por Alicia Genovese
La contadora de historias
Así, comienzan los finales:
un viento del Cáucaso
soplando sobre la estepa
envolviendo rollos secos que salen
fuera de plano,
un viento que levanta arena
en el desierto de Gobi
mientras tres nómades
montados en camellos
a través de las dunas, persiguen
algún punto de descanso
apenas vislumbrado en la lejanía.
Serían los paisajes finales, si filmase,
cuando las ráfagas de ese viento
se entremezclan ondulantes
entre las cortinas de mi cuarto,
entre los movimientos
del corazón que permaneció cerrado
toda la noche
para que no lo vean, para que no lo oigan
(adentro de un cofre oscuro),
y ahora se lanza hacia la estepa
con los camellos
espoleados por los nómades.
El corazón es un migrante esta noche;
caminó exhausto
por una calle donde su paso
había sido borrado;
(no quiso hablar, supo que no iba
a ser oído).
El viento silba
sobre las cortinas;
el sonido áspero del viento se parece
al de una flauta
soplada por un músico
en un mercado de Marruecos,
a la vibración monótona de un bajo
a través del paisaje seco de Texas.
La melancolía es infinita
(le dicen desde ese desierto),
pero la pena
puede cesar.
La puerta del viento lleva
al centro de la nada,
a un lugar despoblado
donde solo el sonido sibilante sobrevive
y el aire te envuelve
como las sábanas en la oscuridad.
Con la música de un instrumento
de una sola cuerda
insistentemente pulsada,
así, comienza el final;
otro día contaré la historia,
en la melancolía infinita
con la única cuerda del corazón,
cuando la pena cese.
La ruta del desierto
Si algo aprendí es a irme,
cuando los cuerpos se cierran
cuando las palabras se enfrían
y sostienen la lógica, pero no a mí,
me dejo ir hacia un lugar perdido,
un país detrás de las cosas.
Con un adiós imperceptible
el vacío comienza,
desaparecen los edificios, los autos,
los semáforos, que no son ahora
señales.
Ya no estás ahí, estás
en la ruta del desierto,
en marcha hacia lo inconexo,
lo áspero, lo faltante.
Podés ver abrojos
en los pastos escuálidos
se inclinan y sisean
como serpientes.
Podés ver el color seco
del Mojave,
es Arizona hacia Albuquerque,
es el camino monótono
en la meseta patagónica que emerge.
Estás a la intemperie,
no hay engaño, lo visible
es lo existente.
Manejás
por una ruta sin límites.
La única emisora de radio
dejó hace rato de captarse
y la aguja del tanque de nafta
baja como un cuchillo;
no hubo tiempo para previsiones.
Manejás,
el volante apretado
como si sostuvieras en tu eje
el giro de las cubiertas.
Irse lejos
con elegancia, con la altivez
habitual en los que fueron fuertes,
pero ahora las cosas desaparecieron
y podrías caer
convertida en un cactus
a través del polvo.
La imagen en el retrovisor
igual a la del parabrisas.
Llegar a ninguna parte;
con lo que dije, lo que no dije,
lo que debí hacer;
escribir
y no pasar en limpio.
La ruta crece;
es la misma ciudad hundida
en los cuartos donde se acorrala
el amor sin preguntas, sin reflejos más que
para sus ojos dulces que devoran.
Manejás,
llevás el arañazo imperdonable,
la mirada previa de los grandes felinos.
La ruta debería cambiar,
un giro, una bifurcación,
los olores del riego
aplastando la arenisca,
y que el camino conecte
y que el mapa tenga
algún sentido.
Nada, por ahora.
Páramo, avistaje, crónica
No direction home
Bob Dylan
Como aquella vez
en un Volkswagen Senda
sin aire acondicionado
que se detuvo en medio de la ruta,
polvo, rocas, verde opaco
de las plantas espinosas,
en un apagamiento.
Una falla eléctrica
¿pero qué? fue la pregunta
por varias horas.
Era el alternador, después supiste,
una pequeña pieza
que regula el flujo
de la electricidad.
Pero entonces el motor inmóvil
fue un tiempo
desregulado para vos;
cambió tu tono, empezaste
a hablarte lento, con pocas
palabras, como si frenaras
posibles desajustes.
La furia es un lujo,
te decías, mientras silenciabas
el atropello de frases
buscando una causa, una salida.
Hurgaste en el baúl, en la mochila
pero encontrabas cosas inservibles.
El nivel de la botella de agua
te pareció insuficiente,
todo lo era
en el cálculo de lo detenido;
las medidas se tornan imprecisas,
el hambre, el pulso, el calor.
Te encontrabas sin previo aviso
en una prueba de resistencia.
Algo empeoraba
cuando lomos de bestias informes
se proyectaron en tu cabeza,
se agrandaron tus oídos atentos
a la más lejana vibración,
hasta que por fin aquel auto
aquel familiar sonido mecánico.
Señas desesperadas y llegar
al poblado donde conseguir remolque.
Después quedaría el desgaste,
la erosión en las vísceras
y en un camping de New Mexico
abrazarte a otro cuerpo
sin decir nada, solo ese resto de tibieza
para poder dormir, sin el olor del miedo,
en la oscuridad restablecida.
Al otro día aparecería el paisaje
que tanto deseabas ver,
que recién entonces se coloreaba
porque la tierra era
de verdad naranja
y las rocas veteadas de azul
y el sol era el dorado único
de cada saliente.
