Destacados, El Mito, Portada — 1 septiembre, 2016 at 9:51 am

Aylwin y las ardillas

by
por Claudio Maldonado

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Conocí a don Patricio en el otoño de 1991. Él hacía sus primeras armas como presidente de Chile y yo ingresaba a las filas del Liceo Luis Cruz Martínez de Curicó. Con el atentado al Pelado Guzmán, en pleno abril, sentí miedo que el partido del Colo Colo con el Barcelona se suspendiera. “Na’ que ver, hueón”, me dijo el Mono Valdés. Y mi yunta tenía razón, no era para tanto, total la cosa era en Guayaquil. 2 a 2 al final, con un regalo del arquero, que Dabrowski aprovechó con un puntete. Pero volvamos a Patricio y yo. Una mañana, casi al terminar la última hora, el profesor Eulogio Fantobal entró a la sala y dio la noticia: la Municipalidad, en conjunto con la Gobernación, preparaba los festejos para recibir al presidente en su primera visita oficial a la ciudad. Dentro de las actividades se contemplaba un concurso interescolar de afiches de bienvenida en honor al mandatario. Por cumplir dejó un par de copias de las bases y escapó. Con el Mono Valdés dibujábamos a los compañeros, la cara del Patán que era igualito a Cafú, la expresión del 30 calugas, símbolo de la ordinariez máxima, cuando furioso se refregó por los genitales su investigación sobre el imperio austro-húngaro, en protesta por el 1.2 que le había puesto el Loco Palma. Había que sobrevivir a la jungla de un liceo con goteras y compañeros de hasta 20 años arrancándose ramilletes de bellos púbicos para meterlos en los cuadernos de los otros, tirando mesas desde el segundo piso y ejecutando un sinfín de porquerías que yo, un pendejo de 13 años, no podía dejar de vacilar a todo pantanal. Al salir de clases le dije al Mono: “Voy a participar en ese concurso que dijo el Fantobal, total me compro una cartulina y me pongo a inventar algo ¿cómo sabís?”. El señor Fantobal había sido escueto, pero en las bases estaba todo claro: se elegiría un afiche por establecimiento y luego la gran final sería en el gimnasio cubierto, con Aylwin como único jurado. El premio sería un viaje al Palacio de la Moneda con todo el curso y con todos los gastos pagados. Pero ¿qué haríamos frente a los demás cursos, y más aún frente al Instituto San Martín de los curas Maristas, o frente al talento de las minitas de la Inmaculada Concepción, o frente a los guarenes del Politécnico Juan Terrier, que sí sabían de dibujo técnico? Llegué a mi casa, tomé once y fui donde la señora Saida a comprar materiales. Despejé una parte del comedor y repasé las instrucciones: el afiche debía mostrar la alegría por la democracia recuperada. Nunca fui bueno para el realismo, siempre incapaz de hacer un florero, o un cuerpo entero de medidas fidedignas. Opté por lo simple: el papel calco. Mi propuesta artística fue: en el afiche tenían que aparecer un grupo de estudiantes y detrás de ellos la plaza con sus palmeras sin cocos y carruajes tipo victoria. Era complejo dibujar victorias, sus recovecos de fierro forjado, sus cocheros y carrozas me llevaron a la decisión de mostrar la mitad de una rueda trasera y una cola de caballo agitada en la otra esquina. Los estudiantes debían estar felices, con brazos en alto y la boca abierta de emoción. Impregnados de júbilo verían aparecer a su excelencia, emergiendo como un cristo desde el cerro o montado en un Ford descapotable. Pero no me daba el cuesco para eso. Pensé en dibujar sólo la cara, calcar una del Topaze, pero tampoco era la idea. El slogan surgió al instante: “¡Con la fuerza de todos, bienvenido presidente!” No le pondría color, todo sería en lápiz pasta negro. De alguna parte sacaría a ese puñado de jóvenes. Revisé el diario La Prensa y nada, hojeé una par de Terceras y nada, hasta que miré la pequeña biblioteca. Mi abuelo siempre recibía a los mormones, a los pentecostales a los evangélicos y a todo tipo de grupos misioneros. El viejo los tenía qegthoras y horas en el living, discutiendo, reflexionando, criticando. Era común que terminaran chatos, agobiados por no haber avanzado ni un pelo en la conversión. Gracias a esto se fue armando una contundente sección con lo mejor de la literatura cristiana. Ediciones full color de Dios en la palabra, El despertar de la Luz, Mensajes del Nuevo Milenio y todos esos volúmenes empastados que anunciaban las calamidades de la tierra, pestes, guerras nucleares, la insolencia de la gran ramera vestida de fucsia y borracha y montada sobre un león de siete cabezas. Todo con