escribe. Pareciera que la excepcionalidad de los héroes vaqueros de las películas tecnicolor, sus destrezas exageradas, su humanidad muchas veces plana y el cuasi absurdo en la positiva resolución de los conflictos enfrentados, eran considerados como agravantes narrativos. Sin embargo, hacía muchos años que el wéstern había crecido artísticamente en el cine, también en novelas y relatos que poseían un grado de sofisticación distante al estándar en este tipo de narración. Pienso en Jim Harrison, en Elmore Leonard, en Edward Abbey, y en el más grande de todos, el que vino a cambiar las cosas, Cormac McCarthy.

Decía que Enrique Lihn veía con desconfianza y desdén al wéstern como subgénero con posibilidades de espesor literario. Bonanza, El gran Chaparral, entre otras series televisivas, conservadoras, moralizantes, grabadas en un continuo día soleado, con estructuras narrativas de una obviedad y precisión exasperantes, todo aquello que era transmitido por la televisión y a través de programas rotativos en los cines, sumado a las novelas baratas de folletín (muchas se vendían en quioscos), convertían, a ojos del antologador, al wéstern en una forma menor. Por eso él marca la diferencia.

 

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Diez cuentos de bandidos es un corpus conformado por cuentos escritos, principalmente, en la primera mitad del siglo pasado. Los autores antologados son los siguientes: Baldomero Lillo, Olegario Lazo Baeza, Rafael Maluenda, Fernando Santiván, Mariano Latorre, Víctor Domingo Silva, Luis Durand, Manuel Rojas, Oscar Castro y Guillermo Blanco. Curiosamente, aunque lo menciona con entusiasmo y admiración en el prólogo, Lihn no consideró a Francisco Coloane, pese a ser no solo un cuentista eximio (esto, lo expresa sin medias tintas), también sus temas están relacionados al crimen, a la vida salvaje, a la tensión imposible entre civilización y naturaleza (por mencionar solo un ejemplo que demuestra su notabilísimo manejo como narrador utilizando estos temas: el relato «Cabo de hornos» (1941)). Intuyo que su omisión tiene relación con el mar y la lejana Patagonia, frente al espacio recurrente de los cuentos de la antología: la mencionada provincia, el secano, la precordillera y la cordillera misma, los valles centrales.

 

Quiero hacer mi propia selección, mis favoritos dentro del libro, no solo por sus cualidades, también porque son los que se conectan de forma más directa y orgánica con el trabajo de Antonio Gil (y particularmente con las dos novelas aquí abordadas). Es difícil establecer jerarquías, pero los siguientes me parecen no solo excelentes exponentes del cuento como género, también los que mejor consiguen aunar las características propias del wéstern: «Los dos» (1908), de Rafael Maluenda; «El aspado» (1912), de Mariano Latorre; «El bonete maulino» (1926), de Manuel Rojas y «El último disparo del Negro Chaves» (1942), de Oscar Castro. Todos estos relatos reflejan con fidelidad el estilo de sus autores. Es decir, son muy distintos entre sí, pero poseen las variables tan caras al género sobre el cual reflexionamos: el espacio natural agreste, el enfrentamiento de hombres reñidos con la ética contra la sociedad que teme de ellos, el deseo (latente o ejecutado) de vivir bajo códigos propios, civilización y barbarie, emponchados a caballo, descarga de pistola y fusil.

 

En «Los dos», Maluenda enfrenta a un viejo y mítico bandido, retirado de las correrías, contra un joven que hace sus primeras armas en el mundo del crimen rural. El primero, empujado por una vocación a la cual jamás se puede renunciar (el crimen, en este sentido, se parece mucho a la literatura como forma de vida), es desafiado por el segundo, quien movido por la ambición, la soberbia y también la admiración hacia el viejo rufián, ha viajado una distancia que suponemos extensa, solo para probarse frente al que supone el mejor de los de su especie. ¿Dónde están? En alguna localidad de la zona central, al sur de  Rancagua, previa a Talca, tal vez. Hace calor y el camino de tierra arde, pero cerca hay árboles que dan sombra y al amparo de la cual es posible descansar y vivir. Como en ningún otro relato de la selección, aparece una masculinidad fiera, tosca, de contornos durísimos, a ratos ilegible como comportamiento a los ojos del presente, pero frágil bajo la capa gruesa; al fondo de cada uno de los personajes en pugna se intuyen dolores y anhelos que los vuelven poderosamente humanos.

