Destacados, Entrevistas, Portada — 7 agosto, 2019 at 3:42 pm

Julián Herbert y el mito de Chile, La megatragedia de latinoamérica

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Por José Tomás Labarthe – Fotos por Héctor Labarca Rocco

La escena parece sacada de El lobo de Wall Street, pero es real: en su casa de Saltillo, a 400 kilómetros de la frontera tejana, el escritor mexicano Julián Herbert brinda una fiesta. En la joda lo acompaña su “banda”, como le llama, indistinta y afectuosamente, a sus broders escritores, o a sus 18.475 seguidores de twitter, o a sus carnales del grupo de corridos y poesía (Los Tigres de Borges). Sobre la mesa central, un libro: Rompan filas del poeta chileno Bruno Vidal; un poemario que saca la voz por los agentes de la policía secreta de Pinochet, dando cuenta con pelos y señas de nauseabundas sesiones de tortura. En la fotografía de portada, Vidal, en blanco y negro y contrapicado, separa los brazos con actitud pesada, presidencial, a todo lo ancho – como queriendo decir: “de este tamaño”-. Y es justamente ahí, en ese gesto ambiguo, en ese dualismo entre una mano y la otra, cuando, saturado de mezcal, y en su período más desmadrado de las últimas dos décadas, Herbert terminó de consumar su pacto con la literatura chilena, esnifando una gloriosa línea de coca hasta quedar duro entre las manos del vate.

Esa fue una de las últimas y más claras señales de que estaba quemando combustible. Al poco tiempo se internaría en una clínica de rehabilitación. Durante ese período, entre otras vainas, se divorció, se casó, bajó muchísimo de peso, descubrió el zen (él lo cuenta más bien como una “conversión”), y el equipo de sus amores – Tigres de la Universidad Autónoma de Nueva León – salió 3 veces campeón (cosa poco frecuente). Todo este cambio de plumas, se sabe, nunca es así de sencillo ni de indoloro. Nació en Acapulco en 1971. Antes de los 10 años echó raíces en el desierto de Coahuila. Quiso ser rockero de bar pero le alcanzó para estudiar literatura. Desde el 2000 en adelante ha publicado casi un libro por año, en todos los géneros y registros, siendo reconocido con el premio Elena Poniatowska por su celebradísima Canción de tumba. Ahora imparte talleres que parecen fraternidades, hace residencias de escritura creativa en academias chinas y, sin ir tan lejos, viaja seguido a Chile a participar en congresos, por ejemplo, organizados en las calurosas llanuras de Talca en el verano del 2019.

herb4En una de esas visitas, en una pieza de hotel en Providencia, comenzó a escribir La casa del dolor ajeno (2015): “esta no es la historia que buscabas: es la que tengo”, apunta, cuando descubre que los documentos que tenía entre manos -recortes de prensa de la masacre de 303 chinos en la ciudad de Torreón- comenzaban a reflejar la cabeza de Medusa en la que se había convertido su país. Ese mito sangriento y esa violencia excesiva se alimenta asimismo de otras tragedias. Confiesa, emocionado, que aprendió el marxismo de segunda mano por los acereros que leían a la socióloga chilena Marta Harnecker. “El marxismo no era una experiencia soviética ni cubana, era una experiencia chilena”, dirá en esta entrevista, para luego concluir que entre los obreros mexicanos la revolución proletaria chilena fue la “megatragedia de Latinoamérica”.

Cuando escuchó hablar por primera vez a Germán Carrasco pensó que los chilenos eran unos sabios pero no estaba del todo seguro pues no les entendía. Ahora al menos se convenció de que este largo y estrecho pasillo es tan de poetas como lo es de camaradas. Sueña con cerezas y chorillanas. Y en su maleta regresa cargado con las últimas novedades literarias del vecindario y la camiseta de Colo-Colo.

Comencemos con un lugar común del periodismo para entrar en calor. ¿A qué se debe tu cercanía con Chile?
Los amores no se pueden explicar. Mi experiencia de cercanía con Chile se dio muy fuerte. Yo me formé con sindicalistas. El mito chileno, entre los sindicalistas mexicanos de los años 80’s, estaba muy cabrón, porque era el país de la injusticia y la valentía.

Era tan épica entonces la de la resistencia como lo era la de la revolución.
Absolutamente. Para los obreros acereros con los que yo crecí esa era LA épica, era La Araucana,  Allende, el Golpe… era como la megatragedia de Latinoamérica.