ilustraciones de impacto inmediato: niños bajo los escombros de un mega terremoto, fanáticos con ojos desorbitados adorando al dinero en un casino, hijos cacheteando a sus madres, madres cacheteando a sus maridos, maridos cacheteándose a las criadas. El mundo era corroído por el cuché triturante de Satán, que a pesar de todo no podía corromper a esos negros, chinos, indios y gringos que aparecían en un paraíso campestre, abrazando tigres y acariciando osos. Todos felices, bajo un sol radiante y comiendo palanganas de frutas. Fue en esas páginas donde encontré al grupo de estudiantes para calcar en el afiche: chicos y chicas con pecas miraban al cielo, listos para ser llevados al paraíso. Calqué la imagen de los pecosos felices y el concepto se formó. Las victorias sugeridas y las letras del slogan convincentes. Sólo quedaba dibujar al presidente. Eran las cinco de la mañana, tenía sueño, me sentía nadar contra la corriente ¿qué podía hacer yo frente a los mateos del A o del B o del C? Seguí pensando hasta que opté por la síntesis, porque el afiche era eso, un resumen perfecto de mi alegría por la llegada del nuevo presidente. Decidí hacer sólo el brazo de Patricio saludando a todo el pueblo curicano, un brazo forrado en un terno elegante, unos dedos medios ancianos, pero vigorosos, moviendo un pañuelo blanco en dirección a la plaza. A las 7 me dormí, a las 7:30 mi madre empezó a gritar, a las 7:45 estalló: “¡Levántate po’ oyeee, vay a llegar atraso oyeee, levántate po’ oyeee!” Tomé la mochila, enrollé el afiche y partí. A mitad de mañana fui a la oficina del señor Fantobal. Debió haber dicho: déjalo por ahí y anota tus datos en ese cuaderno o tal vez no me dijo nada y siguió leyendo su TV Grama. Pasaron las semanas y con el Mono Valdés seguíamos dibujando, mientras el Colo Colo, muerto de miedo, le ganaba 2 a 1 la U limeña. En la tele aparecía un barbón acusado de haberle disparado al Pelado Guzmán. La vida continuaba en mi IRT con ecualizadores, escuchando a un grupo que se llamaba Los Tres y con el Mono al lado, esperando que Los Prisioneros recapacitaran y volvieran a ser los pesados de siempre. Hasta que llegó el momento, fue en matemáticas. Esta vez el señor Fantobal entró a la sala e informó: “se ha elegido el afiche que representará a nuestro liceo en la final, será en el gimnasio cubierto y el premio, como es sabido, en caso de triunfo, será un viaje a la Moneda con todo el curso. El elegido es de acá. “¿Quién es Claudio Maldonado?” En otras circunstancias la emoción me hubiera disparado, pero yo sabía lo que vendría. Los 42 compañeros aprovecharían el momento de relajo y aparte de patear las mesas, aullar como coyotes, graznar como cuervos y destrozar los cuadernos, me darían una capotera contundente. En el acto me atrinqué en una esquina. “¡¡Güena güena, Maldooooooo!!”, comenzaron a gritar. Eran 42 hienas eufóricas, que veían en mí la mejor cara del Primero G, un acercamiento a eso que llamaban la educación entretenida al servicio de una vida gozadora. El señor Fantobal se acercó y los espantó a todos con un gesto. Me estrechó la mano y le dijo al curso: “Si Maldonado gana harán un viaje realmente inolvidable”. Los macacos me lucían sus garras y sus colmillos, listos para las patadas y los abrazos dolorosos. Pero Fantobal los contenía con una sonrisa. “Güena güenaaaaaaa Maldonaoooo culiao”, me gritaba el Rodríguez, “Tenís que ganaaaar, Maldonao, sino te vay a comerte la pulenta capotera”, chillaba agargantado el Onzueta. Mientras el Sobaco Quezada salía corriendo por el pasillo junto al Mauricio Yévenes gritando la buena nueva: “¡¡Nos vamos a la Monea! chupen la que cuelga, nos vamos a la Moneaaaaaaa!!” Ante el caos, el señor Fantobal sólo atinó a decir que el afiche se enmarcaría y que el liceo corría con todos los gastos-. Yo sólo debía concentrar mis afanes en llegar aseado a la ceremonia, de uniforme completo y con la insignia y los zapatos brillando en su negrura. No tenía dramas con el largo del pelo, porque en ese tiempo yo me creía Depeche Mode. Poca bola me dieron en la casa. Mi abuelo se divertía reparando lavadoras y jugueras que encontraba en la calle, mi madre se azotaba el lomo subiendo y bajando carros en el hospital y mi abuela cocinaba para todos. A la vida poco le importaba mi momento, y eso tenía un buen sabor. Mi tía Vilma, la única enterada del evento (aunque había votado por el y por el Büchi diferente) sabía que la raya de mis pantalones exigía un súper planchado. “Porque como te miran te tratan