Pero estar detenida, sin camino
en un desierto
estraga los sentidos;
los planes dejan de serlo,
los deseos crecidos
entre las sutilezas humanas
dejan de serlo,
sos un animal hambriento,
una planta mendicante
y el espacio se abre tanto que se nubla.
Estar ahí, contra
el avance del tiempo hueco
impide mirar. El temor sustrae
las cosas y no hay avistaje,
no hay mundo.
Y la noche que se acerca
deja de ser
su intermitencia
y llegar es un sitio sin alcance,
no solo es lejos.
Diario de viaje
Irse lejos
para encontrar lo propio.
Atravesar los cruces
más cerrados,
hacer un camino
por donde solo el viento
pasa,
donde se eligen pocas cosas,
menos, cada vez.
En el lugar impensado
estará tu corazón
olfateando con hambre
una casa
sin puertas.
Antes de pedir cambio de habitación
Como aquella vez por la mañana
en ese hotel del subtrópico
cuando las toallas tenían
un olor hiriente a lavandina
y te pareció
que era demasiado.
Aquel despertar después
de una noche
en la que a cada vuelta
que dabas en la cama,
te llegaba el desinfectante
exudado por el colchón y cada vez
que te despabilabas un poco
crecían tus sospechas
de imprecisas alimañas deslizándose.
Después de que no pudiste
pisar la alfombra
con ese color a polvo
mal arrastrado por la barredora
y hasta acostarte te dejaste
en los pies las medias
que volverías a ponerte
para ir al baño.
Después de que a las seis
te despertase
como una turbina de avión
el aire acondicionado del bar
pegado a tu ventana
y se te hizo imposible
seguir durmiendo.
Nada que no fuera el estrépito
podía ya habitarte.
Por la borda caían
tus expectativas de viaje,
su grado de desproporción,
ese exceso de los buscadores secretos
que no confiesan ansia ni avidez
hasta caer desmoronados;
por la borda
el paisaje de selva desconocido
que, pensabas, te cambiaría los ojos,
el río anchísimo poblado de linternas
abiertas por el sol
y la vegetación extasiada de la costa
que imaginabas desde tu partida.
En ese amanecer
te duchaste y el agua alejó por un momento
la enfermedad del páramo.
Había empezado a extenderse
como una eruptiva,
que desertizaba tus brazos.
El agua era el antídoto
pero cuando acercaste
a tu cuerpo
esa toalla blanca, dura, rasposa,
con ese olor repulsivo a lavandina
dejaste de sostenerte.
Fuiste un bicho, un insecto más,
ninguna delicadeza
era ya esperable.
Entraste a tu desorden
como si la única frontera
que se cruzara en un viaje fuese
la propia fragilidad domesticada,
la sumergida debilidad.
En el ámbar turbio de ese cuarto,
mientras amasabas las palabras
que dirías al conserje, deshiciste
con tu voz menos audible
un tejido ilusorio.
A quién le importa
que estés bien
a quién le importa
que no sepas dónde
derramar tu amor.
Decías entre la molicie
de un hotel decadente,
en una ciudad del subtrópico.
Desierto rojo
El camino para adentrarse
es el lecho de un río
seco,
en la época de lluvias se desmorona
sobre su propia huella
y el camino desaparece,
vuelve el río. El agua
es la excepción,
el desierto gana;
un desierto rojo
donde hubo un río
donde sucedió el triásico
con su estar incalculable
de 200 millones de años.
No es posible, me digo
mirar tanto hacia atrás.
Pero con su bajo continuo
el viento atraviesa
el monte ralo.
No es una ráfaga,
es un corredor sin límites,
un silbido perpetuo que arrastra
el polvo con furia,
que levanta dunas al costado de las rocas,
que golpea hasta convertir las rocas
en ciudades plegadas, en ojos oscuros,
en agua correntosa, detenida.
Vos estás detenida también
superada por el no-tiempo,
entre la misma erosión que cubrió
el caparazón de una tortuga gigantesca.
Nunca llegaste tan lejos,
sos mínima, impensable, estás
en la verdadera lejanía.
Si permanecieras afincada
al desierto rojo,
los paleontólogos del futuro
seguirían a través tuyo
midiendo el tiempo.
Podés ver sus tiendas
y sus pequeñas
herramientas de excavar,
el escenario de la ciencia.
Pero escribís
entre el paso de las piedras,
un estrato más, otra capa
abierta por el viento,
y Marte parece una región cercana
y Júpiter una geografía familiar.
Escribís traspasada
por la mayor inmensidad, pero casi
como siempre,
en una ondulación inmedible
de silencio.
Preguntas para lo indefinible
¿Cuál es tu desierto?
¿Tiene párpados que se cierran
cuando es invadido por el dolor?
¿Tiene una luna
como un faro intermitente que los abre?
¿Guarda un corazón de agua
como una infancia?
¿Tiene la piel del polvo y del guijarro?
¿Arrastra el desgaste de un reptil
andando en círculos?
¿Empuja la caravana de voces familiares
a las que no hiciste caso?
¿Tiene la brújula del perdón
para que vuelvas?
¿Tiene el visado de tu necesidad
para encontrarlo?
¿Guarda el silencio de la roca
para escuchar el zumbido
del animal minúsculo?
¿Tiene oído para lo que se desvanece?
¿Tiene la percepción de algo que existe
pero queda más allá?
¿Puede escribirse?