Se había pasado la voz.
Muchísimo. Te digo más, los mexicanos de mi generación no leían a Marx sino que leían Los conceptos elementales del materialismo histórico de Marta Harnecker, una socióloga chilena. Y ese es el primer marxismo que yo conocí. Ahora, sé que el libro es una desgracia, es un libro malísimo, completamente simplificado, lleno de errores. Pero así fue, esa era la circunstancia. El primer marxismo del que yo tendría idea fue el de una autora chilena. En México, del lugar al menos de donde yo vengo, el marxismo no era una experiencia soviética, ni era una experiencia cubana: era una experiencia chilena. Luego, ya después del conocimiento de la historia previa al Golpe, vendrían las lecturas de los poemas.

¿Y qué encontraste en la poesía chilena?
Mucho. Pero creo que hay un equívoco en mi lectura de la poesía chilena. Y cada vez lo pienso más.

¿Cómo así?
Yo pensaba que la poesía chilena era muy pop y muy alegre, porque yo pensaba que yo mismo era un tipo muy pop y muy alegre. Con el paso de los años me di cuenta que la poesía chilena era más bien taciturna, con un sentido de la desgracia muy fuerte, con una cursilería pasada por el tamiz de la inteligencia y con esa sensación de la digresión. Esa es una de las cosas con las que yo me identifico mucho con los chilenos: hablamos mucho para no llegar a ninguna parte. Eso, en mi experiencia de conversación, es muy chileno. Yo me siento cómodo, porque yo también soy así y los chilenos no me lo reprochan.

Ese sentido de la desgracia, pero revisado a través de la cursilería o de la inteligencia, da cuenta de una marcada veta cómica. ¿Será apropiado hablar en ese caso de un humor más bien triste?
Exacto. Eso lo encuentro desde Altazor, con la imagen del ángel caído pero en cámara lenta, con todos esos chispazos que no saben si quieren ser chistes pero lo son. Más adelante Neruda dice que tiene ganas de llorar con el olor de las peluquerías, y yo no sé si eso es para ponerse triste o para pensar que es sumamente ridículo; es tan ambigua la emoción. Y luego pienso en Desocupado lector de Gonzalo Rojas: “Cumplo con informarle a usted que últimamente todo es herida”. Y yo no sé cómo leerlo. Si eso es chiste o una parodia de la retórica. Pero la herida que está ahí me parece que sí es de verdad. Lo puedo graficar en muchos poetas pero lo noto especialmente en Rodrigo Lira.

En Lira al parecer ser extrema. A punta de hacerle bullying, se hizo un lugar entre la tradición poética.
Claro. El bullying es el de un guey que está sufriendo mucho. En Lira hay una tristeza tan profunda pero al mismo tiempo está burlándose de Lihn y de Parra, pero está hecho pedazos, con sus cebollas. Por ahí la poesía chilena puede darte muchas lecturas.

Esa “emoción ambigua” en la cual reparas, este dolor pero a la vez esta lucidez sobre su propia amargura, no pareciera ser una condición irreconciliable. En varios de los casos que apuntas viene incluso presentado en forma de síntesis.
No sé si esto tiene que ver o no con la poesía chilena pero a mí me parece que a nivel tonal la poesía chilena es en sí misma un oxímoron.

¿Qué significa eso?
Que ahí está justo esa ambigüedad constante entre lo culto y lo popular, por ejemplo. Lo muy formalizado y el desmadre de la escritura, es decir, un evidente conocimiento de la técnica atravesado por el verso deshilachado de Paulo de Jolly. Para hacer antipoesía necesitas tener un conocimiento de la retórica que te permita jugar perfectamente con que esa retórica no te sirve, me parece que lo sucede con Parra es eso. Detrás de todo eso hay una parte que no sé qué es, y me gusta también la idea de investigarlo pero no saberlo, que es que todas esas no son condiciones suficientes para tener tantos buenos poetas.

Raúl Zurita es de la idea que la actitud antipoética funciona únicamente para conflictos de baja intensidad. Para líos amorosos es insuperable, pero frente a un desaparecido, precisa, “la ironía rebota, no hay humor posible”.
Ahí también hay una conexión interesante entre la poesía chilena y la mexicana. Ese personaje, esa especie de bufón aguafiestas, es un bufón pero no está ahí para complacer al rey, es un bufón que viene a echar a perder la fiesta, al que le dices “ya te puedes ir” y no se va, “ya pasó tu momento”, y no, quiere seguir, es bufón hasta las últimas consecuencias. Ese personaje que es muy de la poesía chilena, está en la poesía mexicana también. Ahora, en la poesía mexicana digamos que los vigilantes son más eficientes para sacarlos. Y creo que con el paso de los años justo lo que ha pasado, a partir de mi generación sobre todo, es que esa figura se volvió mucho más fuerte, está mucho más presente y tiene mucho más peso cultural.