y más si el Aylwin, ese viejo huevón que parece que se está riendo de una, te tiene que dar el premio” Las semanas pasaron. Ese día me citaron temprano. A eso de las 10 el gimnasio repleto. Después de advertirlos y amenazarlos hasta la náusea, la dirección dio el permiso para que el G estuviera en las graderías. Siempre vigilados por el Perro Contardo, el inspector general, que ladró fuerte y claro: “No quiero ningún tipo de proyectiles, ni orgánicos ni artificiales, ni gritos estúpidos, ni cantos groseros, si tienen ganas de alentar aplaudan fuerte o rásquense la mollera”. Comenzó el acto: bailes de cueca, el Mira niñita de Los Jaivas en flauta traversa, el Imagine de Lennon en guitarra clásica, el orfeón de Carabineros, una comitiva de jugadores del Curicó Unido haciendo dominadas con la pelota, discursos del alcalde, del intendente, del presidente del Colegio de Profesores y de un sinfín personajes que aparecían, se esfumaban y le daban el pase a otros que volvían a desaparecer. Uno de los organizadores avisó que los seleccionados teníamos que bajar a la cancha y prepararnos. Al frente del escenario los afiches lucían en sus atriles. Partió el himno nacional. Nadie cantaba más fuerte que el Primero G. Los otros colegios miraban con risa “¿por qué tanto ahínco?, ¿Por qué tanto show?, ¿Si no tenían nada que perder?” Estaban en un error, el Patán y el 30 calugas querían llegar a la Moneda y yo era el guía destinado. De pronto una fanfarria. Entró la comitiva de gobierno escoltada por carabineros, detectives y periodistas de todos los rincones del país. Fue un silencio casi natural. De la mano de su señora esposa ingresó don Patricio Aylwin Azócar. Tanto fue el silencio que el locutor nos invitó a ponernos de pie para aplaudir con confianza. Los curicanos se expresaron, el estallido fue atronador. Don Patricio dejó a su esposa en el escenario y se acercó a nosotros. Primero saludó a la minita de la Inmaculada Concepción, luego al morocho del Politécnico, luego al colorín del Colegio Vichuquén, luego al cuico del San Martín y así, hasta que finalmente me extendió la mano. Me dio una tentación de risa, de pura ansiedad por saber el final. Atrás de mi cabeza el jolgorio del G: “¡Maldonado a la Monedaaa, Maldonado a la Monedaaaaaa!”. Aylwin elegiría al ganador. Se dirigió a los atriles. A esas alturas todas las barras estaban con las trenzas sueltas. El presidente sonrió al contemplar el afiche del liceo de niñas: una paloma rompiendo sus cadenas y posándose en un libro gigante, en cuyo lomo decía Verdad y Reconciliación. El del politécnico dibujó una micro de recorrido interurbano repleta de estudiantes llegando al palacio y con don Patricio saludándolos desde el balcón. Era un dibujo perfecto, con remolinos de colores y una perspectiva técnica avanzada. El slogan no era menos emotivo: “Pare, chofer, que Chile es mi futuro”. Hasta que llegó a mi afiche. Estuvo como un minuto en contemplación, tiempo suficiente para que la fuerza G estallara en zalagarda total, tanto así que el presidente rompió el protocolo y saludó a los cabros. Se paseó por todas las obras, sonriendo, moviendo la cabeza afirmativamente, hasta llegar al último competidor que representaba al Instituto San Martín. Este afiche tenía como protagonista a un estudiante del sector rural. Era un huaso de espuelas y manta y sombrero y una mochila macanuda repleta de libros. Este joven (que figuraba de espaldas) miraba intrigado las entradas de un extenso e intrincado laberinto que se erguía en el horizonte. La idea fuerza era qué camino debía tomar para llegar al final y así alcanzar unos cuadros ubicados en las puertas de salida. Estos cuadros decían: “Amor, solidaridad, respeto, responsabilidad, patriotismo”. Pero este huaso no la tenía tan fácil, pues entre los pasillos del laberinto aparecían unas dinamitas en cuyo interior se podía leer: “sexo, drogas delincuencia, corrupción, flojera” y otros pecados que destruirían la vida del huaso lanudo. Llegó el cierre de la evaluación y don Patricio se wegqreunió con sus asesores. El gimnasio hervía. “Si nos ganan les pegamos, si nos ganan les pegamos” cantaba el G golpeando un basurero de lata. Porque la ilusión de los cabros estaba ahí, ir a la Moneda con los gastos pagos, quedarse en un hotel de lujo, tomar Fanta y Coca Cola hasta reventar, degustar pollos asados, tomarse fotos, dibujar un pico en el baño del Palacio y todo gracias a Maldonado y su dibujo. El presidente subió al escenario y el locutor se dispuso al veredicto: “Señoras y señores, estimadas autoridades y estudiantes, por decisión de su excelencia, el señor Presidente de la república, don Patricio Aylwin Azócar, procedo a dictar el fallo, no sin antes señalar que como finalistas han quedado los afiches pertenecientes a Esteban Munita Fritz del Instituto San Martín y a Claudio Maldonado Maldonado del Liceo Luis Cruz Martínez”. Segundos de congelación: el bombo en mute, el Perro Contardo dejando a un lado su boki tokie, los fotógrafos y las cámaras de televisión, con todas sus luces, apuntándonos. El locutor nos despertó: “El ganador es Esteban Munita Fritz con su afiche titulado El laberinto de mi Chile querido”. Una pena en forma de alivio pobló mi corazón, los del San Martín aplaudían felices y los del G parecían no comprender la derrota. Yo no quería ver la cara del Jerry, oriundo de Cordillerilla, la rabia del huaso Serrano, de Comalle. La derrota estaba ahí, no conocerían La Moneda, no volverían a creer jamás en el arte del afiche como dispositivo honesto para adentrarse en la realidad concreta de la nueva historia nacional. Con paso cansino y calculado el presidente se dirigió a Munita Fritz: “Felicidades, hijo, en ese laberinto estaremos siempre para apoyarte”. Yo, como buen perdedor, esperaba que el caballero desapareciera y me dejara en paz con mi aflicción, pero como aún parecía querer penetrar más en la curicanidad, me estrechó la mano y en un tono muy docto me indicó: Los segundos lugares también tienen su mérito, estuvo compleja la decisión, pero para la próxima menos realidad, joven, menos realidad”. Podría inventar que ante tamaño acertijo quedé reflexionando, que en el transcurso de mi vida la frase: “menos realidad, menos realidad”, representó algo más que un detalle dentro de la historia, tal vez un simbolismo que cruzó todo mi ideario de animal político. Pero no fue así, a los segundos la olvidé y recién ahora la recuerdo: “menos realidad, joven, menos realidad”. En ese momento mi única preocupación era haber dejado a un curso destrozado, con una frustración que inevitablemente recaería en mí y en forma de agresión. Ni siquiera era viernes, era martes, al otro día debía enfrentarlos a todos. En la noche no dormí, recordaba la observación crítica del 30 calugas por no haber coloreado, recordaba el gesto del Cervela, dejándose llevar por el entusiasmo del concurso y rajándose con un berlín y un Kapo. Cuando llegué ese miércoles entré con la táctica del borracho que llega tarde a su casa y se larga a putear para que no le digan nada. Yo me aferré como pude a esa débil magia: “el Aylwin vale callampa, el huéon que ganó no tenía ni slogan, en cambio mi afiche estaba clarito”, “fue pura mala cuea, nos cagaron porque éramos del liceo no más” o “puta la hueá, da rabia, estoy seguro, la hueá estaba toda arreglá”. En esa dinámica estuve toda la mañana, despotricando a viva voz para moderar cualquier arrebato. Nadie parecía prestarme atención. Quizás la visita del Colo Colo a la Bombonera los tenía en otra frecuencia. El partido lo daban por un canal privado y pocos tenían antena, las tapas de olla no servían, había que asegurarse con algún vecino. Incluso me arriesgué a interrumpir los vaticinios y comentarios tácticos de los más viejos y seguir con la cantinela: “Puta cabros, ojalá empate el Colo Colo, na que ver la hueá de ayer”. En la última hora nos tocaba con el Salas. Hacíamos una guía de sinónimos cuando entró Fantobal: “Muchachos, la idea era ganar, pero Maldonado dio su mejor esfuerzo, lo importante fue competir y quedar en la final, ya habrá otras instancias donde puedan llegar a La Moneda, ¿y quién sabe cómo funcionarios? ¿O flamantes académicos? ¿O artistas? Por eso deben mejorar su conducta y notas, si quieren algún día estar allá, en el reconocimiento máximo”. Todo en calma, menos yo. Levanté la mano y antes que Fantobal hiciera el ademán de salir le pregunté: “Oiga, profe, usted que estuvo ahí, al lado del presidente, ¿por qué no eligió mi afiche?” Fantobal se me acercó riendo y contestó: “Puta, Maldonado, íbamos súper bien, pero el pañuelo que le dibujaste era muy grande, parecía sábana y blanco más encima. El presidente incluso tiró una talla, nos dijo: “vaya, vaya, con este pañuelo, pareciera que me estoy rindiendo”. Apenas el señor Fantobal terminó de hablar, un grito comanche destruyó la paz, cerré los ojos, apreté los dientes y sentí el chaparrón implacable de escupos, arañazos y combos sobre mi cabeza.

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