Aquí está no solo el escenario físico medioambiental hermanado con el de Tríptico del Secano, también el cuidadoso detalle de las capacidades y talentos de los beligerantes: uso del rebenque para enfrentar al contrario, cuchillos y corvos en crudo encuentro. El jinete, a quien solo al comienzo el narrador identifica con su nombre, José Manuel Silva, pertenece a la estirpe de forajidos virtuosos, virtuosos en el sentido de poseer «dones» trabajados a través del oficio (cuchillo, equitación, armas de fuego, hurto, entre otras). Estas capacidades, de mayor excelencia que el común de los bandidos de campo, los hacen merecedores del protagonismo narrativo, y les permite sobrevivir a la enorme adversidad que encuentran en el devenir del relato.

 

«El aspado», de Mariano Latorre (quizás donde alcanzó una de sus cumbres como cuentista), narra la historia de un hombre sumido en las culpas criminales, herido de gravedad, que busca desesperadamente la redención. Aunque no se parecen en términos de estilo, tanto Gil como Latorre son dueños absolutos de sus recursos, nada queda al azar en sus páginas, al punto que ninguno permite desvíos azarosos en su prosa. Cada variación en la sintaxis tiene un sentido, un objetivo preciso. Todo está allí para dar cuenta del espacio natural, del entorno social, de las asperezas de la provincia. También hay un sentido esotérico en ambos textos: el aspado, que desea cargar con la cruz de Cristo en la ceremonia del pueblo donde intenta recuperarse; en Tríptico…, es el propio lenguaje el que evoca al hado, a la manera del De Rokha de Los Gemidos (1922) o de  Idioma del mundo (1958), por mencionar dos ejemplos donde lo inmaterial y las fuerzas desconocidas e invisibles de la naturaleza ejercen un poderoso influjo en la narración, manifestándose a fuerza de palabras y puntuación.

 

«El bonete maulino» debe ser el cuento más conocido, no solo entre los de mi selección personal, sino de los diez antologados por Lihn. Además de la amplia notoriedad que posee Manuel Rojas como escritor en Chile, este relato ejecuta una jugada estructural que lo desmarca de inmediato de los nueve textos restantes. El artefacto («el bonete» del título) es el elemento unificador de las dos tramas narradas. Se trata no de dos hitos hilados dramáticamente, sino de relatos paralelos que espejean en torno al objeto mítico, poseedor, quizás, de una fuerza sobrenatural para impregnar al usuario de la fuerza y el carácter necesarios para ejercer el crimen. Esta, por supuesto, es solo una interpretación arrojadiza.

¿Dónde se encuentran Gil y Rojas? Al igual que con Latorre, Gil y Rojas tienen en común la calidad prosística y la originalidad que sus respectivos estilos (distintos entre sí, por supuesto) provocan en el material narrativo.

 

«El último disparo del Negro Chaves», de Oscar Castro, es tal vez el más arquetípico de los cuatro relatos que he seleccionado, y también el que se emparenta con mayor propiedad con el realismo naturalista practicado por tanto narrador nuestro en la primera mitad del siglo. Gesta a escala pequeña, pero no por eso menos relevante, El último disparo… arranca con la historia del personaje expuesto al modo de una leyenda, un bandolero cuasi espectral, capaz de inspirar al inquilinaje y provocar ira y temor en los patrones y en la autoridad policial. Luego, el cuento cambia sutilmente de registro, para calibrar desde la fábula popular hacia el plano de la realidad campestre, donde al lector se le corrobora que la historia trágica de Chaves (el abuso brutal de la policía hacia el trabajador humilde que fue el Negro antes de convertirse en bandido) es verdadera. A partir de ese punto, acompañamos a Chaves en su tenso contrarreloj para enfrentarse con el sargento Gatica, hombre sórdido, el último que le falta para vengar la injusticia del pasado, símbolo de la miseria patriarcal ejercida por la precaria estructura estatal imperante en la provincia. La tensión entre los representantes de las diversas manifestaciones de los poderes fácticos y los sujetos anónimos es el centro dramático de «El último disparo del Negro Chaves».