¿Y el hecho que se normalice, no le ha restado músculo a esa expresión, volviéndola menos marginal?
Sí, al punto que Alejandro Albarrán, un joven poeta mexicano de los más radicales que hay, ganó el año pasado el premio Manuel Acuña de poesía, este premio latinoamericano que da muchísima pasta. La noche antes que le dieran el premio estuvimos en su casa platicando y me dijo: “¿qué vamos a hacer guey si ya llegamos al punto en que le dan un premio de literatura como este a un pendejo como yo? Ya no tiene caso escribir poemas, ya nos normalizaron. Mejor me voy a dedicar a la música”. Como que de pronto ese margen dejó de ser marginal. Estos poetas que de pronto llegan a tal nivel de nihilismo que dicen “me van a celebrar cualquier cosa”. Entonces hay poetas que han explotado esa línea y este otro sector de los poetas que son verdaderamente interesantes y que se han vuelto cada vez más cursis porque están angustiados porque los aceptan. Me parece que eso también tiene que ver con la pulsión de la poesía en Chile, que es la aceptación, el poeta que no sabe vivir con un abrazo.

¿Tienes a alguien en mente?
A mí me cuesta mucho trabajo a nivel personal Germán Carrasco. Lo he tratado poco pero me parece dificilísimo de trato y me parece un pedazo de poeta. Del mismo lugar de donde viene lo fastidioso que puede ser es de donde viene la fuerza de sus poemas.

Basta entonces de promover que un poeta de verdad tiene que ser necesariamente un buen tipo.
¡No! Esa es una cosa que se dice muy para domesticar. Yo creo que uno escribe mucho con la malignidad, lo que para mí ahora es un lugar complicado. ¿Y qué tan importante es ser buen poeta y no tener talento para vivir? Yo sé que éstas que estoy diciendo son simplificaciones pero dejan de serlo cuando tienes que hacer cosas básicas como convivir con una mujer o educar a tu hijo.

Es preciso entonces redefinir también lo que entendimos por “vivir a lo poeta”. La llama del talento o de la inteligencia no proviene exclusivamente del lado oscuro de la fuerza.
Yo ahora que he tratado de aclarar ciertas cosas en mi vida, la manera en que proceso mis emociones, por ejemplo, me lo he preguntado: ¿realmente necesito sistematizar mi malignidad? Porque no se va a ir guey, no tienes tanta suerte, no es que como que se va a reparar en 5 minutos. Si rascas ahí, con esta pequeña mano de limpieza, lo que te vas a encontrar es que la cantidad de mierda que hay en esa tubería no se va a ir porque pensaste sanamente 5 minutos. No te preocupes guey, hay suficiente oscuridad para mañana.
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En tu antología Caníbal, apuntes de poesía mexicana reciente (2010), anotas que “de los chilenos se admira la vivacidad con que asumen su vocación literaria, elevándola casi al rango de performance y deporte nacional”.
Mi primera sensación en vivo de esta chilenidad, de esta inteligencia, de este contenedor que trata de hacer muy chiquito algo que es muy caudaloso, fue la del chico que está atrás en el salón y que siempre está diciendo las cosas entre dientes, cosas que pueden ser muy ingeniosas y muy malignas, y pueden ser lúcidas, pero nunca le entiendes un carajo. Luego conozco a mis primeros compas chilenos en vivo y constato algo que sospechaba, que es que iba a haber esto que estamos teniendo tú y yo ahora, una conversación que puede ser muy fluida y que no se acaba y que se complementa, mucho toque de balón…

… Jugar a los pases, aunque nunca anotemos.
A todo lo ancho. Lo único es que al principio me costaba mucho trabajo entenderles.

Nuestro español está en baja resolución.
Es que el chileno habla con la boca cerrada. Germán Carrasco fue uno de esos primeros chilenos que conocí, pensaba que podía ser un sabio pero no estaba del todo seguro pues yo no entendía lo que estaba diciendo. Ahora es muy distinto porque hasta yo empecé a hablar así.

De ese juego se desprende algo importante, la literatura también son nuestros amigos en la literatura.
Puta, yo creo muchísimo eso. O sea, tú me regalas una camiseta de Colo-Colo, pero no para mí sino estratégicamente para mi hijo, y entonces tú sabes que ese pinche club ya para mí ahora tiene un significado… ahora es mi club chileno y esas cosas para mí son muy serias. Perdón por lo cursi pero lo que tiene la amistad es que no es una inversión, sucede o no sucede, y cuando sucede hay una conexión con el ser infantil, una experiencia separada que se restaura en un momento en la vida adulta.

