Por Daniela Catrileo – foto Álvaro de La Fuente
En el pueblo mapuche existen palabras que no habían sido escritas, al menos en los signos occidentales. Sin embargo, se han mantenido vivas, ardiendo, ungiendo con ceniza las huellas de su temblor. El diálogo por entonces era un albergue entre viaje y sonido que marinaba su secreto en la vibración del viento. Un impulso de la lengua habitando el trayecto del lenguaje, una composición desde los sentidos y la naturaleza. Una relación de dimensiones que transforman y heredan lo común: la memoria. Porque la escritura es otra, tejidos en la trama de un [1], un musgo a un costado de la vertiente, la canción de un ave como seña del amanecer.
Sin embargo, la dungun [2] ha sido herida y la violencia en contra del mapudungun es una de sus fracturas. Un modo de exterminio que ha quedado estampado en los relatos de diversos mapuche. Tanto por las consecuencias colonizadoras y sus vejámenes que obligaron el exilio hacia la waria[3], como por la expulsión y reducción de territorios. Aquella obligada diasporización con su proceso de tormentas y esquirlas, ha forjado testimonios en múltiples narrativas. Desde el relato de la pérdida, hasta la obligación bajo tortura por el olvido de su lengua. Por eso ante todo, hoy es nuestra deuda escuchar lo que imaginábamos sumergido. Nütram[4] le decían, le dicen, le decimos. El rito de la oralidad para mantener viva la palabra que cuerpo a cuerpo era transportada con su estela de vivencias. ¿Qué tonos brindarle a aquellos sonidos que viajaron durante años hasta llegar a nosotros? ¿En qué lenguas escribir nuestras heridas? ¿Cuál es la dungun del exilio?.
Pues apenas aullamos en las sombras de su lenguaje, esperando quizás algún trozo de su forastera seña. Arroparse de pronto de aquellos velos que exigen tanto como aquellas voces. Escribir y borrar, tachar y volver atrás. La incisión como portadora de la experiencia se libera, paradójicamente en cada intento del wirin[5] por aparecer. De alguna manera la palabra también es liberación. Nos arrojamos, entonces, a re-descubrir lo que nos había sido negado: navegar entre las corrientes que sostienen nuestra genealogía. En ese instante también se abraza lo como potencia y derrame. Instalando un entre de movimientos, de imágenes, de identidades, para armar una voz que fuese a la vez una recolección de discursos y reconstrucciones colectivas. Nunca es un espacio, es una llaga abierta que destila sin destino. Nunca se escribe sobre sí, en este no-lugar, el mantra de la memoria tiene un principio común sobre el desamparo. Cuando se origina la escritura, aquellos nombres destinados al olvido por la hegemonía de la historia pueden tener un lugar en el lenguaje de nuestra multiplicidad. Una política común como albergue y principio sensible de nuestras prácticas.
Aquello involucra un habitar en conjunto el territorio sin tierras que nos tocó pisar. Resignificar la dungun también es reconocerse mapuche, warriache[7] y champurria en la imaginación de un apañe porvenir. Fuimos encontrando nuestros cuerpos, reconociéndonos en este viaje. Nosotras, nosotros, que siempre fuimos cuerpos bestias, salvajes, contaminados, por fuera de todo. Pues no estábamos allá, ni éramos tampoco de acá. Desde esa articulación colaborativa, es interesante la rotura y la interrupción. No tan sólo por medio de la escritura, sino también desde la experimentación colectiva, desde la política, desde un pensamiento que sea capaz de proponer y componer frente a esa fractura, frente al incendio de la ausencia.
Este intersticio creativo y político, permite reflexionar sobre una potencia champurria como una fuerza de la memoria. La idea es de algún modo profanar, hasta llegar a la interrupción de lo soberano, de la propiedad. Salir de la sacralidad por una lucha común desde lo mapuche. En este caso, la utilización de una recuperación y resignificación de la palabra, antes con tono peyorativo pero que ahora podría devenir en un potencial liberador en común, un devenir de las bestias. Al contrario de la despolitización del mestizaje y su ocultamiento de la diferencia por medio de la matriz universal de “integración”. Desde lo mapuche y sus hendiduras en nuestros cuerpos y territorios como espacios/figuras diaspóricas y múltiples. Articulando nuestras políticas desde la errancia contra el multiculturalismo institucional o el fetiche negativo que se convierten en el reverso de una máquina que aún sostiene una estructura colonial. La idea de comunidad es posicionarse en diversas trincheras, a través de la producción y alteración de la lengua, de las formas y su pensamiento. Erradicando el enfoque estereotipado de lo mapuche. Emerger como mezcla y fuerza de aquella cadencia, una potencia champurria que arrastre todo consigo para volver a ser cuerpos en movimiento, en lucha. Sin un sentido propio de pureza, sino al contrario, contener aquella hibridez, el nudo que nos otorgó la diáspora.