En Tríptico… ocurre algo semejante. La novela también comparte esta articulación simbólica: las fuerzas en pugna están en veredas opuestas. Unos ostentan el privilegio del dinero o de la autoridad religiosa (los hermanos Clavel: Napoleón, terrateniente; y Agapito, Obispo); los otros, al margen de la ley y de la sociedad, sobreviven y transitan por el secano para encontrar sustento. Este enfrentamiento nunca es azaroso ni fuerza adrede a los personajes para acercarse a tópicos reconocibles. Quiero decir que nunca resulta cliché. Todo lo que ocurre tiene sentido y fondo. Es reconocible y a la vez posee un desvío, una particularidad, algo único que quiebra lo esperable, lo habitual.

 

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Hablemos, entonces, de Tríptico del Secano. Para abordarlo quiero hablar de wéstern en Chile; de Hijo de mí, novela que prefigura la narración que Antonio Gil realiza en Tríptico…; también de la obra del escritor José Miguel Martínez, tal vez uno de los pocos ― agregaría, también, a otro narrador de gran talento que está explorando nuestro subgénero: Mike Wilson, autor de Leñador (2019) y Dios duerme en la piedra (2023— que califica, desde mi perspectiva, junto a Gil, en la producción literaria de wéstern chileno. Ambos (Gil y Martínez) lo hacen de forma consciente, tocando los tópicos que constituyen el mentado subgénero, explorando las superficies —por favor, que no se entienda esta palabra de manera peyorativa, al contrario, cuando digo superficies hablo de la complejidad que compete diseñar un relato en las expuestas asperezas de un arquetipo—, dotándolas de especificidad, condenados ambos —afortunadamente— a ciertas características de la idiosincrasia de Chile, a los espacios físicos y morales que se han gestado en los doscientos trece años de república chilena, escribiendo de sus pillos (herederos de los empleados de la corona española, rufianes emprendedores que vinieron a hacerse nombre y fortuna a la tierra nueva y se mezclaron con la indiada del reyno) y de las fuerzas que intentan frenarlos o quienes, sencillamente, quedan entre el fuego enemigo, a merced de la violencia, de los entuertos organizados por los sinvergüenzas que en toda época son capaces de engañar a quien se le ponga por delante.

 

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En la obra de Antonio Gil la política es importante, incluso muchas veces es un engranaje en los designios de la trama, pero jamás resulta un tópico majadero, obvio, grueso. Al contrario, todo se estructura con tal sutileza, que el contexto político funciona como un ruido de fondo, un escenario inmaterial que dialoga y tensa al escenario natural de la novela (me refiero a los espacios abiertos y los cerros áridos del secano). Como una sombra angustiante e inevitable (como funcionaba el destino para los antiguos griegos), leemos este trasfondo político (la presidencia de Balmaceda, el trayecto hacia la guerra civil, la violencia y los buques desplazándose por las costas chilenas el 91) como un correlato de las desventuras del jinete enfrentado a sus enemigos. Esto es importante porque, pienso, la literatura como arte está siempre tensionada por la política. Es una guerra donde se enfrentan literatura y política. Estos son los contendores y el fuego cruzado es siempre inevitable y uno de los bandos va a perder y el otro va a triunfar, indefectiblemente. Los escritores débiles permiten que esta tensión se descomprima. Cuando gana la política obtenemos panfletos incendiarios sin ninguna relevancia ni calidad. Por el contrario, cuando el escritor timorato simplemente silencia a la política, haciendo oídos sordos al rumor incesante de esta última, entonces ocurre exactamente lo temido: el enemigo irrumpe con sus huestes en el territorio de la literatura y arrasa con todo el relato. Los escritores hábiles comprenden que la guerra es ineludible, y que la única oportunidad que tiene la literatura de salir victoriosa es vencer a la política, doblegándola y ocupando sus territorios. Esto logra Gil. Me atrevería a decir que sus ejércitos son su sintaxis y su forma de leer el pasado. Así es como consigue conquistar el territorio de la política en favor de la literatura.