El poeta uruguayo Jules Supervielle plantea algo similar en Amigos desconocidos, que nuestros recuerdos de la infancia se pueden cruzar ya de viejos.
Para mí eso me pasó con mis compas chilenos cuando llegué por primera vez a FILSA el 2013. Mi primer amigo fue Diego Zúñiga. Él tenía una banda de amigos con la que yo inmediatamente hice “click”: Bisama, Simón Soto. Al tercer día estábamos organizando un asado. No conozco mucho Santiago, pero conozco las casas de mis amigos, y los restaurantes que tienen que ver con ellos. Para mí es un viaje a la amistad, Chile. Y déjame contarte una historia más. La relación con Zambra, en ese contexto, es muy particular, porque es una novela. En algún momento, antes que nos conociéramos en persona, Zambra me cuenta por twitter que alguien le preguntó si él era Julián Herbert, y él le dijo que sí. No nos habíamos visto nunca y lo curioso es que a mí me había pasado exactamente lo mismo, alguien me había preguntado si yo era Alejandro Zambra. Y yo le respondí, “pos bueno, quién sabe”. Luego coincidimos en un congreso de literatura e intercambiamos dos frases, nada más. Y la frase de Alejandro fue demoledora: “tengo que decirte que no eres tan feo en persona como en tus fotografías”.

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Para él no aplica un poco lo mismo.
Exacto, ese es el chiste. Todos estos paralelismos de amistades encontradas son el ejemplo de mi relación con Chile.

Otro paralelismo. La casa del dolor ajeno, el nombre de tu libro, es también el nombre del estadio donde jugaba el genio y figura del Santos Laguna, el chileno Rodrigo Pony Ruiz. Le hicieron una estatua afuera del estadio donde lo inmortalizan como “Guerrero de honor”.
Para los mexicanos el “pony” es como la quintaesencia de cierto tipo de jugador chileno: bajito, no necesariamente flaco, pasador, con una pierna excepcional. La pausa, en el fútbol mexicano, tiene mucho que ver con el jugador chileno.

Es más, después se negaría a regresar a la selección chilena. Es un chileno perdido en México, digo, como en el cuento de Bolaño, para meterlo al baile.
México tiene eso, todo un gesto nacionalista, puede ser un país muy recibidor, pero también muy racista, muy clasista, un país que tiene internacionalizado el fascismo en un nivel muy profundo. En México hasta los de izquierda somos de derecha.

Otro que se quedó y no volvió fue Osvaldo Pata Bendita Castro.
Hay una fotografía genial que habla muy bien de la lectura mexicana del Pata bBndita. Se la hicieron ya retirado. Está él sentado, con un trajecito muy compuesto, muy serio, en una silla de señor, y está su pierna dentro de un marco dorado de fotografía, con los zapatos de fútbol y las medias.

Cuánta elegancia.
Es que ya el sobrenombre era muy fino. Creo que se lo puso Ángel Fernández, que era un genio, un pinche cronista. Ese tipo de relato antiguo que viene del béisbol pero que en el fútbol adquiere una estilística más de barrio. Hay más metaficción, el relator la está reconstruyendo, haciendo la crítica, trazando la historia, como que está haciendo el Congreso de Literatura de Borges. No sé si esto funciona como chiste pero hay una canción mexicana que se llama Cucurrucucú Paloma. Entonces llega la selección rusa a jugar al mundial de México 70’ y la abreviatura en ruso de la camiseta era CCCP. El locutor no entiende y le pregunta a Ángel Fernández: “¿Don Ángel, qué significa CCCP?”. Y el otro guey tampoco sabía entonces le dice: “Debe ser un homenaje a nuestra patria y significa Cucurrucucú Paloma”.

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¿Sería un total cliché cerrar hablando de Bolaño?
Híjole, a mí se me complica mucho Bolaño, no sé si es un tema que está agotado. En principio me cae mal. Me cae mal porque hizo cosas que yo tenía planeado hacer. Es como cuando llegas al súper y hay desabasto porque un cabrón compró las cosas que tú querías comprar. Fuera de bromas. Siento que está sobredimensionado. Puede sonar un poco a resentimiento, no es que no crea que no merece el reconocimiento, pero me parece que hay autores postergados que están en el ajo. Es como cuando yo me enojo porque todo el mundo lea a García Márquez y no a Cabrera Infante. ¿Y Andrés Caicedo? ¿Y José Agustín? Pero claro, no solo es la genialidad sino también la claridad con la que vio las cosas. Me parece que el mejor homenaje para Bolaño es cuestionarlo, quitarle centralidad, si realmente se quiere hacerle honor a su nombre hay que darle un par de patadas debajo de la mesa; él lo haría. Si tú estuvieras en el lugar de Bolaño, Bolaño te partiría la madre.

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