 

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José Miguel Martínez ha explorado el crimen en múltiples variantes. Su imaginario se carga hacia el policial y hacia el wéstern indistintamente. Escribe sobre detectives con vidas malditas y criminales enloquecidos, entre estos, una de sus creaciones inolvidables, el gordo Granola, hábil pistolero. Su primer libro es un compendio de relatos noir bajo el imaginario del wéstern y se llama El diablo en Punitaqui (2012). Su segundo libro, la novela Hombres al sur (título de bellas resonancias manuelrojianas), es un wéstern clásico y aterrador de notable ambición. Su tercer libro lleva por título Tríptico de Granola y es un wéstern crepuscular escrito bajo el imaginario de novela negra. Su cuarto libro, Ceres (2021) es una novela con forma de cuentos interconectados de ciencia ficción; bullen, como en una olla en cocción constante, los vapores del wéstern y del noir a partes iguales.

En Martínez hay vértigo y sus espacios van desde el norte chileno hasta el extremo austral. Pese a su militancia en los subgéneros antes mencionados, su escritura nunca resulta plana ni etérea (es decir, su consciencia de los territorios literarios en los cuales escribe no afecta la ambición de su prosa). Al contrario, le importa el lenguaje tanto como le importa a Gil (aunque en dimensiones distintas), y sitúa en la indescriptible configuración síquica chilena a sus personajes. En ese cruce (el subgénero, sumado a la particularidad que reconocemos nosotros, los lectores locales, y que a ojos foráneos se convierte en descubrimiento, en luminosa identidad) está la dimensión literaria de su obra.

 

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Ocurre un fenómeno irónico en el presente. Las editoriales por pago han provocado el regreso de los folletines en forma de libros, más o menos extensos. Y no hay campo más fértil que el subgénero para que los dueños de estas editoriales ganen dinero, y crezca el pasquín como la mala hierba. Ciencia ficción, fantasía, policiales y, cómo no, far west (aquí nunca fue más apropiado el término utilizado como lo pensaba Enrique Lihn en el prólogo antes citado). El sistema de publicación es absolutamente justo: el que tiene dinero, publica un libro. No hay curatoría, tampoco edición. Con suerte, corrección ortográfica. El aspirante a escritor entrega un texto y paga la suma acordada. Escasa distribución, por supuesto. Se parece a la banda de rock amateur que financia un demo de los bolsillos de sus integrantes para satisfacción personal. Decenas (cientos, quizás) de novelas y volúmenes de cuentos idénticos en sus imaginarios, estandarizados en sus referentes, ausente cualquier esfuerzo por un estilo propio o tan solo una sintaxis distinta. No ocurre solo con los subgéneros, hay también editoriales que publican poesía, narrativa y ensayo. Algunos ejemplos: Mago Editores, Escritores.cl, Cuarto Propio (degradada en la última década, paulatinamente, a esta ignominia) y el ejemplo insigne para lo que nos convoca: Áurea Ediciones, quizás el emprendimiento más próspero de las editoriales por pago, y por ende, donde se publica en gran cantidad folletines. El problema es que utilizan el subgénero como una estrategia de mercado, para posicionar los libros que producen. El subgénero, para Áurea y otras similares, es únicamente un rótulo para enmarcar una estrategia de ventas y de publicidad. Sus autores no han sido capaces de subordinarse a la literatura, sino al ansia de ver impreso un libro de su autoría. Frente a la ausencia de rigor escritural, surge la idea de buscar en el mercado lo que no se encuentra en la literatura.

 

Volvemos, entonces, a la reflexión de Enrique Lihn sobre el far west como género menor, y por otra parte, una literatura sobre bandidos chilenos y su medioambiente moral y físico. Llamémosle wéstern chileno, a secas. Pensemos en Diez cuentos de bandidos, en José Miguel Martínez, en Antonio Gil. También en Mike. Todos estos autores piensan, primero, en sus respectivos estilos, en el juego estructural, en las demarcaciones del súbgenero. Comprenden que, antes que en mercado, debe pensarse en literatura.

[1] En las ediciones sucesivas, en Editorial Sudamericana Chilena (2001) y en Fondo de Cultura Económica (2022), el título se modificó por Relatos de Bandidos Chilenos.

 

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